15 de julio de 2025

Thomas Hobbes. Retrato del filósofo ingles, autor de «Leviatán».
Foto: Getty Images
No creo que exista en el mundo un presidente o un jefe de Gobierno que haya confesado que su misión sea convertirse en un topo cuyo objetivo es destruir al Estado desde adentro. Más que una postura teórica lo que dice el presidente argentino es una aberrante ocurrencia. En una de sus frecuentes polémicas, el gran escritor mexicano Octavio Paz apostrofó a su ocasional contendor diciéndole que no era «un hombre de ideas sino de ocurrencias», es decir, capaz de apelar a dichos ingeniosos y oportunos, pero huérfanos de rigor epistemológico. Milei es un personaje lleno de ocurrencias, armas efectivas cultivadas durante su largo tránsito en tumultuosos paneles televisivos, pero inservibles a la hora de tratar de comprender la realidad.
La ocurrencia de Milei pasa por alto un dato fundamental: el Estado se originó en la necesidad de impedir que como consecuencia de sus conflictos e insolubles contradicciones la sociedad termine devorándose a sí misma, precipitándose hacia lo que Thomas Hobbes concebía como la brutal anarquía del «Estado de naturaleza». En ese primordial escenario imaginado por el filósofo inglés cada individuo era libre de hacer y deshacer a voluntad, y no había leyes ni poder arbitral alguno que mediase en los conflictos entre las personas, grupos, clanes y clases sociales. Regía la ley del más fuerte –o del más inescrupuloso– en la competencia para garantizar la propia supervivencia. Hobbes definía esta situación como una «guerra de todos contra todos» y dada la inexistencia de una autoridad que impusiera un orden la lucha por la sobrevivencia enfrentaba a la sociedad ante el riesgo de su propia disolución. Pero cuando la sociedad estaba por traspasar ese punto de no retorno, sus atribulados integrantes convinieron que debían ceder parte de sus libertades (aunque no todas) a un soberano absoluto, llamado el «Leviatán» por Hobbes, otorgándole el monopolio de la fuerza con la misión de garantizar la paz y el orden. La tradición marxista remata el razonamiento hobbesiano observando que tamaña concentración del poder social en manos del Leviatán no era neutra: el Estado mantiene la paz y el orden pero, salvo breves períodos excepcionales, al servicio de las clases dominantes y sus intereses fundamentales.
Por eso, cuando el presidente Javier Milei fulmina al Estado como la «representación del maligno en la tierra» (otra vistosa ocurrencia) en realidad está creando una cortina de humo para ocultar el carácter de clase del Estado. Por eso su labor como topo es selectiva: destruye las agencias y políticas estatales que, como producto de la secular lucha de las clases y capas populares, fueron creadas para mejorar sus condiciones materiales y espirituales de existencia y para el desarrollo de formas de vida cada vez más favorables para el conjunto de la población, promoviendo la educación y la salud públicas, el florecimiento de las artes y las ciencias, la construcción de obras de infraestructura (caminos, puentes, puertos, etcétera), una legislación protectora de los sectores más vulnerables y toda suerte de intervenciones indispensables para el avance económico y social. Lo que hasta ahora ha hecho el topo mileísta fue tratar de destruir todo aquello que trace límites a la dominación del capital, demostrando que lo único que le importa según confesión propia «es agrandar los bolsillos de los empresarios», para lo cual es preciso destruir todas las funciones y los dispositivos estatales de protección de las clases oprimidas. Su ideal, como el de sus mentores intelectuales como Rothbard, Hayek y compañía, es suprimir las políticas gubernamentales que conspiran contra la asimetría estructural que divide a propietarios de no-propietarios de medios de producción, dejando a la masa asalariada lo más indefensa posible ante la insaciable voracidad de las clases dominantes. Por contrapartida, estas son beneficiadas con activas políticas públicas destinadas a enriquecerlas y facilitar que se apropien de porciones crecientes del producto social. Lo que Milei y su entorno llaman «reformas estructurales», ¡de las cuales el presidente se jacta de haber hecho nada menos que 2.500! (otra ocurrencia), son «contrarreformas» que suprimen las políticas públicas que protegían a los más débiles, a los menos educados, a la masa creciente de poblaciones pauperizadas. Caracterizar como «reformas estructurales» al hecho de no haber iniciado ni una obra pública en todo el país, suspender el mantenimiento de caminos y rutas, destruido el sistema científico, la salud y la educación públicas, privar de medicamentos para enfermos crónicos o terminales, hundir en la miseria a jubilados y pensionados, degradar al salario, entregar la soberanía nacional a los intereses de Estados Unidos e Israel, y sus empresas, son perniciosas contrarreformas contrarias al bienestar general y condenadas al fracaso. Ningún capitalismo funciona así, mucho menos si lo hace en un marco democrático.

Verborrágico. Discurso del presidente libertario en Madrid, España, en junio.
Foto: NA
En pocas manos
Dejemos de lado por estar ya saldada hace décadas la discusión sobre la supuesta existencia de un capitalismo con rostro humano, que favorezca el bienestar general y una distribución relativamente igualitaria de ingresos y riqueza. Para evitar que esas tendencias inherentes al capitalismo terminen por destruir a nuestra sociedad, o reducirla a una condición de insoportable precariedad, es necesaria la existencia de un Estado fuerte y eficiente a la vez. Fortaleza estatal, uno de cuyos indicadores es el tamaño del gasto público. Por eso cuando Milei promete convertir a la Argentina en un país próspero o una «potencia mundial» (otra ocurrencia) y sigue bajando el gasto público porque, en su alucinada visión del mundo, los agentes privados se encargarán de satisfacer las necesidades sociales (desde redes cloacales a provisión de agua potable, caminos y rutas, forestación, inversiones en grandes proyectos de interés público, etcétera), la dura realidad es que en lugar de avanzar hacia una sociedad desarrollada estamos haciéndolo en dirección contraria. El gasto público en Francia en 2024 representó el 57,1% del PIB y el 49,5% en Alemania. En la Argentina, en cambio, descendió desde un 37,8% en 2023 a 31,4% del PIB en 2024, y sigue cayendo en lo que va del 2025. De este modo, de la mano de Milei nuestro país se aleja de Francia o Alemania (y de la mayoría de los países europeos) y se acerca velozmente a dos de los países más pobres del África subsahariana: Burundi, con un gasto público equivalente al 22,6% del PBI, y Sierra Leona, con un 17,6%. La contrapartida de la deserción estatal en la Argentina es una fenomenal concentración de la riqueza: el 59% se queda en las manos del 10% más rico mientras que la mitad más pobre de la población debe sobrevivir con un magro 4%. Y encima de tanta tragedia hay que soportar a un alucinado que dice que «la justicia social no es otra cosa que el pecado de la envidia, la envidia disfrazada», como lo dijera en su discurso en la inauguración del templo evangélico «El Portal del Cielo», en el Chaco, junto al pastor Jorge Ledesma que, en lugar de multiplicar los panes y los peces, como narran los Evangelios que hizo Jesucristo, obró el milagro de convertir pesos en dólares y resolver, aunque sea solo para sí, el flagelo de la injusticia social.