11 de febrero de 2015
En su regreso al escenario, Julio Chávez acepta un mano a mano para hablar de sus obsesiones y sentimientos. Las expectativas para un año que lo tendrá como protagonista en teatro, cine y TV.
Falta poco más de una hora para que Julio Chávez salga al escenario de la sala Cortázar del Complejo La Plaza, donde acaba de reestrenar Red, la obra que invita al espectador a conocer un personaje peculiar dentro del mundo de la pintura: el letón Mark Rothko. El actor se mira al espejo. Está serio, no ofrece sonrisas gratuitas, aunque es amable, cortés, un caballero. Invita un café, él pide otro, cortado.
Luce tranquilo, pero impone sutilmente un respeto singular, probablemente por lo que significa Chávez, uno de los mejores actores –subjetividad mediante– de una actualidad que ofrece grandes intérpretes. Y hace saber que se viene un 2015 demandante, ya que protagonizará Signos, unitario que se verá durante el segundo semestre en El Trece. Otro compromiso lo llevará al cine: El Pampero, película de Matías Luchetti, cuyo rodaje está previsto que se inicie en estos días.
«Hirsch», dice el cartelito que cuelga en la puerta del camarín, como también las pinturas que están en las paredes. Se trata de su verdadero apellido, ese con el que firma sus propios cuadros. «Estas pinturas son las que expuse en el Centro Cultural Recoleta y me gusta que estén acá», señala. Y sigue con la recorrida de imágenes que adornan las paredes. «Mis padres queridos», dice, acariciando la foto. «Acá este es Karl Marx, aquí Fernando Pessoa», continúa. «Los tengo acá, a la vista, para recordarme todo el tiempo que soy un enano».
–¿Estás fresco para encarar el exigente año que se te viene?
–Ya a esta altura del partido no tengo la esperanza de la frescura.
–¿Te tomaste vacaciones?
–Estuve en Mar del Plata 48 horas. Y me pareció más que suficiente.
–Vos y el ocio no se llevan bien, ¿no?
–No es la mejor palabra para mí, no tengo una buena relación. Pero a la vez creo que sería injusto decir «necesito descanso, necesito vacacionar». No me pasa, en serio.
–Cuesta imaginarte 15 días tirado en una hamaca paraguaya.
–Es raro, muy raro, no imposible. El tiempo libre no existe en mi vida, porque si tengo un momento libre, lo ocupo rápidamente con una tarea. Disfruto trabajar, disfruto estar ocupado en lo que hago, que me apasiona. Si el otro viera el paisaje que me rodea cuando estudio, cuando me preparo, cuando ensayo o cuando leo, me comprendería. Me gusta mucho, es tan ideal que por qué no voy a seguir apostando a esta ocupación.
Arte de la interpretación
Chávez es de esos actores que, por su dimensión, invitan al reportero a estudiar a fondo al personaje, a evitar el piloto automático. Y él es capaz de sorprender diciendo: «Más que actuar en sí, lo que más disfruto de mi profesión de actor es resolver las problemáticas de los personajes. Diría que la interpretación en sí pasa a un segundo plano». En el caso de Mark Rothko (pintor radicado en Nueva York, que vivió entre 1903 y 1970), al que personifica en Red, lo considera «un tipo muy atractivo, porque es un ser humano exitoso e imperfecto, polaridad que lo atormenta, como nos pasa a todos cuando advertimos y descubrimos que no somos dioses».
–¿Sabías algo de Rothko antes de hacer la obra?
–Tenía una idea, pero no en profundidad. Ahora siento que lo conozco un poco más. Es de esos personajes que a mí me atraen por su vitalidad, por su pasión y humanidad. Acá el espectador tendrá otra vez la posibilidad de chusmear lo que es el taller de un pintor, conocer sus debilidades, sus contradicciones.
–¿Es un espectáculo solo para los entendidos de arte?
–En absoluto, no es académico ni museológico. Por supuesto que se habla de arte, pero de manera sencilla. Que la gente no tema con acercarse a un hecho artístico creyendo que tiene que saber: es un espectáculo apto para seres humanos. Rothko es un personaje muy conocido en el mundo de la plástica y muy desconocido fuera de ese mundo. Seguramente, la mayoría de la gente que venga no sabrá del personaje, aspecto que yo considero atractivo. No es Picasso, no es Pollock, no es Dalí, pero a mí me gusta zambullirme en la vida de alguien del que se sabe poco y nada.
–¿Siempre estás satisfecho con los trabajos en los que te embarcás?
–Es que nunca hice algo que me generara insatisfacción. Sí me metí en trabajos que salieron mal, que me provocaron dificultades, pero siempre lo hice con ganas y placer. Las dificultades forman parte del oficio y del aprendizaje.
–Sos masoquista y debés disfrutar de esas dificultades.
–Disfruto el dolor, je. Las dificultades son necesarias, te permiten crecer, aprender a evitarlas en el futuro. Y muchas veces no pude ni supe cómo resolver esos problemas, ¡qué le voy a hacer!
–¿Cómo te topaste con el texto de la obra?
