28 de abril de 2015
Actriz, directora, cantante y docente, Cristina Banegas se define como una mujer «inquieta e hiperactiva». Con cuatro proyectos teatrales en marcha, repasa su vida y su carrera sobre el escenario.
Dice Cristina Banegas que tiene una tendencia a la hiperactividad. Que siempre fue así y que ya forma parte de su vida cotidiana. «Esa supuesta dispersión es, en realidad, complementariedad», traduce esta actriz y directora, pero también poeta y cantante, que dirige la puesta de danza-teatro Íntimos en su sala (El excéntrico de la 18) y acaba de estrenar la obra Los caminos de Federico en el Centro Cultural de la Cooperación. A las mencionadas se sumarán en junio La familia argentina, de Alberto Ure, y El don, de Griselda Gambaro, que llegará al Cervantes a finales de julio.
«Es un año movidito, como me gusta a mí, porque además inicié mi taller de actuación en mi teatro, que el año que viene cumple 30 años y que fue pionero entre los espacios alternativos», se enorgullece Banegas. «Al poco tiempo, Ricardo Bartís y Norman Briski abrieron sus salas y continuaron con la por entonces incipiente tendencia, que al día de hoy alcanza a unas 300 salas. Fantástico, único en el mundo», amplía.
La charla con Acción es en su bella y cálida casa, ubicada en un pasaje palermitano. Mientras conversa, Banegas pide permiso para fumar. Va a la cocina y trae bebidas. Luego camina en dirección al bucólico jardín y entreabre la puerta para ventilar. Y se dirige a la inmensa biblioteca, donde reacomoda unos viejos tomos. Explica que el diseño del imponente caserón fue obra y gracia de Cacho Vázquez, su marido fallecido en el año 2000. Inquieta y movediza, a los 67 Banegas luce fresca y sin una gota de maquillaje.
–¿Qué significa tu teatro, El excéntrico, dentro del circuito alternativo?
–Bueno, quizás debería opinar otro al respecto. Pero yo creo que es un lugar que marcó una tendencia. Tiene cierta mística y, en lo personal, fue el sitio donde yo pude investigar, experimentar y trabajar 7 años con Alberto Ure, una persona esencial en mi relación con el teatro y con la cultura argentina.
–¿Lo seguís viendo?
–Por supuesto. Lo visito y, más allá del accidente cerebrovascular que lo marginó del trabajo, sigue siendo un gran maestro, dueño de una lucidez fulminante. Ure es Ure: está inválido pero no perdió su brillantez, su humor, su ingenio.
–¿Te produce nostalgia visitarlo?
–Es una mezcla de todo: nostalgia, alegría y, también, una enorme tristeza, porque hemos compartido mucho. Me duele verlo así, impedido, pero trato de que su obra y sus libros circulen ante todo el que esté involucrado en el mundo del teatro y la cultura argentina. Ure es un gran argentino.
Caminos de la actuación
La trayectoria de Banegas es tan rica y extensa como inabarcable. Debutó en 1967, cuando tenía 19 años, en una obra para chicos, de su autoría: Requetebonete, con música de Leda Valladares. Después estudió con Augusto Fernándes y tuvo su bautismo en teatro para adultos con Juan Palmieri, junto con Alejandra Boero y dirigida por Walter Vidarte. «Ahí, por esas cuestiones del destino, me vio Alfredo Alcón, quien me invitó a ser su partenaire en Recordando con ira, de John Osborne, pieza con la que salimos de gira por todo el país. Desde entonces, estamos hablando de fines de los años 60, empezamos a tener una bella amistad con Alfredo, a quien pude ver, por suerte, en su última obra, Final de partida, de Beckett. Qué paradoja que ese haya sido su último trabajo», se acongoja.
–¿Fue el más grande actor que viste?
–Fue un actor inmenso. Creo que pocas personas tuvieron esa cualidad extraordinaria de Alfredo para construir una escena con la palabra y la poética del actor. Tengo mucho que agradecerle al querido Alfredo, que me enseñó mucho de todo lo que rodea al mundo de la actuación. Y además de su arte, era una persona maravillosa.
–¿El teatro te dio muchos amigos?
–Muchos compañeros de aventuras y travesías, con quienes hemos compartido un sinfín de cuestiones. Pero no solo el teatro me dio amigos. También la música, gracias a la conexión que tenía con El Club del Vino, que era de mi marido.
–¿Creés que el teatro construye mejores personas?
–Ojalá que así sea. Los que hacemos teatro laburamos mucho a pulmón, ensayamos maratónicas jornadas, invertimos esfuerzo, tiempo y nuestra plata sin pensar en ganar dinero. Entonces podría decir que son aspectos que te van haciendo una persona de bien.
–¿El teatro comercial no es lo tuyo?
–Y, no. Hice muy poco. Yo me desarrollé en el circuito alternativo.
–Elegiste otros caminos.
–Sí, lo tengo claro. Yo casi que me mantuve al margen del teatro comercial y de la gran máquina que es la televisión.
