12 de julio de 2023
Martín Cristal nació en 1972 en Córdoba, donde vive. Obtuvo el Premio de la Fundación El Libro 2018/19 con su libro de cuentos La música interior de los leones y el Premio de Novela Corta de Cáceres, España (2017) con Aplauso sin fin. Sus novelas Las ostras (2012), Mil surcos (2014), Las alegrías (2019) y Los incendios (2022) conforman una tetralogía titulada Mudanzas a ninguna parte. Los cuentos de El sueño del tsunami (2021) también salieron en formato podcast.
Casi nada consigue distraerme cuando estoy leyendo un buen libro: esto, que considero una modesta virtud, es una capacidad que desarrollé gracias al ejercicio constante de la lectura en el transporte público. Con esa práctica diaria logré suprimir por completo la perorata de los vendedores ambulantes, la gárgara forzada de los motores, el chirrido de los rieles, los bocinazos de la calle y el murmullo general. No oigo la música machacona que sale de los parlantes ni el campanilleo frenético de los teléfonos ajenos. Solo escucho la voz de las letras, que se esfuerzan visiblemente por conservar la ubicación que les corresponde en cada página: no vaya a ser que, en una de esas frenadas que tanto abundan, se amontonen todas contra el margen o se caigan por los bordes del papel, dejando al libro blanco como un catálogo de servilletas descartables.
Para evitar tamaño desastre, las letras se aferran a sus lugares con esa tenacidad tan propia de su especie, si bien a veces no consiguen mantenerse firmes: exhaustas por el esfuerzo, algunas resignan sus posiciones, incurriendo en misteriosos intercambios (como, por ejemplo, cuando leemos «visitó» donde debiera decir «vistió»), en pérdidas de intensidad (algún acento que, rendido, se ha dejado caer fuera del libro o –si tiene más suerte– al renglón de abajo, donde pasa por una coma mal ubicada) e incluso en enigmáticas desapariciones (espacios injustificados que sugieren una letra perdida, una A o una H obligadas a errar sobre sus dos patitas por el asfalto o las vías del tren, vagabundas impenitentes, huérfanas de todo contexto que les devuelva un sentido).
Estos sucesos confunden o enfurecen a algunos lectores, que se alejan del curso del texto a causa de estos lamentables accidentes; creen que se trata de errores de maquetación, de ortografía o de tipeo. Por supuesto, no es así. Pobres letras, ¡qué culpa tienen ellas de haber sido impresas tan levemente! Yo las comprendo y no les recrimino si algún barquinazo las ha arrancado de su sitio. Ni siquiera estas catástrofes pequeñas son capaces de apartarme de la lectura.
No obstante, hay algo que sí me distrae al leer, algo que me interrumpe de manera brutal y molesta: me refiero al brusco crecimiento de mi barba. Tal vez mis capacidades perceptivas se hayan modificado a partir de la anulación de todas las otras distracciones iniciales. No lo sé. El punto es que, cuando conseguí desembarazarme de esas molestias vulgares, el ruido de mi barba vino a tomar su lugar. Supongo que al principio no lo captaba por ser más sutil, menos evidente que los otros ruidos.
De qué sirve buscarle explicación. Lo cierto es que sucede: abro el libro en la página que marca el señalador, empiezo a leer y entonces surge ese crujido elástico de la piel que cede ante el avance de los capilares. El crujido se engrosa y la piel de mi cara empieza a sentirse tensa, como el parche de un tambor. Esto culmina con la apertura de los poros, la cual constato por un sonido como de desgarro, y que asocio al de una minúscula burbuja que revienta. Solo que en este caso son miles. Una sorda explosión por cada pelo que aflora.
Durante un brevísimo instante se ensancha el silencio, como si los poros exhalaran su cansancio. Yo intento retomar la lectura. Me veo obligado a releer los últimos párrafos, que había seguido con la vista, pero que en verdad no había interpretado.
Entonces los pelos de mi barba empiezan a salir. Verticales, duros y ásperos como yesca. Al emerger, frotan los bordes del minúsculo foso que ocupa cada uno. Ese roce constante produce un sonido similar al chirrido de la tiza en un viejo pizarrón. Es un ruido que me exaspera: araña mis oídos al punto de obligarme a dejar el libro y tomarme las mandíbulas con ambas manos, en un intento de frenar esa estridente germinación. El quejido continúa pero amordazado, en sordina. Por fin decrece, o tal vez solo sea una impresión mía. En cualquier caso, por un momento, el proceso pareciera detenerse.
Pronto entiendo que no es así. Me basta con retomar mi libro para escuchar otra vez los chillidos vítreos de aquel rozamiento. Un corcho que frota una botella, y que no dejará de molestarme hasta que los pelos alcancen esa longitud después de la cual ningún cabello puede mantenerse erguido: su propia altura lo curva y lo hace caer, hacia un lado o hacia el otro. Puedo oír cómo cada pelo se desploma con el estruendo de un enorme pino silvestre, derribado por algún leñador lampiño y canadiense.
Alivio instantáneo: el chillido cesa. Puedo seguir leyendo mi libro, lanzarme en pos de sus páginas finales, que serán preludio para las de un siguiente libro.
Continuar, sin embargo, al rato se revela imposible: cómo hacerlo con el sibilante ruido de los pelos que, ya tumbados, ahora reptan sobre mis mejillas, mi barbilla y mi cuello. Cómo concentrarme mientras esas víboras se prolongan sin descanso, tramando la enredadera viviente que va cubriendo la parte inferior de mi cara. Cómo seguir mientras oigo a todas esas serpientes que ondulan sobre hojas secas, crujientes lianas que entretejen su sombra sobre mi piel.
Cuando eso sucede, solo me queda cerrar el libro y olvidar la lectura. Entonces, sí: antes de que pueda ver mi cara en el próximo espejo, las serpientes se retraen raudas hasta sus guaridas. Cada pelo retorna a su agujero y mi cara vuelve a lucir su aspecto normal, con una barbita inocente y algo desordenada, menos de náufrago que de lector distraído.
No hace falta aclarar que, pese a mis empeños, la lectura es una actividad en la que no he podido avanzar con la fluidez que yo quisiera. Juro que intenté aprovechar en su favor cada tiempo muerto en el transporte, cada recreo en las aulas y en los bares, cada intervalo en los conciertos, cada entretiempo en los espectáculos deportivos, cada caminata a la panadería y cada paseo en bicicleta. Aun así, la escandalosa emergencia de mi barba hace que los libros se me presenten como una vía demasiado ardua para enriquecer mi cultura. De ahí que, en aras de seguir cultivándome, he buscado otras expresiones artísticas que pudieran resultar de mi agrado, pero no he encontrado ninguna que me satisfaga de manera tan plena. Con excepción, quizás, del cine, que me atrae en más de un aspecto y del que en verdad me haría cultor, si no fuera que, en su cómoda penumbra, generalmente me resulta imposible soportar el acelerado crecimiento de mis uñas.