28 de abril de 2015
La expresión «la maldición del oro» pocas veces fue tan cierta como en Marmato, un pequeño pueblo en el departamento de Caldas, en Colombia. Dicen que el lugar era hermoso, casi en la cima de una montaña muy alta con una impresionante vista al valle del río Cauca.
Ya en épocas de la colonia llegaron aventureros atraídos por el metal amarillo. Eran tiempos de la leyenda de El Dorado, la fastuosa ciudadela colmada de riquezas que nunca nadie encontró. Hoy Marmato es un lugar devastado. La vegetación de la montaña despareció. Cientos de galerías y un laberinto de túneles se internan en el cerro, donde los mineros trabajan en condiciones inhumanas, sin siquiera los más básicos guantes o antiparras. Los derrumbes son cotidianos. Las galerías se van ampliando con explosiones de dinamita «chuza» o casera, que muchas veces explota en las manos de quien la transporta. De ello dan fe los mendigos ciegos y mancos que se ven en las calles del pueblo.
Aunque algunos mineros tienen pequeñas linternas a pilas para alumbrarse en los socavones, la mayoría utiliza antiguos faroles de carburo. Trabajan a mano pelada con picos, palas, cinceles y martillos durante todo el día o la noche, que dentro de la mina es más o menos lo mismo. En los túneles el calor es asfixiante. La falta de oxígeno nubla la razón, la humedad castiga como lluvia y el suelo es incierto, lleno de pozos, precipicios y zonas inundadas por las filtraciones.
La montaña pertenece a una empresa minera establecida cerro abajo, pero la mayoría de las galerías están ocupadas por mineros independientes o «artesanales». En un precario equilibrio de fuerzas, rudos hombres de toda Colombia se dividen pedazos de túneles y, cuando es necesario, defienden su lugar a golpes o tiros.
Pero el mayor desastre ecológico sucede dentro del propio pueblo, donde los molinos o «entables» muelen las rocas de las minas y utilizan cianuro, ácido sulfúrico y todo tipo de químicos para extraer y purificar el oro. El desastre se completa cuando arrojan los desperdicios a las quebradas, hilos de agua que bajan de la montaña llevando los residuos tóxicos al río Cauca. En algunos sitios la montaña está teñida de azul por efecto del cianuro y en varios otros se acumula el lodo envenenado que sale de los molinos.
Los trabajadores de los entables, como sus colegas mineros, no tienen ningún tipo de protección. Manipulan delicados químicos a mano desnuda, sin antiparras ni ventilación, en sitios peligrosos porque las rocas se muelen con maquinaria muy pesada. Como en los socavones, los accidentes son cosa de todos los días.
Si bien los mineros llegan atraídos por la idea de la riqueza rápida, son muy pocos los que logran siquiera una vida digna. Solo los dueños de los entables pueden considerarse hombres afortunados. La mayor parte de los aventureros acaba sus días temprano, víctima de accidentes, carcomidos por enfermedades pulmonares o intoxicados luego de la exposición a químicos peligrosos.
Aunque hoy se sabe que El Dorado fue producto solo de la fantasía y la ambición del conquistador español, la fiebre del oro sigue cobrando nuevas víctimas en Colombia.
—Texto y fotos: Diego Giudice