–¿Te trajo dificultades?
–No directamente, aunque no era, digamos, «conveniente» para los productores comerciales, que buscan nombres rutilantes, que estén siempre en la vidriera.
–¿Y qué opinás al respecto?
–Que es un criterio antipático, discutible, pero que existe y que uno no puede más que acatar si quiere formar parte. Son las leyes del mercado, al que no pertenezco.
–Cuando mirás para atrás y ves todo lo que hiciste, ¿sentís que sos la actriz que siempre deseaste ser?
–En algunas cosas sí, me siento identificada con mi recorrido, pero también asumo que tengo asignaturas pendientes.
–¿Por ejemplo?
–Me hubiera gustado hacer más cine. El primer papel fuerte en cine lo hice a los cincuenta y pico, cuando protagonicé Géminis, de Albertina Carri.
–¿Molesta sentirse marginada?
–Bueno, he ganado todo lo que tengo con mi trabajo a pulso, a pulmón y siento que tengo un lugarcito nada despreciable. Además tengo mis premios, mis medallas. He sido mencionada Personalidad Destacada de la Cultura. Y gané un premio Emmy internacional, por lo realizado en un capítulo de Televisión para la inclusión. ¡Flor de batacazo!
–¿Impensado?
–Totalmente. Inimaginable. Yo ya estaba hecha con estar nominada, con estar allí en Nueva York, pero no tenía expectativas. ¡Sabés los nombrecitos que estaban en el mismo rubro!
–Hasta que escuchaste tu nombre.
–Casi me muero, literalmente. Temblaba. Tiemblo cuando veo el videíto en Internet. Tenía un breve discursito en inglés, porque fui preparada para algo que suponía sería imposible. Mi inglés no es el mejor, pero creo que fue algo digno.
–¿Le das importancia a los premios?
–Siempre uno los quiere ganar, son mimos, pero no dejan de ser una arbitrariedad y algo bastante azaroso. Pero no dependo de los premios, que creo que aquí los gané todos, para trabajar, ni tampoco me sirven para que me convoquen a rodar películas.
–¿Tenés planes para actuar en televisión este año?
–Sí, estoy por empezar a grabar un ciclo de programas sobre Juan Gelman en Canal Encuentro que me parece sumamente interesante.
Demoliendo teatros
Admite Banegas, una avezada en materia teatral, que su objetivo cuando sale al escenario es poner toda la carne al asador. «Yo siento que hay que salir y ganarse al público demoliéndolo, rompiendo la cuarta pared y tocarlos, rozarlos, conmoverlos. Yo lo hago. Lo primero que pienso es: “No te vas a olvidar nunca de esta noche, la concha de tu madre”. Me sale esta cosa de negra rencorosa, negra resentida», dice, sonriendo como si estuviera bajo la piel de uno de sus personajes.
–¿Este vigor es lo que les inculcás a tus alumnos?
–Absolutamente. Aunque no es sencillo transmitir la pasión, lo intento, hago el mayor de los esfuerzos. De todas maneras, eso no se enseña. Uno se va formando y construyendo en los ensayos y, luego, esa construcción intenta volcarla a la hora de pisar el escenario.
–¿Te sentís más cómoda ahí, en el escenario, o así de civil, siendo Cristina Banegas?
–Prefiero la ficción, el personaje, que es mi vida. Así, de civil, como decís, me siento cómoda estando detrás, allá lejos, intentando ser invisible.
–¿Te cuesta salir de tu rol en la ficción?
–Si bien actué toda mi vida, no me cuesta mucho entrar y salir del personaje. No pienso en la actuación como un trance difícil, del cual sea complejo salir. La verdad es que no creo en esa mitología de que el personaje toma prisionero al actor. O que te llevás el personaje a tu casa… Yo soy inquieta por naturaleza, pero sé cuándo estoy en la ficción y cuándo en la vida real. Ningún trabajo me deja insomne.
–Tu mamá, Nelly Prince, es otro símbolo de la escena. ¿Sigue en actividad?
–Mamá está bárbara, es una reina, tan profesional siempre. Este año estará nuevamente en El jardín de los cerezos, de Chejov, que habíamos hecho juntas el año pasado en el teatro San Martín. Esta vez no la podré acompañar porque me comprometí con la obra El don, que Griselda Gambaro escribió para mí.
–Más allá de la profesión que las une, ¿mantenés una buena relación con ella?
–Claro, hace tantos años que la yugamos juntas. Es más, ya soy más grande que ella, je. Es una persona extraordinaria, con una memoria y lucidez fastuosas. Por suerte está muy encendida, llena de vida y tan sana… Toquemos madera.
–Antes mencionabas a El Club del Vino, un reducto musical irrepetible.
–Un lugar único, con una magia y una mística irrepetibles. Eran fiestas lo que vivíamos allí con el gran maestro Horacio Salgán y compañía, qué fantástico. A lugares como El Club del Vino se los extraña horrores. Una pena inmensa: no solo cerró, sino que lo demolieron, lo que para mí es una historia dura, imposible de digerir. Pero mientras duró fue extraordinario, gracias a la pasión y el amor de Cacho Vázquez, que pretendía que fuera el mejor lugar de tango de Buenos Aires.
