10 de enero de 2023
El capitán de la consagración argentina en Oriente mostró no solo su faceta de crack sino también de caudillo. Postales de una gesta épica y gloriosa.
Modo Dios. Al frente de una pandilla de talentosos, el capitán de la selección argentina de fútbol tomó el cielo por asalto.
Foto: NA
Pasado el alivio, pasada la euforia, observar de nuevo a Lionel Messi declarando luego de la dura derrota ante Arabia en el primer partido del mundial resulta revelador. Es un hombre golpeado, sí, pero lejos está de caer en el desasosiego, mucho menos en el autocastigo. Su lenguaje corporal ya es un dato: es alguien que desde hacía cuatro años que pensaba obsesivamente en ese partido, un partido que perdió de manera decepcionante y, sin embargo, en sus ojos palpita una chispa de convicción. Dice el 10, a minutos de haber terminado el penoso 1-2 del debut: «Nos costó mucho hacer el partido. Hubo algunos condicionantes. Muchos chicos que juegan su primer partido de mundial. No son excusas: no salimos como teníamos que salir. Así y todo, fueron dos jugadas aisladas». Y agrega, sin haber bajado la vista ni una sola vez: «Confíen, no los vamos a dejar tirados».
Además de alcanzar la cúspide deportiva, además de abrazar la gloria planetaria de una manera tan asombrosa que hasta la calificación de épica resulta insuficiente y anodina, Qatar 22 significó la consagración absoluta del Messi capitán, un hombre que además de inventar jugadas también se convirtió en el guardián de sus compañeros. Esos compañeros eran sus pares, sí, pero esta vez también fueron sus protegidos, sus fieles seguidores. En Doha vimos a un Messi paternal, un Messi infinito y revolucionario.
La inolvidable cabalgata de la figura del PSG por tierras árabes nos dejó un puñado de impactantes secuencias que revelaron el filo punzante de su personalidad, patrimonio que, como sus tiros libres o incluso el manejo de su pierna derecha, fue macerando y perfeccionado conforme pasaron los años, hasta llegar a Doha, donde no solo brilló como crack, sino también como caudillo.
Su faena ante Holanda la recordaremos como una parábola de su peripecia en Oriente: fue capaz de reinventar la geometría contemporánea en la jugada del primer gol –con un pase que solo él imaginó– y de sacudir los cimientos de la corrección, yendo a buscar al técnico rival, viboreando por las estribaciones de la noche con el mentón levantado, demostrando que el partido o la batalla, o al menos ese partido y esa batalla, no solo se jugaba en la cancha sino también en su liturgia posterior. La palabra guapo, en su versión más adocenada, la de aquel que responde una provocación con otra, nunca había sido incluida, hasta ese anochecer en el Golfo, en la amplia constelación de virtudes atribuidas al astro.
Sabiduría futbolera
Fino y lúcido analista del juego, Jorge Valdano comparte esa mirada: «En todo lo que hace (Messi) hay bravura competitiva», escribió luego de la final del mundo. Y agregó, en una de sus exquisitas columnas del diario El País de Madrid: «Pero también hay algo pedagógico, como si quisiera decirnos, en cada intervención, el fútbol es esto. Yo le creo y es hermoso ver que ya todos le creen porque lo que hace es difícil, bello, útil y emocionante. ¿Qué más hace falta para querer a alguien? Messi ha elegido el mundial de Qatar para hacer resumen, mostrándonos destellos gloriosos, síntesis que contienen la totalidad del fútbol».
Su actuación ante Croacia en la semifinal podríamos definirla como definitiva, como la performance de un sujeto que alcanzó la erudición, o sea, la comprensión ontológica del arte que desarrolla, pero que no está dispuesto a resignar ni uno solo de los detalles que lo llevaron a la cima, ni siquiera aquellos que son subsidiarios de la juventud. Porque la manera en la que doblegó la resistencia del enmascarado Gvardiol en el tercer gol, con una combinación relampagueante y esquizoide de aceleraciones y frenos, marchas y contramarchas, le debe tanto al Messi del 2012 –o al de la Play station– como al milagro de la biología que anida entre sus células. Fue uno de los momentos más apoteóticos del torneo.
Qué decir sobre la final, entonces, si lo que vimos no fue una actuación sino la construcción de una catedral de la cultura, una obra de la civilización que trasciende el deporte y que lleva entre sus pliegues todas las facetas de la aventura del hombre: deseo, drama, amor, locura, zozobra, heroicidad, triunfo. Necesitábamos a un Messi en modo Dios para someter el despiadado andar de ese cyborg a sangre llamado Mbappé. Y así ocurrió. Messi lideró a su pandilla. Juntos tomaron el cielo por asalto.
Después llegó el Messi de los festejos, el hombre que le dio rienda suelta a su rosarino interno, esa marca de fábrica que las largas temporadas en Catalunya y en París no lograron profanar. Messi es Rosario en su argot, en sus modos y hasta en los mates. Lo vimos y notamos libre y encendido: sonriente, extasiado, saboreando de ser el mejor, sí, pero también disfrutando de una paz tan ansiada como merecida. Ya no habrá nadie posado en su hombro susurrándole al oído: «Che, todavía te falta una copa».
En el epílogo del film El Caballero de la noche, en una especie de breve alegato final humedecido de melancolía, el personaje de Gary Oldman dice sobre Batman un par de conceptos que bien podríamos trasladar a la figura del genio argentino: «No es el héroe que merecíamos, sino el héroe que necesitamos. Es nada menos que un caballero resplandeciente. A veces la gente necesita más que la verdad; necesita tener su fe recompensada».