De cerca

Frescura innovadora

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Isol se remonta al comienzo de su obra como ilustradora, que le valió un prestigioso premio internacional. Influencias y experiencias enriquecedoras. Su camino paralelo como cantante.

 

Cualquiera creería que Isol empezó a estar ocupada después de ganar el prestigioso premio internacional Astrid Lindgren, esa suerte de Nobel de la ilustración infantil. Pero no: ella siempre estuvo ocupada. Desde que le publicaron su primer libro gracias a un concurso de la editorial Fondo de Cultura Económica. O desde los tiempos en los que cantaba en la banda de electropop Entre Ríos. O quizás desde antes, cuando autoeditaba sus fanzines y empezaba a buscar su propia voz en el universo dibujado.
Del premio ya pasaron casi dos años y, en el medio, Isol grabó un álbum con el dúo Sima, que tiene con su hermano Zypce. Novela gráfica, se llama el disco-libro, cuya música va acompañada por una paleta de ilustradores amigos, como Decur, PowerPaola, Lucas Nine, Mariana Chiesa, Johanna Wilheim y Paloma Valdivia, entre otros.
«¿Señor, le puedo pedir una lágrima en taza grande? Y una medialuna. De manteca, por favor». El tono con el que se dirige al mozo del café Las Violetas, donde tiene lugar la entrevista con Acción, conserva un toque infantil: es la primera señal de que, efectivamente, todo lo que transmite en sus ilustraciones es genuino y personal. En cierta medida, lo que hace hoy es una continuación de su infancia, transcurrida a fines de los años 70.
«Mi familia era un poco atípica, porque mi mamá me tuvo muy chica, a los 17», dice. «A nuestro padre biológico lo tuvimos dos años y después ella se casó con el que para nosotros fue nuestro papá, pero tuvimos tres pares de abuelos, que en esa época no era tan común», continúa. Sus padres incentivaron su familiaridad con el arte. En plena dictadura militar y sin televisor a mano, cuenta, pasaba mucho tiempo dentro de su casa. «Hacíamos juegos y muchos de ellos tenían que ver con las mismas cosas que hago ahora: cantar, dibujar, contar historias, leer. Fue una infancia feliz», recuerda.
–¿Qué decían los otros niños cuando se enteraban de que no tenías tele?
–Era raro, pero capaz después me iba a lo de mi abuela y me devoraba ocho horas seguidas de tele. No era que no me importaba. Pero sí es verdad que eso me daba la oportunidad de aburrirme. Cuando uno se aburre, inventa cosas.
–¿Ahora te aburrís?
–Ahora me cuesta encontrar el tiempo del aburrimiento. Lo que me pasa es que me apasiono con muchas cosas. Todo el tiempo me dan ganas de hacer cosas diferentes.
–Hay un punto en el cual el niño deja de dibujar y jamás lo retoma, y se dedica a otra cosa.
–A mí me cuesta entender eso.
–La mayoría de los dibujantes asegura que jamás dejaron de hacerlo. ¿En qué momento te diste cuenta de que te estabas dedicando al dibujo?
–Estudié el secundario en un magisterio de Bellas Artes, entonces ya había una orientación avalada por la familia. Los dos tenían un trabajo para ganarse el dinero, pero mi papá hacía muestras, pintaba y escribía. Y mi mamá cantaba en muchos coros. Siempre había mucha admiración por los artistas. En realidad, fue también un poco un mandato. Creo que seguimos haciendo esas cosas porque eran muy festejadas en nuestra casa. Siempre estuve conectada con artistas, por esto de tener cerca materiales afines, personas que también eran pintores, escritores. Yo quería ser así, no quería ser modelo. De pronto me gustaban grupos de música que quizás no eran tan artísticos, digamos, pero en general me inspiraba esta gente y quería ser como ellos.
–¿Y cómo era el ambiente que se vivía en la secundaria?
–En ese momento, que era la apertura democrática, había gente con pelos de colores, punks, hippies. Yo estaba alucinada. Era un momento muy especial, era el 85, 86. Ahí pude ser yo: en la primaria no me encontraba mucho. En mi casa sí, pero en el colegio no. Hace poco tuve que releer Rayuela. Cuando estaba en el secundario, lo tuvimos que leer a la vez con varios amigos. Poníamos frases en las agendas. De pronto lo releí y me encontré frases que me sabía de memoria. En la primaria no la pasé bien, pero cuando entré en Bellas Artes fue como llegar a mi charco. Me sigo encontrando con amigos de esa época y me siguen cayendo bárbaro. ¡Qué suerte que tuve esos amigos! Porque es buena gente, sensible. A veces si no encontrás tu grupo puede ser duro. Así que tenía mucho apoyo y libertad en mi familia, y también los encontré a ellos.
–Al repasar tu carrera, ¿qué momentos sentís que te definieron?
–La palabra carrera me hace sentir que le tengo que ganar a alguien, no sé. Ahora, hay momentos que decís «pasé la pantalla», como al publicar con Fondo de Cultura Económica mi primer libro, gracias a un concurso que se hace todos los años. También fue muy importante el encuentro con un editor, Daniel Goldin, que dijo «me interesa mucho lo que hace esta chica». Eso más mis propias ganas, porque para sostener un proyecto es muy importante tener ganas, encontrar algo que te apasione y poder ponerle la pila que merece. Cuando te preguntan «cómo hiciste»… Hay momentos que son un plomo, pero si te gusta mucho, no te parece tan plomo hacer cien veces la misma carita hasta que te sale bien. Por eso uno elige hacer unas cosas y no otras.


