Política | Perfil. Roberto Guillermo Bravo

Un fusilador en Miami

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Ricardo Ragendorfer

El 22 de agosto de 1972, 16 presos políticos fueron masacrados en la Base Almirante Zar de Trelew. 53 años después, uno de sus responsables continúa impune. Vida y obra de un asesino prófugo.

27 de julio de 2022. Bravo sale del tribunal del estado de Florida que le impuso el pago de 26 millones de dólares en concepto de indemnización a sus víctimas.

Foto: AP

El capítulo más reciente de esta historia tuvo lugar en julio de 2025, cuando un tribunal del estado norteamericano de Florida rechazó, por tercera vez, el pedido de extradición cursado por un juez federal argentino, el doctor Gustavo Lleral, para un compatriota afincado en la ciudad de Miami. 

El susodicho fue notificado de eso por su abogado estadounidense, Mark Tampelhor, quien a tal efecto lo llamó por teléfono.

Su reacción fue musitar un breve agradecimiento. Y dio por concluida la comunicación, antes de volver a la planilla Excel sobre la cual trabajaba. 

Así de pragmático es este sujeto, un octogenario de estampa sólida, barba candado y mirada dura. Hacía más de medio siglo que reside allí.

De hecho, al tipo le gusta definirse como un self made man, sin lograr ocultar su inconfundible acento porteño.

¿Acaso ese próspero empresario que «se hizo a sí mismo» había sido un simple inmigrante que arribó a los Estados Unidos, el país de las oportunidades, con una mano atrás y otra adelante?

Lo cierto es que no fue exactamente así.

En este punto es necesario retroceder al invierno patagónico de 1972.

El secreto
El 15 de agosto, los jefes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y de Montoneros –Mario Santucho, Domingo Menna, Enrique Haroldo Gorriarán Merlo, Roberto Quieto, Marcos Osatinsky y Fernando Vaca Narvaja– volaban hacia Chile a bordo de un avión secuestrado luego de fugarse del penal de Rawson. Los acompañaban cuatro guerrilleros que habían oficiado de apoyo externo a la evasión –Ana Wiesen, Carlos Goldemberg (ambos de las FAR), Alejandro Ferreyra Beltrán y Víctor Fernández Palmeiro (ambos del ERP). 

En tanto, otros 19 evadidos quedaron varados en el aeropuerto de Trelew.

Una semana después, o sea, el 22 de agosto, estos fueron fusilados en la Base Naval Almirante Zar de aquella ciudad. Se trataba de Rubén Pedro Bonet, Jorge Alejandro Ulla, José Ricardo Mena, Humberto Segundo Suárez, Mario Emilio Delfino, Humberto Adrián Toschi, Miguel Polti, Clarisa lea Place, María Angélica Sabelli, Alberto del Rey, Eduardo Adolfo Capello, Carlos Astudillo, Mariano Pujadas, Alfredo Kohon, Susana Lesgart, Ana María Villarreal (esposa del líder del ERP), Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo René Haidar. Los últimos tres lograron recuperarse de sus heridas.

Tal detalle fue para los asesinos un descuido imperdonable, porque los testimonios de esos sobrevivientes –vertidos unos meses después, en la cárcel de Villa Devoto, al oído del poeta y escritor Francisco «Paco» Urondo para su libro La patria fusilada– los identifica con nombre y rango.

Así saltaron a la luz dos suboficiales de la Armada: Carlos Marandino y Emilio del Real, junto al capitán Emilio Sosa y el teniente de fragata Roberto Guillermo Bravo. Tal cuarteto, debidamente protegido por los altos mandos de la fuerza, fue entonces esfumado de la escena. Nadie sabía que Sosa y Bravo habían recalado, respectivamente, en las embajadas argentinas de Chile y los Estados Unidos como agregados navales. 

Recién en 2008, los tres primeros fueron detenidos y, seis años después, condenados a perpetuidad. Del Real y Sosa perecieron tras las rejas, mientras que Marandino aún cumple la pena que le impuso el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia.

En cambio, el paradero del teniente Bravo continuaba siendo un secreto guardado por la Armada bajo siete llaves. Pero no para siempre.

El verdugo
Había que verlo en la noche del 16 de agosto de 1972, al hacerse cargo de la guardia del sector de los calabozos donde ya estaban alojados los guerrilleros que no pudieron escapar. Entonces impuso un nuevo régimen alimenticio: los cautivos debían comer de a uno, con varios soldados apuntándoles, y les fijó un límite de apenas tres minutos. 