–Me enteré de que Pablo Kompell, productor del Complejo La Plaza, tenía un material sobre un pintor que yo andaba buscando. Se lo pedí sin la menor intención, de verdad. Luego de leerlo, Kompell me lo ofreció con gusto y, ante esa posibilidad, solo le pedí que me dirija Daniel Barone, que si bien no tenía experiencia teatral, nos conocíamos muy bien. Y Pablo fue muy generoso e inteligente.
–¿Por qué arriesgaste con Barone, un novato en el mundo teatral?
–Aposté por un ser en el que creo, estoy convencido de que tiene mucho más conocimiento del mundo teatral del que él mismo piensa. Cuenta con una noción y una humanidad que tienen que ver con la escena, que lo hacen contar con una experiencia y conocimiento impensados para él. Siempre creí que Barone debía dirigir teatro, simplemente por todo lo que hace en televisión. Y por suerte no me equivoqué.
–No te debe poder dirigir cualquiera…
–Nooo, hay que bancarme a mí, hay que tener aguante. Y Barone sabe llevarme: ya me tomó el pulso.
–¿Te puede poner límites?
–Por supuesto que sí. Además del cariño que siento por Barone, le tengo una profunda confianza, me entrego trabajando con él: no me pongo paranoico, me relajo. Y cuando digo «bancarme» es porque me conozco, porque tengo mi mirada, mis maneras, mi carácter. Pero Barone sabe cómo llevarme.
–¿Sos bravo para trabajar?
–No, bravo no. Soy una persona insegura, tímida y asustadiza. Y a veces me protejo casi atacando. Pero es un mecanismo de defensa.
–¿Te protegés atacando?
–Es un tema de expresión, de temperamento: es una manera inofensiva, nada grave.
Además de actor, Chávez es un pintor profesional que ha expuesto, vendido y que sigue en actividad. «Lo que no tengo es la pretensión de entrar en el medio, en lo comercial, en la faceta mercantilista del pintor», subraya. ¿Por qué no? «Renuncié a ese costado de la pintura, porque es una actividad que intenté hacer hace 20 años y no me fue como esperaba. Pero con el tiempo descubrí que a mí me gustaba, me interesaba trabajar en las artes plásticas, no en el mundo de los pintores».
–¿Qué querés decir?
–Que no tenía por qué defender un lugar diciendo «yo soy pintor». Yo soy actor por vocación y soy pintor por placer, no soy un actor que pinta. Igual, no tiene ningún sentido, es una lucha idiota. Disfruto enormemente pintar en mi taller y no tengo que demostrarle nada a nadie. Una vez que me convencí de eso, me relajé.
–Esta actividad debe haber ayudado para interpretar a Rothko.
–Sí, claro, me ayudó mucho. Es un personaje que, a diferencia de otros, lo encarno con más autoridad. Igual, es relativo, porque la obra Red la puede hacer un actor que no haya pintado en su puta vida y comprenderlo perfectamente. No hay que vivir las experiencias para asimilarlas.
–Claro, vos nunca fuiste puntero ni tampoco custodio y, sin embargo, los interpretaste con idoneidad.
–Pero comprendí cómo eran esos roles. Y en este caso, sí me vino muy bien, porque la pintura es algo que tengo en mi interior.
–Existe la sensación de que vos, arriba de un escenario o ante una cámara, todo lo podés. ¿Cuál es tu motivación como actor?
–Revalidar desafíos, ganarme al espectador. Yo tengo que sostener y justificar por qué una persona pagará una entrada para venir a verme. Y eso me estimula, me incentiva. Yo entro al escenario convencido de que debo volver a ganarme la confianza del espectador, mi carnet de actor.
Grandes modelos
Uno de los proyectos que más lo tienen entusiasmado en este comienzo de temporada es Signos, el unitario que empezará a grabar, en junio, para El Trece. «Estoy fascinando, la serie tendrá un binomio temático atrapante: la astrología y el crimen».
–¿Se puede adelantar algo acerca de la historia?
–Transcurre en un pueblo, donde un hombre tiene como plan ir matando a distintas personas que, por determinadas características, responden a los 12 signos del zodíaco. Y lo irá haciendo ordenadamente, de aries a piscis. Y cada persona morirá de acuerdo con la naturaleza de su signo.
–¿Cómo es tu personaje?
–No es un lumpen ni un marginal. Es un estudioso de la astrología, que en su infancia y adolescencia ha mantenido un estrecho vínculo con su madre, también especialista en los signos.
Cuenta el actor que brilló en Farsantes que es un competitivo nato. «Un competitivo sano», aclara. «Un competitivo que quiere ser competente. Si no, ¿de qué me sirve competir?», completa. Por eso, enfatiza que le gusta ser un tipo cada vez más competente, pero «sin joder a nadie». ¿Se siente un bicho raro? «¿Por qué?», se sorprende con la pregunta. «Me considero un tipo obsesivo y, en todo caso, un militante de esta manera de entender la cosa. Dentro de este marco, soy muy coherente y construyo mis principios en base a esta forma de ser, de la cual soy muy fiel. Y me la banco solito, sin echarle la culpa a nadie»
–¿A qué te referís con eso de no echarle la culpa a nadie?