–Es conocida la idea de Artl, que hablaba de «prepotencia de trabajo»…
–No sé si prepotencia, pero sí es cierto que hay que laburar mucho y dibujar una misma carita hasta que salga.
–Copi parecía hacer su «Mujer sentada» en 15 minutos, pero en realidad tenía pila de borradores.
–¡Claro! Porque buscás encontrar «esa» línea. No es que agarro las acuarelas y listo. Paso horas porque quiero que la línea tenga cierta expresividad y soltura. La gente me dice «no parás». Es que me gusta hacer muchas cosas y bien, o bien para mi propio estándar.
–¿Cuál es tu estándar?
–Sigo teniendo esa frescura y esa impunidad. No quiero estar pensando en el qué se espera o el qué dirán, porque eso te mata. Eso lo mantengo, pero también tiene que ver con mi adolescencia, ese gusto por el cómic, por lo alternativo. Yo siempre estuve y me sigo poniendo en un lugar alternativo, que me cuestione a mí a nivel plástico también. Trato de no hacer algo ñoño o predigerido. Encontrar yo misma algo que no hice. Mis referentes son del cómic, la pintura, las instalaciones, la poesía, gente que hace libros-álbumes también: son cosas que tienen cierta fuerza de lo que me gusta generar.
–¿Qué otras experiencias te marcaron?
–La primera vez que fui a Suecia. Me invitaron a un museo y, cuando vi la foto, empecé a saltar sola en casa: no podía creer que me invitaran ahí. Hacían una exposición de libros-álbumes de países escandinavos y de algunos otros países. ¡Y me llamaban a mí! Ya ahí dije: «Esto es algo loco». También pasaba que ese año o el anterior me habían empezado a nominar para el Astrid Lindgren. Muchos de los jurados eran especialistas en libros y uno de ellos había visto mis cosas y las había propuesto. La sola nominación en sí fue muy importante, pero en su momento yo no la vi. Bueno, también fue muy importante quedar finalista del premio Andersen. Pero hasta que me cayó la ficha y dije «esto es importante», pasó un tiempo. Bueno, en Suecia di unas charlas y poder ver qué pasaba cuando yo contaba o mostraba mis cosas, me hizo pensar «algo debe estar bueno de lo que estoy haciendo». Vi también que podía hacer un discurso de lo que hacía, que podía explicar, que podía inspirar y armar un canal.
–¿Hasta ese momento no habías pensado en tu discurso?
–No, es que como ilustradores tampoco se nos invitaba mucho a dar charlas. Por eso fue importante que acá empezara un lugar como el Foro de Ilustradores, que ayudó a crear una conciencia de autoría, de ser creadores. Como yo venía del cómic, me parecía obvio que el que dibujaba tenía derechos. Pero no lo era tanto para los que venían de los libros.
–Y eso que los dibujantes de cómics vienen medio vapuleados.
–Sí, pero el dibujante de cómics cobra igual que el guionista y a veces hasta más. Es al revés de lo que sucedía en los libros: el escritor cobraba su 10% de derechos de autor y al dibujante se le daba algo, como si hubiera hecho una salchicha. Ya la hiciste, cobrás y ya está. El editor se quedaba con los originales, en la tapa no estaba el nombre del ilustrador. A mí me parecía una ridiculez, pero como también empecé con libros en los que yo también era escritora, no me impactaba.


