24 de mayo de 2024
La conductora de La peña de morfi compone un personaje tan autocrítico como enternecedor, que integra a las minorías y desarma la homofobia desde la televisión.
Empatía. Con sus modales de diva y su mirada irónica, Lizy es corrosiva y representa a muchas personas marginalizadas.
Foto: Ramiro Souto
Ser cercana y entregarse al cariño de la masa: solo unos pocos elegidos logran interpretar esa demanda de complicidad del colectivo «la gente común». Cuando a la turba catódica Telefe le asigna un signo positivo, subsiste el formato nunca del todo perimido del programa ómnibus, al estilo de La peña de morfi (con Diego Leuco y Lizy), último sobreviviente –junto con el Pasión Tropical, de América– de ese dejar estar la transmisión en envases extra large.
Son los descendientes lejanos de Sábados circulares, Sábados de la bondad, Badía & Compañía, donde no hacía falta tanto núcleo de sentido para concitar la atención del público. Allí las horas pasaban entre risas y anécdotas personales, en livings de entrevistas a las que siguen llamando «íntimas», y números musicales haciendo de separador entre los bloques charlados, la misma fórmula con transformaciones superficiales, desde hace 60 años; y eso pasa hasta en el streaming, donde la tevé se vuelve murmullo y antídoto contra la soledad del hogar.
Para ser empática, Lizy Tagliani se sitúa ante su interlocutor en la pobreza anterior, la ingenuidad, las buenas intenciones; la vida y el entorno barrial, pero sobre todo la capacidad de emocionarse, intensifican lo dicho, y el clímax se desata. Todo ocurre sin perder naturalidad. Lizy es la proyección directa del anhelo de fama de la mujer común: rompe y desestructura lo que se espera, como cuando se enamoró en el vivo de Trato hecho del portero Leo Alturria, y luego la pareja fue tanto tema del espectáculo como parte de su biografía; y también cuando se puso de novia con Sebastián, en el marco de sus romances mediatizados, tan visibles y legalizados como corresponde a su rango de figura farandulesca.
Lizy, como Florencia de la V (algo que no logró consumar Cris Miró, puesta ahora en el candelero a partir de su serie-biopic), deshicieron la vergüenza sobre la vida sexo-afectiva trans; la colocaron entre las instituciones de la normatividad general: el noviazgo, el casamiento, la adopción, la conducción en dupla de hombre y mujer (hoy en La peña…) son apropiados por la que, sin embargo, no deja afuera de sus intervenciones el recuerdo del nene reprimido y padeciente que pudo haber sido.
Olvidadiza, tenue, leve, hace acordar a la primera Susana: muchos de los rasgos que instalan a Lizy como figura fuerte –más nombre de pila que título de programa, como Marley o Santiago, que fue su mentor en la radio– se corresponden con «la diva», cruzada con el potencial revulsivo de la auto-ironía. Pero donde el blooper susanesco generaba una risa infantilizada, Lizy es corrosiva y representa y rebela a muchas personas marginalizadas. Ella tuvo solo comprensión tras la detención de su ex, Federico, aprehendido en un confuso episodio vistiendo sus ropas en la temporada marplatense 2017. Lizy se codea con el lumpen, reivindica su pasado en los antros gays y travestis, tiene calle, pero se dignifica corriéndose a tiempo en busca de sentidos ligados a la adoración de ídolos paganos. Toda figura que se reivindica como sentimental tiene destinado un caudal de expectativa y de atención de la opinión pública, y esta no es la excepción.
Carisma y voluntad
Ya no importa qué digan, si dicen: los suyos son signos afectivos que cultivan un «hacerse querer» como proyección de su imagen reidora, tarambana, estableciendo lazo intenso y fugaz. Ella es «la buena madera», la barrial, la que no oculta, la «sin máscara». Decirse fea, haber pensado en suicidarse tras mirarse al espejo –dijo–, en esa auto-fijeza de intención paródica: Lizy trasciende al figurón y se consagra como una comediante antiheroína, con varias décadas de referencias para monologar y soltar la lengua desacatada que le compite a La One. Pero nadie podría –ni osaría– pelearse mediáticamente con Lizy: estaría condenado al fracaso.
Como su amiga «la Negra» Vernaci, como Tortonese, como antes Fernando Peña hacen subsistir al «loquerío» alla Lemebel aun en tiempos de deconstrucciones: hacen durar el estereotipo del maricón porque saben –lo dijo en Chile Pedro Lemebel y en la Argentina Cristian Alarcón– que en esa pose de la marica, que Lizy cultiva desde el humor negro del transformismo bolichero de los 80 y 90, hay una furia canalizada en ternura, y una inadecuación originaria que se convierte por obra y gracia del carisma y la voluntad en su instrumento de conexión cuasi milagrosa, considerando el alto caudal de homófobos y de hetero-patriarcales que integran los públicos amplios.
Pocas veces se plasma: Lizy es un ídolo popular autoconsciente de su construcción como tal. «Soy la alegría», puesta a conducir el ómnibus que ella misma, entrevistada por Vero Lozano, inscribió en la línea del Folclorísima. La peña de morfi representa el espíritu de un país feliz y musicalizado; y Lizy es un signo que se le parece bastante a ese esbozo de identidad mediática nacional: ese ser y en simultáneo parecer, ese devenir bufón y al mismo tiempo rey, dentro de un ciclo fantasmagórico. Y, además, está su pulsión reactiva que le acentúa algunos de sus rasgos en presencia de terceros y, si en la pantalla «familiar» no para de jugar con el doble sentido sexual y rompe con el physique du rol de una conductora tradicional, cuando se junta con Vernaci, Tortonese y Peña, como sucedió hace poco en el streaming de Olga, acentúa la pátina naïf-emotiva, y aporta los sentidos empáticos faltantes entre la deshilachada comedia de estudiantina.
Síntesis y antítesis, el corazón desautoriza a la razón. La rápida comediante deshace su impostura sin que su máscara le sea menos eficiente al negocio. Así se hace fuerte el tábano que pica pero endulza, que excita y conmueve; hábil para el monólogo acelerado y para la atenta escucha y la pícara réplica al artista en La peña… y, antes, al hombre y la mujer comunes en Got Talent o El precio justo. ¿Cuánto contribuye un personaje como Lizy a que caigan los atributos de una homofobia tan enquistada que no se deshace ni con el matrimonio igualitario ni con el lenguaje inclusivo? Sin dudas, mucho: convierte la abyección con la que se condenó históricamente a los modos vinculares de las minorías sexuales en afecto y comprensión para simplemente ser, en primera persona del singular.