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Hernán Carbonel

Mirlo
Guillermo Saccomanno
Seix Barral
143 páginas

Búsqueda. Saccomanno le pasa la escofina al pasado con una escritura fragmentada.

Foto: Juan Quiles

Podrían rastrearse, al menos, tres antecedentes de Mirlo. Cuadernos de la amistad en la obra de Guillermo Saccomanno. El del atajo es El viejo Gesell, historia de la fundación de la villa, una crónica que se fue publicando por entregas, repercusión y polémica mediante. Más cerca está Un maestro, especie de biografía del Nano Balbo: militante, docente, conoció la detención ilegal, volvió del exilio para enseñar en una comunidad mapuche. Balbo y Saccomanno se habían conocido en la colimba en 1969 y una feria del libro en San Martín de los Andes, en 2008, volvió a unirlos. Balbo relata, el escritor novela: «Yo cuento, vos escribís». Pero quizás el mejor ejemplo sea Antonio, ese pequeño volumen publicado en 2017, homenaje a la vez que réquiem para Dal Masetto, el amigo recién partido. Ya decía allí Saccomanno que «toda carta a un muerto, por sincera que parezca, tiene su impostura».

En ese sentido, Mirlo también es un libro sobre la amistad, sobre aquellos que están o estuvieron, pero que se cuestiona lo que somos en los demás y hasta dónde nos es dado revelar vivencias ajenas. El autor se pregunta cómo un sujeto se convierte en personaje y, entonces, otra vez entra en juego la ficción, con sus alcances y sus limitaciones. Las vidas de hombres y mujeres aparecen recortadas en unas pocas escenas, porque un nombre es igual a una historia.

Ahí están el francés, lector de Roque Dalton, amigo de Gelman, dueño de un hotel a dos cuadras del mar, hijo –como varios– del destierro costero autoimpuesto, un tipo que no se jacta de las experiencias vividas así hayan sido tantas. Y por supuesto está Juan Forn, las afinidades y los toreos que se resolvían a través de los libros («en la pasión literaria nos parecíamos a lo mejor de nosotros mismos»), las correcciones mutuas de textos, los préstamos de ejemplares, el amor por los autores anglosajones, centroeuropeos y rusos, la relación entre literatura y clínica. Saccomanno convenciéndolo de que Villa Gesell era su lugar. «Uno veía en el otro lo que el otro no veía», escribe.

40 años de amistad
En estas páginas también entra en escena Pablo, excompañero de una agencia de publicidad, que del exilio regresó a la tragedia nacional y personal. Y Riqui, oriundo de La Plata, periodista del canal local, casado con una maestra, también protagonista de la pérdida. Y Pepe, porteño, librero e hijo de librero, uno de los pocos que en las noches de invierno participa de las reuniones en el hotel del francés. Y los Santos, lugareños, gente de a pie, involuntarios constructores de tramas para una novela, que en su llegada a la villa lo tomaron como uno más de la familia. Y Adriana Lestido y sus fotografías.

De escritura fragmentada y atmósfera neblinosa, transitoria, no acabada, Mirlo es un relato que atraviesa los géneros y «desconfía de sí mismo». Confesional, íntimo, le pasa la escofina a un pasado que vuelve a encontrarse con su vida: elige la melancolía, pero sabe evitarla. Pero es también un libro metatextual, que se enrosca sobre sí. Entre itálicas, aparecen los cuadernos personales que empezaron antes de la escritura, la referencia a la obra misma, el work in progress. Un relato que se plantea lo inacabado de aquellos retratos. «Por más que me resisto a lo autorreferencial», dice, pega «el patinazo en el charco del yo». El título proviene de un libro de Vinciane Despret y su estudio sobre los pájaros. Saccomanno cita: «El canto me había dado el silencio. Lo importante me había tocado». Mirlo es un hermoso canto.

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