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Tras la pista de Sherlock Holmes

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Hernán Carbonel

El problema final
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara
317 páginas

Elemental. La novela del autor español parte de la estructura del policial inglés.

Foto: Getty Images

Es 1960. El actor Ormond Basil, célebre mundialmente por representar en una veintena de películas al detective Sherlock Holmes, está ya casi retirado de los escenarios, ha abandonado el alcohol y lleva una vida más contemplativa. Por una circunstancia fortuita es invitado a navegar con una pareja de amigos, y una tormenta los lleva a recalar en la isla griega de Utakos, ubicada en el mar Jónico. Allí quedan varados en un hotel; nadie puede entrar ni salir de esa isla paradisíaca con playas, ruinas de templos, fuertes venecianos, pinos y olivares.
Son doce sujetos de distintas nacionalidades los aislados temporalmente, «como en las novelas de Agatha Christie»: el escritor español de novelas pulp Paco Foxá; Pietro Malerba y su pareja Najat Farjallah; el matrimonio alemán Klemmer; dos amigas, Vesper Dundas y Edith Mander; el doctor Karabin; la señora Auslander, propietaria, sobreviviente de Auschwitz; el maître, Gérard; los camareros Evangelia y Spiros; y el mencionado actor. Todo es tan bucólico hasta que, por supuesto, aparece un cadáver. A partir de allí, al protagonista se le planteará un desafío personal, que lo situará en el desdibujado límite entre realidad y ficción: de interpretar un personaje a serlo hay una gran diferencia, piensa Basil, pero, tarde o temprano, caerá en su saco. Y habrá, entonces, una segunda víctima, y una tercera, que quizás estén, o no, relacionados entre sí de una manera lógica o azarosa.
Sobre esa estructura clásica del policial de enigma inglés está sustentada El problema final, la última novela de Arturo Pérez-Reverte; pero al narrador y cronista cartaginés no le alcanza o, mejor dicho, le sobra, al construir una historia amparada en el formato tradicional de la vieja escuela británica, y es ahí donde aparecen otras capas de la ficción.
Entre los vestigios del nazismo, y entreverados con un frondoso anecdotario de la cinematografía de la época (Errol Flynn, Tyron Power, Marlen Dietrich, Greta Garbo, Alfred Hitchcock, Clark Gable, Dave Niven, Ava Gardner, Charlton Heston, Robert Mitchum), los crímenes se irán articulando sobre las huellas de la producción de Arthur Conan Doyle (cada capítulo abre con un epígrafe perteneciente a su obra), a la cual el actor devenido detective –y el asesino, por supuesto– habrán leído puntillosa y repetidamente hasta citar de memoria. Esos pactos cómplices con el lector se establecerán, entonces, desde la metatextualidad y las referencias explícitas o implícitas a hitos inolvidables del género.
Los devaneos intelectuales entre el protagonista y el escritor Paco Foxá los llevarán casi a un análisis teórico, en sintonía con aquellos cuentos-ensayos del comisario Croce de Piglia: las diferencias entre el policial de enigma y el policial negro, el misterio de la habitación cerrada (Poe, Leroux), los orígenes del género o clásicos como Émile Gaboriau, Dashiell Hammett y Raymond Chlandler, entre tantos otros. Porque, dice Pérez-Reverte a través de su personaje, «el duelo en una novela policíaca no es entre el asesino y el detective, sino entre el autor y el lector». Y va más allá todavía: «Recuerde que estamos dentro de una novela».
El título no tiene otro origen que el relato homónimo de –otra vez– Conan Doyle, publicado originalmente en 1893 y luego incluido el tomo Las memorias de Sherlock Holmes. Y ese final se dará, como la ley exige, en el último capítulo, salto temporal mediante, titulado «Análisis post mortem», que habitará a su vez un nuevo enigma.

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