–A que si fracaso, fracaso yo, sin culpar a nadie. Así como me hago cargo de mis inquietudes, de mis obsesiones y mis pasiones, también asumo y me responsabilizo por mis dificultades, por mis errores, por mi frontalidad.
–¿Qué dificultades, por ejemplo?
–Yo me considero un ser distante, por ejemplo. Soy un obsesivo de la construcción de esa cosa que se llama escena y, para lograrla, tengo que armar estrategias.
–¿Aislándote?
–Me aíslo. Cada uno tiene su manera. La mía prefiero que se construya así, porque yo no soy rápido, tengo mis dudas, mis inseguridades y necesito mi tiempo.
–Hay muchos celos en tu profesión.
–Yo no lo veo así, tampoco lo entiendo. Prefiero hacer un ejercicio de comprensión y sentir que la seriedad en el trabajo no tiene por qué generar afecto. Y así como puedo despertar celos, que no creo, puedo despertar antipatía. Puede ser y lo puedo entender. Hay que bancársela. Y me la recontrabanco. Hablo en el momento en que se enciende la cámara. Firmo contratos para eso.
–¿Sentís que sos el mejor actor del momento?
–No, no lo soy ni lo siento. Lo que sí siento es que voy mejorando porque quiero ser el mejor. Tengo modelos grandes, a los que no voy a llegar nunca. Pero me los pongo igual.
–¿Qué tenés que mejorar?
–Hay muchas cosas que tienen que ver con la relajación, con la fluidez, con el mejor decir, con el conocimiento del texto, que tengo que mejorar. Si me dieran una obra de Lope de Vega o de Calderón de la Barca, no sabría qué hacer, no estoy ni para empezar. A mí me falta mucha técnica. El oficio del actor es la cosa más hermosa del mundo. Y también es más difícil que la mierda.
–¿Cómo te llevás con la mirada del otro, con opiniones que a veces pueden ser muy críticas?
–Las críticas me pueden llegar a desarmar. Si a mí mañana me dan el Oscar y al día siguiente el portero de mi casa me dice «qué flojo el capítulo de ayer», al Oscar me lo tengo que meter ya sabés dónde. Por eso, como filosofía de vida, prefiero no leer ni saber nada de lo que dicen sobre lo que hago.
–¿Sos muy autocrítico?
–Sí, lo soy, lo que no significa que sea cínico conmigo. Tengo un verdadero espíritu religioso con mi trabajo y no me da pudor decirlo. No me da pudor la ilusión que tengo en la capacidad actoral: creo que todavía se puede ser mejor actor, creo en la palabra mejor, que es mi ambición. En serio, yo creo en la práctica, la evolución, en el maestro interno que te exija, que te haga ver que todavía faltan pulir aspectos. No me fatiga pensarlo, al contrario.
–Curioso que lo diga alguien tan premiado, tan elogiado.
–Yo tengo un maestro interno despiadado, muy exigente. Debe venir de mi formación, en la que tuve grandísimos maestros: Agustín Alezzo y Augusto Fernandes. Y entre los dos se complementaron de manera muy rica para mi naturaleza: fueron esenciales para mi formación y aprendizaje. Alezzo tiene un amor hacia el trabajo, una ética, un don de gente y una ternura que, por suerte, fue lo primero que mamé. Después vino Fernandes, un viento más fuerte, un carácter más complicado. Creo que si no hubiese tenido con Alezzo los cimientos de mi casita, tal vez Fernandes me la habría derrumbado. Construí solidez, porque Alezzo me enseñó a tener ante todo afecto hacia mí como actor; de lo contrario, no me hubiese bancado la mirada penetrante de Fernandes, con quien me fui perfeccionando. Y también me fue de gran ayuda Gandolfo. La verdad es que tuve un gran apoyo, una gran ayuda y grandes colaboradores en mi formación.
–Hablabas de ambición antes, ¿nunca te jugó una mala pasada?
–Mirá, te lo ilustro así: la ambición tiene que ver con el fuego. Y el fuego, para mantenerse, necesita cosas para ir quemando. El límite de la ambición es que todo fuego, en algún momento, se apaga. Hay ambiciones blancas y negras. Cuando uno se pone metas propias, no jode a nadie. Cuando esas metas tienen que ver con lo que está haciendo el otro, ahí sí uno se convierte en un ambicioso de mierda.
–Hace un tiempo, con la efervescencia de Farsantes, dijiste que te sentías en plenitud, una plenitud que no dejaba entrar a nadie en tu vida. ¿Mantenés ese estado de «plenitud»?
–La pizza grande de muzzarella nunca está totalmente cubierta de queso: siempre hay una parte que está vacía. Mi vida es esa pizza y es muy difícil que todo ese círculo esté cubierto de queso. Hay aspectos míos con más muzzarella, con más abundancia. Y hay otros vacíos, donde asoma la masa. Igual, en la actualidad, estoy más permeable, no me cierro tanto. Hago más sociales: el otro día fui a un cumpleaños y todo el mundo estaba sorprendido de mi presencia.
—Javier Firpo
Fotos: Jorge Aloy