14 de enero de 2025
Cada día es una vida
Osvaldo Aguirre
Ediciones del Camino
144 páginas
Trama oscura. En los cuentos de Aguirre hay estafas, traiciones, sobornos, asesinatos y venganzas.
El policial es un género siempre a punto de agotarse y siempre en estado de reinvención. No en vano, después de los fundacionales Poe, Conan Doyle y Hammett, surgieron variables imposibles de enumerar. No es gratuito entonces que Cada día es una vida abra con una cita de Svetlana Alexiévich de Los muchachos de zinc: «La literatura se ahoga en sus límites».
Podría decirse que los cuentos de Osvaldo Aguirre van más hacia la línea del hard-boiled estadounidense que a otras corrientes del género: la corrupción lo ha ganado casi todo, las instituciones están en jaque, el fin justifica cualquier medio y la ley es un mecanismo imperfecto, porque el crimen es ley. Es el mundo hipócrita en el que vivimos, como bien dice Marcos Herrera en la contratapa.
Estafas, traiciones, delaciones, falacias, sobornos, asesinatos, manipulaciones, bandas narco, violencia de género, desarmaderos de autos, mafias, enfrentamientos armados, venganzas, prestamistas y transas: esos son los temas que recorren estos diez cuentos de extensión variable (pueden ser seis o veinticinco páginas). «No se podía confiar ni en la policía ni en la Justicia», dirá uno de los personajes.
Entre los protagonistas hay marginales, incluso borders, algunos definidos por sus apodos (Caracú, Virulana, Chivo, Tarta, Matasiete, Chocolate), como si en el sobrenombre anidara una identidad desdibujada. Están jugados, les cuesta ver como posible otro destino que no sea el que les ha tocado, aunque en el fondo se asome la ventana de la redención: se ven en la obligación de revelar una parte de sus verdades, si bien deben esconder otra para no condenarse a sí mismos. Van de los barrios de Rosario –sea en los márgenes o en el centro– a los countries de Buenos Aires, de rutas perdidas a villas miserias, de Granadero Baigorria al Paraguay.
Los narradores ansían la justicia, de la manera que sea, con los escasos medios que tienen a su alcance. Porque quizás esa es la marca de identidad de estos textos de Aguirre: el uso invariable y efectivo de la primera persona, pero con una búsqueda humana a la vez que estética: la fuerza con que los personajes toman la palabra –los tonos, la jerga, la cadencia propia de la oralidad–, ya que lo que buscan es un receptor para sus declaraciones, sus confesiones. Necesitan reflejar con la palabra su relación con el mundo, ya que lo trascendental, lo necesario, es contar como único modo de acercarse, aunque sea un poco, a la verdad. Y esa búsqueda estética es patente en el ritmo narrativo: la velocidad con la que se suceden los hechos y su posterior recreación es como un tren desbocado que no conoce de señales ni pasos a nivel.
Muchas de estas historias tienen un fuerte anclaje en la realidad. La más notoria es la que da título al libro, donde entre pescadores, policías, limpiavidrios, la Corriente Clasista y Combativa y el abismo entre pobreza y riqueza, aparece el mural de Pocho, el ángel de la bicicleta (Claudio Lepratti, el militante social asesinado por la policía de Santa Fe durante la crisis de diciembre de 2001, que inspirara la canción de León Gieco). «Cada día es un día por delante para llegar hasta la noche y contar la historia como la estoy contando», sentencia el narrador. «Cada día es una vida».
Es que «los detalles hacen verosímil la historia», dirá uno de los personajes de «Mataconcha», y esa máxima funciona a la perfección para estos cuentos de Osvaldo Aguirre.