–¡Si seremos boludos! –se lamentaba en tales circunstancias–. En lugar de matarlos estamos engordándolos. 

Tal fue su carta de presentación.

El «verdugueo» constante era para él una especie de imperativo moral. Hacía desnudar a los presos y presas en medio de temperaturas bajo cero, los sometía a ejercicios físicos extenuantes y no los dejaba dormir, entre muchas otras menudencias.

En la madrugada de la masacre despertó a los presos a las 3.30. Tenía los ojos inyectados de sangre. Entonces, bramó:

–Ya van a ver lo que es meterse con la Marina. Van a ver lo que es el terror antiguerrillero.

Los hizo salir de los calabozos y formar en dos filas. En ese instante impartió una orden que preludiaba la matanza:

–¡Mirar al piso, carajo! 

El tableteo de las ametralladoras, junto a los gritos, las voces de mando y los gemidos, trazaron una sinfonía atroz.

Finalmente, Sosa y Bravo recorrieron el pasillo de punta a punta para dar los tiros de gracia.

Camps oyó la fábula que inventaban para justificar la carnicería:

–Bueno, vos tenías una ametralladora y Pujadas intentó quitártela –le dijo Bravo a Sosa.

El capitán asintió. 

Aquel embuste se convertiría en la versión oficial de la masacre.

Los detalles de semejante escena se desprenden del relato efectuado por Camps, Haidar y Berger a Urondo en Devoto, el 24 de mayo de 1973.

Al día siguiente, Bravo iniciaba su trabajo diplomático en Washington, un destino de «protección».

15 de agosto de 1972. Los presos que no lograron fugarse del penal de Rawson serían fusilados en Trelew una semana después.

Foto: Archivo General de la Nación

El emprendedor 
A esos crímenes se los evoca cómo el ensayo inicial del terrorismo de Estado que se aplicaría en Argentina entre fines de 1975 y diciembre de 1983. 

En ese contexto, la figura de Bravo fue un enigma. Al menos hasta el 28 de junio de 2023, cuando posó de mala gana ante las cámaras al ingresar a un tribunal de Miami, donde se salvaría por primera vez de la extradición. 

Sin embargo, allí, por primera vez en 51 años, lo aguardaba la parte más sombría de su biografía. 

¿O acaso ese tipo atesora otros «actos de servicio» no menos criminales? Habría que saberlo.

Porque entre su llegada a los Estados Unidos y 1979 –cuando pidió la baja en la Armada– tuvo actividades tan profusas como misteriosas, y apenas encubiertas en su legajo con una larga lista de cursos que supo tomar, a saber: paracaidismo, reconocimiento anfibio, infantería avanzada y asalto aéreo. 

Hay quienes hasta conjeturan que fue entrenado así para su posible –pero no comprobada– participación en las guerras civiles de América Central o que prestó servicios en algún centro clandestino de la última dictadura argentina, antes de regresar a los Estados Unidos.

Luego, ya fondeado en el mundo civil, se dedicó a los negocios. Casado con una estadounidense, obtuvo en 1987 la ciudadanía de ese país. Durante esa época presidía el RGB Group (en honor a sus iniciales), abocado a brindar servicios médicos a las fuerzas armadas estadounidenses, facturando millones de dólares. Así transcurría su apacible existencia en la ciudad de Tampa, sobre la costa oeste de Florida, donde habitaba un chalet valuado en 400.000 dólares.

Nadie en la Argentina supo de él hasta que, en 2008, un artículo del diario Página/12 reveló su paradero. Entonces vendió su propiedad para establecerse en algún sitio más seguro. 

La tranquilidad le duró otros plácidos once años. Hasta que una demanda civil presentada por familiares de tres fusilados en Trelew (Bonet, Capello y Villarreal de Santucho) lo llevó al banquillo. Detenido oportunamente por ello, pagó una fianza de cinco millones de dólares para recuperar la libertad. Y ya se sabe que en junio, no pudo eludir el asedio de las cámaras al ingresar a una corte de Miami. Al mes se lo condenó al pago de 26 millones de dólares en concepto de indemnización a los querellantes. 

Allí, entonces, reconoció su participación en los fusilamientos. Y eso, en el aspecto teórico, habilitaba el trámite de su extradición. 

Pero, en su caso, entre la teoría y la práctica hubo un trecho insalvable, y él aún está libre y coleando. 

Como diría Rodolfo Walsh: hay un fusilador que vive.

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