–¿Lo logró?
–Yo creo que sí. Cacho fue el artífice de la reunión del Viejo Quinteto Real, rebautizado Nuevo Quinteto Real, con Salgán, D’Elío, Marconi, Agri y Giunta. Tocaron durante 8 años, todos los sábados. Y teníamos visitas ilustres como el mismísimo Barenboim y artistas del exterior que venían especialmente a El Club del Vino a ver a maestros como Salgán.
–¿Qué recuerdo te queda de semejante lugar?
–Que fue un símbolo porteño, un reducto sin igual y, en lo personal, fue la felicidad en carne viva.
–Sos una amante del género, cantás tangos, ¿qué letra te representa más?
–Hay muchos tangos que me gustan, pero no los pienso en relación a mí y a cómo soy. Por otra parte, soy aficionada a los tangos viejos, no a los más conocidos. No te diría que me siento como una Malena o como La Morocha. Soy habitué de los tangos reos, de las décadas del 20 y del 30. Mamá, en cambio, sí interpreta los tangos más modernos, los de los hermanos Expósito. Los míos pasan por Celedonio Flores, Rosita Quiroga. Descubrí un yacimiento de mujeres del tango fantástico, que fueron pioneras pero que pocos se encargaron de reinstalarlas.
–¿A Nelly Omar la conociste?
–Sí, claro, Nelly fue una institución. Estuvo muchas veces en El Club del Vino y, cuando celebró sus 100 años de vida cantando en el Luna Park, la fui a ver, lógicamente. Nelly, por ser de esa época, era defensora de los tangos reos.
–Hablamos de tu mamá, pero también está tu hija, Valentina Fernández de Rosa, que dirige tu teatro, El excéntrico de la 18: tres generaciones de mujeres fuertes.
–Lo somos, sí, lo advierto y es un orgullo formar parte de esta dinastía. Y te digo más: está Sofía, una nieta de 23 años, que estudia teatro y viene pidiendo pista.
–¿Cuánto te ayudó haber sido una actriz de autogestión?
–Fue fundamental en mi historia tener la posibilidad de gestionar, producir y dirigir teatro sin depender de nadie. Como decía Alberto Ure: «Hacer teatro es como asaltar un banco: hay que tener una buena banda y un mejor plan». Pero lo que más rescato de ser una actriz de autogestión fue que siempre hice lo que quise. A veces me fue mejor, otras peor, pero siempre convencida de lo que quería.
–Qué privilegio.
–La verdad que sí. El gran privilegio es la independencia. No tiene precio. Nunca dependí de los poderes mediáticos, nunca acaté para tener, nunca me obligué a ser sumisa para tener un laburo. Que el casting, que el llamado telefónico, que la selección para un determinado rol… Eso puede ser muy cruel, más en este oficio que es tan inestable y con una continuidad relativa. Es difícil poder vivir de la actuación, y lo es también para mí.
–¿Incertidumbre que atenta contra la fragilidad emocional del artista?
–Absolutamente. Vuelvo a citar a Ure, mi maestro, que ironizaba: «Los actores somos gente con primaria incompleta», porque estamos mal armados, mal construidos, con problemas de identidad, hipocondríacos y paranoicos, dependientes de la mirada del otro, pero a la vez asustados de que alguien nos descubra.
–Dicho así, actuar parece un suplicio.
–Es que es bravísimo, en serio, pero a la vez es maravilloso. Qué contradicción… No sabés lo que es depender de la mirada del otro, del respeto, del aplauso. Un actor debe tener un nivel emocional de hierro, además de intentar conseguir una regularidad laboral.
–En su última visita al país, Serrat decía que se mantiene en actividad por la necesidad de que lo quieran. ¿A vos te sucede algo similar?
–Sí, coincido. Todos necesitamos que nos quieran. Esa mirada, ese amor y ese intercambio y relación con el público, es clave, fundamental: a los artistas nos nutre. Y a la vez no deja de ser extraño. Para el público, nosotros somos parientes lejanos. Y ese aplauso de un auténtico desconocido es un combustible para los que estamos arriba del escenario.
–¿Qué te enorgullece de tu carrera?
–Creo que la coherencia. Sí, la tuve en mi relación con el teatro, con mi ideología, con mi ética. Y no es poca cosa.
–¿Tenés ganas de tomarte un descanso?
–No, no sé no hacer nada. Me da un poco de fobia. Prefiero el estrés de no dar más, que el vértigo del tiempo libre. Me paralizo con el ocio, no sé por qué. Será porque soy una mujer de armas tomar. Me gusta estar siempre atareada.
–Es la pasión por lo que hacés.
–Y por la relación con la acción, ni más ni menos. Yo amo mis trabajos y me comprometo mucho con lo que hago. Y eso te lleva la vida. Sí, te lleva la vida.
—Javier Firpo
Fotos: Jorge Aloy