21 de mayo de 2021
Pablo Blasberg
Hace años solía jugarse un partido de fútbol emblemático de nuestra cultura: solteros contra casados. Hoy sería imposible. Entre la diversidad de estados civiles –un separado no es lo mismo que un soltero– y la variedad de situaciones de género, no se podría hacer un solo partido, sino algo parecido a la Copa Libertadores. Pero lo que sí hoy se puede jugar, sería un partido entre contagiadores y cuidadores. Porque hay de los dos y aunque parezca mentira en variados países, incluso en los llamados del primer mundo.
Como las naciones más poderosas no largan las patentes, ni las vacunas, ni guita, ni nada, los países como el nuestro no solo tienen que negociar cada jeringa, sino que después hay que rogarle a las personas que ayuden y no contagien. Es de locos. Uno lo piensa y no lo puede creer.
Mientras hay gente que hace más de un año vive guardada debajo de la cama sin ver a nadie y cuya salida más larga ha sido para ir al baño, otros parecen vivir de joda permanente, hacen fiestas, van a Cancún que está al horno y en donde en el hotel el que te hace el check-in es un virus con gorrito, claro, cuando vuelven –incluso si hubo que pagar para repatriarlos– contagian hasta al loro.
El mundo está muy loco.
Estamos frente a un virus que no solamente muta cuando se le canta, siempre para peor, sino que provoca una enfermedad de la cual todos los días aprendemos algo nuevo: un nuevo síntoma, un nuevo deterioro, una novedosa complicación. Una enfermedad sobre la que cada día se sabe algo distinto, lo que nos lleva a la certeza de que estamos frente a una malaria de la cual no sabemos nada.
Por eso pensamos que lo mínimo es tomárselo en serio. Que esta pandemia nos jode mucho, por supuesto, pero estar vivo y sano es siempre un poco mejor que estar muerto o enfermo, poco o mucho hoy… y no sabemos mañana.
Sin embargo multitudes enteras se lo toman a la chacota. No pueden ir a la cancha, van al hotel donde concentran los jugadores; no pueden ir al boliche, arman uno en la casa. Y después cuando los vemos en un hospital con tubos hasta en el tujes, susurran: «Te juro que jamás pensé que a mí me podía pasar».
Yo creo que son los menos los que piensan que no les podía pasar, porque la mayoría ni eso piensan. No piensan nada. O piensan que todo es una trampa de los Estados para esclavizarlos. Y estos negacionistas, que suelen ser violentos, que promueven el método Bolsonaro, están aquí, en Europa, en los Estados Unidos, en todas partes. Con una realidad social planetaria como esta, cada vez más fascista, les juro que hacer planes para el futuro es más difícil que bailar el tango con dos zapatos izquierdos.