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Hernán Carbonel

Baumgartner
Paul Auster
Seix Barral
261 páginas

Desenlace. Dueño de un estilo único, Auster llegó a ver publicada su última novela.

Foto: Getty Images

Estamos en 2018. Baumgartner ha enviudado hace una década. Para él, Anna es parte del síndrome del miembro fantasma, como si le hubiesen amputado a su compañera de años. Un accidente, el azar: entró al mar para un chapuzón y regresó sin vida. Y él, que no pudo hacer nada para evitarlo, se encontró para siempre con «el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella». Le quedaron, sí, entre tantas otras cosas intangibles, cajones llenos de poemas, manuscritos autobiográficos, relatos, reseñas, traducciones, obras inconclusas.

Pero ahora, a pesar de que es consciente de la cercanía del ocaso de su existencia, y este no es un dato menor, en Baumgartner –protagonista de la última novela de Paul Auster, que llegó a publicarla pocos días antes de su muerte– se está operando un cambio, como en todo personaje que se precie de tal. Profesor en Princeton durante casi cuatro décadas, autor de nueve libros y múltiples obras breves sobre política, filosofía y estética, un hombre que «no cree salvo en la obligación de formular preguntas aceptables sobre el significado de estar vivo, aunque sepa que nunca será capaz de encontrar respuestas», decide jubilarse y dedicarse a la conclusión de su última novela, Misterios de la rueda, donde indaga sobre el papel que cumplen los automóviles en la vida humana contemporánea.

Hasta que ese mismo azar le depara una sorpresa: una tal Beatrix Coen lo contacta para proponerle una exégesis de la obra de su fallecida esposa para su tesis universitaria, que implica instalarse en su casa para llevar adelante el trabajo. Y entonces Baumgartner verá en esa mujer una proyección de aquella a la que perdió, de la hija que nunca tuvieron, incluso del libro que acaba de terminar.

Escrita en presente continuo –esencia pura del tiempo–, profusa en referencias políticas (el ser estadounidense, «gringolandia», los inmigrantes ilegales, la guerra de Vietnam, recorridos por Ucrania), Baumgartner no escapa a los tópicos de la narrativa austeriana por excelencia.

Sobre todo, la metatextualidad y la autorreferencialidad: escritorios, habitaciones cerradas, llamados telefónicos equivocados, sujetos a los que les explota una bomba en la mano, personajes que desaparecen de un día para el otro, textos dentro del texto y, claro, lo nominativo: el apellido de la madre del personaje (Auster, por supuesto) y el nombre completo de su esposa, Anna Blume, idéntico al de la protagonista de El país de las últimas cosas, novela distópica publicada en 1987, de la cual Alejandro Chomski realizó una excelente adaptación fílmica en 2020 con la colaboración del mismísimo Auster. Y no podía faltar ese tono tan propio –la piedra de toque del autor–, que es el del Wakefield de Hawthorne, integrando al lector a la trama que se le narra.

Baumgartner es un juego de espejos, un ejercicio caleidoscópico, el reflejo de un elemento sobre otro: ahí se encontrarán, en un paseo en auto, Beatrix Coen y los misterios de la rueda. Pero es, sobre todo, una bellísima oda al amor perdido, a la irrevocable y necesaria voluntad de una persona para seguir viviendo tras esa pérdida, y a la consciencia de la propia finitud, que puede resumirse en una frase: «vivir con miedo al dolor es negarse a vivir». Porque cuando un personaje llama a una puerta desconocida tras un hecho impredecible, comienza el último capítulo de su historia. Quizás porque lo sabía es que lo hizo: a la luz de su reciente partida, Auster escribió en Baumgartner el desenlace de su historia.

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