12 de junio de 2014
Premiado por su trabajo en cine y en teatro, ahora también dirige una ficción en la TV Pública. La marca de la formación religiosa en su vocación. Historias de un autor prolífico.
Si je suis perdu, c’est pas grave / Si estoy perdido, no es grave. Así se llama el largometraje estrenado hace unos meses por Santiago Loza, uno de los creadores más prolíficos y estimulantes del teatro y del cine argentino actuales. Premiado en los dos ámbitos, no es raro que varias de sus obras estén en cartel simultáneamente, mientras rueda o presenta sus películas en distintos festivales del mundo. Este año también suma a su currículo el rubro televisión, porque es autor y director de Doce casas. Historia de mujeres devotas, la serie que se puede ver en la pantalla de la TV Pública.
A diferencia del título de su último filme, este dramaturgo, guionista y director no parece estar nada perdido en su trabajo artístico. Y si lo estuviera, su búsqueda sería fructífera, tal como la de los personajes de esta película inclasificable, con formato de apuntes al estilo pasoliniano, a mitad de camino entre la ficción y el documental. Surgido de una convocatoria francesa para desarrollar en Toulouse un taller-laboratorio con actores sin experiencia frente a la cámara, en Si je suis perdu… confluyen, quizás más claramente que en sus trabajos anteriores, las disciplinas cinematográfica y teatral, en las que viene explorando y cosechando éxitos desde hace por lo menos 15 años.
A fines de los 80, Loza comenzó las carreras de Cine y Letras en su Córdoba natal, pero luego las dejó. Ya instalado en Buenos Aires, retomó los estudios en la ENERC, formándose en guión. Escribió y filmó varias películas, pero en 2005 entró en crisis con el cine (recién volvería a estrenar tres años más tarde), y se inscribió en la carrera de Dramaturgia de la EMAD (Escuela Metropolitana de Arte Dramático). «Siempre he escrito, desde chico, pero había ido virando hacia la escritura de cine, que es más fría y pragmática. Cuando me hice guionista, algo de lo literario se había resentido», recuerda.
«El cine es muy expulsivo de lo literario, mientras que con el teatro fui defendiendo el hecho de que el texto pueda ser leído autónomamente más allá de la puesta», apunta. Lo que es claro es que la tarea de escribir en sí misma lo atraviesa y lo define: «Me puedo imaginar que en un futuro deje de hacer cine porque me canse; con el teatro, también podría pasarme, pero si dejo de escribir, será que me abandonó la escritura, porque yo no estaría dispuesto a abandonarla». Un momento fundacional en esa dirección fue en su primer año de la secundaria. Ocurrió «en un colegio complicado de curas y varones solos durante el último año de la dictadura», precisa. Allí, un profesor de literatura leyó una de sus redacciones y vio en ellas un escritor en potencia. «Fue una de esas figuras que te salvan, que señalan algo que quizás uno no tenía tan consciente».
La formación religiosa fue tan constitutiva en su vida que, hasta los 15 años, creyó que su vocación era sacerdotal. «Yo era extremadamente creyente, pero tuve una crisis de fe. En ese momento, me di cuenta de que el sacerdocio iba a ser distinto, no religioso. La fe, a veces, va mutando hacia otros espacios que no tienen que ver con el dogma de la Iglesia. En mi caso, la vocación por la escritura ocupó todo», asegura.
Tuvo que pasar la barrera de los 40 para poder procesar toda esa historia y, recién entonces, aquella entrega y convicción religiosas empezaron a filtrarse en sus trabajos. En La mujer puerca, maravilloso monólogo interpretado por la actriz Valeria Lois y dirigido por Lisandro Rodríguez, el personaje busca infructuosamente la manifestación de una señal divina y la obtención de la santidad. Cabe señalar que el propio Rodríguez, a su vez, se destacó como protagonista de La Paz, el filme de Loza que en 2013 fue elegido Mejor Película Argentina del BAFICI.
En su primera incursión como guionista y director televisivo, también reaparece el tema de la fe. En la serie Doce casas. Historia de mujeres devotas, Loza abordó pequeñas ficciones semanales que giran en torno a cierta forma de creer del Interior. «En la tele no hay mucho espacio para esos planteos ni para la experimentación, pero la TV Pública nos dio plena libertad para hacerlo. Me divertía la idea de armar un teleteatro, con humor y melodrama. El artificio del género posibilitaba la palabra, pero nos quisimos correr del coloquial televisivo», relata. Todas las historias están ambientadas en la década del 80, a fines de la dictadura, con la transición de la tele blanco y negro a color de fondo. «Situarlo en otra época permite alejarse del naturalismo y volver todo ligeramente extraño», afirma Loza.
Doce casas…, que está proyectándolo hacia un mayor espectro de audiencia, profundiza una veta que empezó a aparecer en su último cine. Al igual que en textos como Nada del amor me produce envidia, Todo verde o Mau Mau, Loza hace zoom sobre seres anónimos y se mete en historias microscópicas donde, sin embargo, «parece como si los personajes estuvieran poseídos por una fuerza mucho mayor que la pequeñez que les ha tocado en su existencia». Quizás sea por eso que el público puede sentirse identificado con lo pequeño, pero también con lo poderoso de este multifacético autor, cuya producción invita a perderse en ella una y otra vez.
—Victoria Eandi