29 de enero de 2014
Artífice de una experiencia literaria extrema, singular e iluminadora, falleció a los 83 años en su casa de la ciudad de México. Los avatares de la militancia revolucionaria y la lucha por recuperar a su nieta.
Hace no mucho, en setiembre del año pasado, entrevistado para Acción, decía Juan Gelman que «se escribe sobre pocas cosas toda la vida. Sor Juana dio una definición de la belleza y el arte con la que acuerdo: es una espiral. A medida que pasa el tiempo, la acumulación de experiencias de vida, las lecturas, producen un movimiento por el cual la misma materia se ve desde otro punto de la espiral y exige una nueva expresión de lo mismo». Bien puede sintetizarse así una obra que incluye casi 40 libros y que lo llevó a Gelman a ganar casi todos los premios a los que podía aspirar, desde el Nacional en su país hasta el Reina Sofía, el Juan Rulfo, el Lezama Lima y el Pablo Neruda, entre muchos otros. Pero ni los premios ni los honores ni el frac que se tuvo que poner, visiblemente incómodo, para recibir el Cervantes de manos del rey Juan Carlos cambiaron su actitud de porteño de café, para nada subido al caballo de la fama, irónico y afecto a las bromas; ni, menos aún, le impidieron radicalizar aun más su escritura, al punto que su último libro, Hoy, implica para el lector un desafío si lo que quiere es enfrentar en serio esas aventuradas y a menudo desoladas prosas poéticas, hechas de fragmentos aparentemente inconexos y a menudo enigmáticos en los que en cualquier momento destella el diamante de la revelación: «Los inspectores de la palabra ignoran el precio del coraje, sus equivocaciones, sus misterios en una caja de oro».
Sobre Hoy, precisamente, contaba Gelman a Acción que «los primeros textos nacieron de una comprobación: la condena a perpetua de uno, y a 25 o 20 años de prisión a otros, de los asesinos de mi hijo no me produjo satisfacción ni alegría. Me pareció un acto de justicia largamente esperado; habían pasado 35 años del crimen, y sólo gracias a Néstor Kirchner se acabó esa impunidad. Me pregunté por qué me ocurría eso y empecé a escribir testimonios, relatos, apuntes de esa época. En un momento determinado apareció el primer texto que disparó los otros. Pienso que fue así porque no se trata de una tragedia personal únicamente; es la tragedia de un país, la tragedia del mundo que vivimos en el que cada cinco segundos muere un niño menor de 4 años por hambre, miseria, enfermedades curables». El 26 de agosto pasado el libro había sido presentado en la Biblioteca Nacional y ahora sabemos que, más que presentar un libro, Gelman se estaba despidiendo de su patria y su ciudad para casi inmediatamente volver, ya muy enfermo, a México, donde residía desde hacía 25 años, donde murió el 14 de enero y donde fueron esparcidas sus cenizas.
Sobre su vida y su obra, en estos días, ya dijeron mucho las revistas, los diarios, las agencias de noticias y la TV, de la Argentina y del mundo entero. Que nació en 1930 en Villa Crespo, que era hijo de un revolucionario ucraniano que emigró a la Argentina en disconformidad con las políticas de Stalin, que así y todo el adolescente Gelman se afilió a la Juventud Comunista para convertirse en un destacado intelectual joven del PC a partir de su primer libro, Violín y otras cuestiones, de 1956. También con otros intelectuales de su generación –José Luis Mangieri, Roberto Cossa, Andrés Rivera, Juan Carlos Portantiero− formó parte del grupo que se desgajó rumbo a otras variantes de la izquierda, a principios de los 60, y no mucho después, cuando empezaba a cobrar fuerza el impulso hacia la lucha armada en el país, entró a la izquierda peronista a través de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, luego integradas a Montoneros, y fue en función de las tareas en esa organización que en 1975 viajó a Roma.
Ahí, ya en el exilio tras el golpe de 1976, supo de la desaparición de su hijo Marcelo y de su nuera embarazada (los restos de Marcelo fueron identificados por el equipo de Antropología Forense a principios de 1990) y de las muertes o desapariciones de Miguel Ángel Bustos, Francisco Urondo y Rodolfo Walsh, entre tantos amigos y compañeros. Y ahí, también, atenazado por el dolor y la extranjería, escribió los más estremecedores poemas sobre el genocidio dictatorial, sobre las pérdidas y las derrotas, enfocados desde la más lúcida, incierta y desgarrada intimidad, que en ese caso es una intimidad política. La información dice también que en 1977 se fue de Montoneros, que no pudo volver a pisar suelo patrio hasta que, en 1988, la Cámara Federal de Apelaciones invalidó una orden de captura en su contra, y que en 2000 pudo recuperar a su nieta Macarena, apropiada por la dictadura uruguaya, tras una intensa y ardua búsqueda en la que cumplió un rol decisivo su esposa, la psicoanalista Mara La Madrid. A todo esto puede agregarse su relevante labor de periodista, primero en el diario La Hora y luego en medios como Primera Plana, Panorama, La Opinión, Crisis o Noticias y, finalmente, las lúcidas contratapas sobre política internacional que enviaba a Página/12.
Sin embargo, lo principal que deja Gelman es su poesía, una de las experiencias más extremas, singulares e iluminadoras que ese género produjo en lengua castellana en las últimas cinco décadas. «La voz seguramente cambia –escribió su autor en el prólogo a su antología personal que Ediciones Desde la Gente, el sello del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, publicó en 1993−, pero las obsesiones no: el amor, la niñez, la revolución, el otoño, la muerte, la poesía, siguen sumiéndome en la abierta oscuridad de su sentido, obligándome a buscar respuestas que nunca encontraré».
—Daniel Freidemberg