9 de agosto de 2025

Devastación. Hectáreas de tierra cubiertas por escombros tras la explosión atómica en Hiroshima, Japón.
Foto: Getty Images
En esta semana se cumplió el octogésimo aniversario de los que sin dudas fueron los dos atentados terroristas más mortíferos de la historia: el ataque con sendas bombas atómicas perpetrado por el Gobierno de Estados Unidos contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, realizado el 6 y 9 de agosto respectivamente. Franklin D. Roosevelt había fallecido cuatro meses antes y le cupo a su sucesor, Harry Truman, dar la orden que produciría una catástrofe de proporciones inéditas. Tal como lo anotara el filósofo alemán Karl Jaspers, con la bomba atómica empezaba una nueva era en la historia de la humanidad.
Si bien fue Truman quien autorizó esa operación, la búsqueda de un arma atómica había comenzado desde los albores mismos de la Segunda Guerra Mundial con el famoso Proyecto Manhattan, aunque en el mayor de los secretos. Existía en esos años la certeza de que el régimen de Hitler había solicitado a los científicos alemanes que explorasen las potencialidades bélicas que abría la fisión nuclear descubierta en 1938 por Otto Hahn. La utilización militar de esta tecnología podría plasmarse en la fabricación de una bomba cuya capacidad destructiva sería muy superior a las por entonces conocidas y ni Washington ni sus aliados querían quedarse atrás en esa carrera.
En julio de 1945 Estados Unidos había ensayado exitosamente en Álamo Gordo (Nuevo México) la detonación de una bomba de plutonio como la que el 9 del mes siguiente arrojaría sobre Nagasaki. Las mediciones dejaron pasmados a los científicos encargados del experimento, porque se comprobó que ese artefacto nuclear poseía una capacidad destructiva equivalente a 20.000 toneladas de TNT, algo absolutamente fuera de toda escala. La otra bomba, construida con uranio en vez de plutonio, ni siquiera se probó. Se fabricó un solo prototipo y ese fue el que se arrojó sobre Hiroshima el 6 de agosto, arrasando buena parte de esa ciudad de 350.000 habitantes.
Truman justificaba tales masacres, y aún hoy así lo hace todo el establishment de Estados Unidos, diciendo que de ese modo se acortó la guerra del Pacífico, último capítulo de la Segunda Guerra Mundial, al obtenerse pocos días después la rendición incondicional del Japón. El único presidente en funciones que visitó Hiroshima fue Barack Obama, en mayo del 2016, quien pese a su inédito gesto se rehusó a pedir perdón por el inclasificable crimen que su país había cometido en 1945. Otros dos presidentes estadounidenses también concurrieron a esa emblemática ciudad: James Carter la visitó en mayo de 1984, mucho después de su alejamiento de la presidencia. Y el otro fue Richard Nixon, que lo hizo en 1964, cuatro años antes de ser elegido presidente. Tampoco pidieron disculpas.
Los daños producidos por ambos artefactos nucleares fueron escalofriantes. Sin embargo, quien quiera investigar en Google cuáles fueron los mayores atentados terroristas de la historia se encontrará que casi sin excepción las fuentes consultadas señalan los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001, donde se calcula que fallecieron unas tres mil personas. En su entrada sobre aquellos atentados, la Wikipedia refleja esta opinión predominante diciendo que los del 11-S fueron «los atentados terroristas más mortíferos de la historia, dejando 2.996 muertos y alrededor de 25.000 heridos».

Harry Truman. Presidente estadounidense entre 1945 y 1953.
Foto: Getty Images
Ese es el relato oficial, reproducido ad infinitum por los medios hegemónicos. En el caso que nos ocupa hay que decir que la bomba arrojada sobre Hiroshima mató instantáneamente entre 70.000 y 80.000 personas y arrasó más de las dos terceras partes de los edificios de esa ciudad. No pudo hacerse un recuento preciso de víctimas –como hoy tampoco se puede hacer en Gaza– a partir del hallazgo de huesos, cráneos, o lo que fuera, y esto, en el caso que nos ocupa, por una tétrica razón: los cuerpos de las víctimas fueron vaporizados por el fuego y la ola de calor de unos 4.000 grados centígrados desatada por el estallido de las bombas. Tres días después de haber desatado ese horror, la Casa Blanca ordenó un nuevo ataque, y esta vez fue en Nagasaki, donde unas 40.000 personas corrieron la misma suerte que sus compatriotas de Hiroshima. El recuento de las víctimas que murieron por sus quemaduras, lesiones y a causa de la radiación elevó su número a 140.000 en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki. La estimación final dada a conocer décadas más tarde por el Gobierno japonés habla de una cifra que oscila entre 210.000 y 246.000 muertos, debido al número de quienes fallecieron por efectos retardados del estallido. Informes gubernamentales sostienen que a los guarismos anteriores hay que sumar aproximadamente medio millón de personas que murieron, años más tarde, a causa de diversas variedades de cáncer, especialmente la leucemia.
Informes y operaciones
El balance final es claro, y surgió pese a los intensos operativos de la Casa Blanca para ocultar la tremenda magnitud del daño infligido a una población inocente. En el año 2007, el documentalista y periodista australiano John Pilger observó que pocos días después de consumada esta tragedia, el New York Times «envió a Hiroshima a su columnista estrella, W.H. Lawrence, para que hiciera un informe desde el terreno. “No hay radioactividad en la ruina de Hiroshima”, fue el título de su informe, y era falso».
Uno de los mayores dramaturgos de las últimas décadas, el británico Harold Pinter, Premio Nobel de Literatura en 2005, dijo en su discurso de aceptación que «los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, viciosos, despiadados, pero muy poca gente ha hablado sobre ellos». Crímenes sobre los que se echa un manto de olvido favorecido, según Pilger, por el control casi absoluto que Estados Unidos ejerce sobre los medios de comunicación y las redes sociales. Por eso es preciso, en estas fechas, recordar lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, que descalifica irreparablemente la pretensión tan norteamericana de ser quienes fijan los estándares de moralidad y respeto a la democracia, los derechos humanos y la justicia; decir quién es un dictador y quién no lo es, quién respeta los derechos humanos y quién los atropella. Por eso, cada 9 de agosto debemos acompañar la iniciativa tomada hace unos pocos años por un grupo de intelectuales latinoamericanos declarando esa fecha como el «Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses contra la Humanidad».