–Con respecto a los editores, muchos autores premiados aseguran que a veces tienen que camuflar lo que quieren decir, cuando abordan temas complicados en sus libros.
–Meten cosas sin que el otro se dé cuenta. Y ganan premios porque los jurados buscan lo arriesgado, pero los editores no tanto. Por suerte, el Fondo de Cultura Económica, que es la casa con la que publico más, está subsidiada por el Estado mexicano. Eso le permite arriesgar, pensar en que si no funciona un libro al principio no importa. Eso para mí es genial, porque le da mucho aire al libro para esperar que llegue a su público: es confiar en él. Los editores te dicen: «A mí me encanta, pero el público no lo va a entender». Eso me mata, ¡lo odio! ¿Vos sos mucho más inteligente que el público, entonces? Es que no lo sabés mover o mostrar. Si sos un vago, ¡jodete! Pero si respetás a tu público, podrías mostrarle por qué a vos te encanta. Hay muchas maneras: eventos, sesiones de lectura. Es raro eso, y me ha pasado. Siempre otro tiene la culpa: el dueño de la editorial, la colección que no encaja. Lo bueno de Fondo es que mantiene vivo el catálogo. Hay libros que publiqué en Francia que, si a los dos años no se venden, los hacen picadillo. Eso me parece horrible.
–¿Discutís con los editores?
–Siempre cuento que en mi primer libro tuve problemas porque decían que mis personajes eran psicóticos. Yo venía de Fontanarrosa, Quino, Crist, o sea: las caras locas eran lo más. Para mí era muy gracioso, pero en México no tienen esa línea y no lo decodificaban igual que yo. ¿Por qué están tan sacados esos personajes? No les parecía lógico. Lo que para mí era risa, para ellos era miedo. Fue la primera vez que me topé con el afuera y tuve que plantearme qué hacer, porque ese también era mi lenguaje. Traté de explicarles y también traté, yo misma, de ver si tenían razón. Y les hice una carta muy larga de por qué para mí esa imagen era una de las que me había generado el libro.
–Además de la ilustración, también te dedicás a la música. ¿Qué recordás de tus tiempos de cantante de Entre Ríos?
–Creo que el mejor recuerdo que tengo de Entre Ríos fue cuando estuvimos en un festival en España, que tocamos al mismo tiempo que Belle and Sebastian. En España teníamos mucho éxito y, a la vez, en ese mismo festival estaban Lou Reed o Kraftwerk. A veces miro los diarios de esa presentación y digo: «Este fue mi momento pop, ¿cómo estoy acá?». ¡Es alucinante! Lo que tiene el pop independiente es que no te ayuda mucho nadie: con Entre Ríos tuvimos que hacer 14 ciudades en 19 días, solo para cubrir los costos de los pasajes.
–Otro proyecto es The Excuse, el conjunto de música de cámara en el que también participa tu marido (el dramaturgo y actor Rafael Spregelburg).
–Siempre me gustó la música renacentista y barroca. The Excuse es un grupo hermoso, un placer alucinante. Tiene mucho éxito cuando lo hacemos, porque nos conectamos a esa música desde quiénes somos hoy: gente del siglo XXI tratando de evocarlo, pero también haciendo una cosa más de poner la carne ahí. Música de otra época, pero sin solemnidad: muchas canciones son a la vez historias buenísimas, y Rafa las cuenta con mucha gracia.
–Tu último disco lo grabaste con Sima: se llama Novela gráfica, algo que remite a la historieta. ¿Por qué el nombre?
–Pasa que si te abstraés de que se le llama novela gráfica al cómic, cada una de esas canciones cuenta escenas. Cuando tocamos, algunas personas dicen que ven cosas. El nombre lleva a diferentes climas y narrativas. Me gustó que se llamara así, porque primero está eso de que una novela puede estar dibujada, y luego que algo muy gráfico es algo que ves aunque no esté. También la obra de Liliana Porter que íbamos a usar tenía escenas que se continuaban: algo narrativo y con tensión.


–El disco incluye ilustraciones de varios colegas. ¿Por qué decidiste abrir el juego?
–¡Porque no quería hacer ni una! Quería hacer otra cosa. Además, el vértigo de que otro te dibuje es alucinante: es acercarte a otra gente, otras sensibilidades. Que hayan dibujado otros es un lujo, un honor.
–Repetiste algo que ya habías hecho en tu obra como ilustradora, donde jugás con el libro-objeto, pero ahora con el disco como objeto.
–Acá trabajó Laura Varsky, que es una diseñadora alucinante, que propuso lo del fueye. Y los desplegables lo pensamos con Martín Ramón, de Moebius. Como dibujante me daba cuenta de que era mucho más atractivo que, en lugar de tener seis paginitas, tenga una así, que te permite estirarte de un lugar al otro. Y me pasa que me gustan los objetos, no es lo mismo que ver un libro en un iPad. Hoy, si es por la música, uno se baja los discos. Me gusta generar una experiencia en quien tiene ese disco, que pueda mirar otras cosas: lo enriquece tener este formato. Siempre trato de hacer algo atractivo, que no se haya visto antes.

Andrés Valenzuela
Fotos: Jorge Aloy

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