Cuento | Por Ignacio Molina

Dos gorriones

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Ignacio Molina

Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) publicó entre otros libros los volúmenes de cuentos Nueve versiones de Borges, Todos los minutos para vos y Los estantes vacíos, y las novelas Hogar es un signo de pregunta, El cuarto deseo y Los puentes magnéticos. Vive en Buenos Aires, donde trabaja como editor y coordinador de talleres literarios. Es autor del newsletter Sinestesia Salvaje. Integra la Subcomisión de Cultura del Club Atlético Excursionistas.

Mi hijo acaba de cumplir veinte años pero el gesto con que se concentra en el asfalto lo hace parecer bastante mayor. Yo estoy a punto de cumplir cincuenta pero el hecho de ir en el asiento de atrás me infantiliza. Hasta hace no mucho tiempo era yo el que lo llevaba a todos lados: cruzábamos la ciudad en colectivo a cualquier hora como dos adolescentes. Ahora él es el adulto que me lleva, por la autopista resplandeciente por el sol, y yo ni siquiera ocupo el lugar del acompañante principal: ahí va sentada su novia, una chica que conocí hace tres días y que por su edad nunca votó en una elección presidencial pero que ahora, al llegar al peaje, le habla a mi hijo como si fuera su esposa: «Acá tengo plata, amor». Se alza la barrera y avanzamos. Mientras a los costados pasan viveros, parrillas, hoteles y corralones de materiales para la construcción, yo pienso en hacerles algún comentario pero siento que nada de lo que dijera sonaría con el tono adecuado.

Mi papá me enseñó a manejar cuando yo tenía diecisiete años, en los caminos de tierra del campo de unos amigos, pero a mí nunca me atrajo la idea de sacar el registro. Ya de más grande sentí que tener un auto era algo así como una carga o una responsabilidad innecesaria. Y cuando nació Julián tampoco me decidí, a pesar de que Ariana me repetía que tener un auto me facilitaría la vida, que no podía seguir dependiendo de los demás para ciertas situaciones. «No podés seguir esperando al colectivo a las dos de la mañana», me decía, y cuando estaba más enojada me gritaba que si un día nos separábamos ninguna mujer de verdad me iba a dar bola, que a las mujeres de verdad no les gustaban los hombres que no habían superado la adolescencia.

 Ahora, mientras recuerdo todo eso mirando por la ventanilla, paramos en una estación de servicio. Julián me pregunta si necesito algo, baja del auto al mismo tiempo que Sofía y los veo caminar: ella busca el baño y él se mete en el kiosco. Mientras lo veo abrir la heladera exhibidora me pregunto cuándo fue que se convirtió en un adulto. Hace más o menos tres años, cuando dejamos de vernos seguido, se dejó esa barba que ahora luce como si la hubiera llevado toda la vida y que le camufla la cara de nene que, al menos para mí, siempre va a tener. Paga una botellita de agua y sale al encuentro de Sofía, que ya volvió del baño y tras decirle algo cruza la calle perpendicular a la autopista para prender un cigarrillo lejos de los tanques de nafta. Julián la alcanza, fuman una pitada cada uno y antes de tirar la colilla se besan fugazmente en la boca.

Cuando suben al auto, también al mismo tiempo, mi hijo vuelve a preguntarme si no necesito nada del kiosco y Sofía se ata el pelo en una cola muy tirante que deja ver la estrellita que lleva tatuada cerca de la nuca. Ariana, pienso, también tenía tatuajes cerca de ahí: dos gorriones enfrentados, como si estuvieran charlando, sobre un omóplato, y en el hombro opuesto dos orquídeas que se hizo de grande, cuando Julián ya estaba en la secundaria. Antes, apenas nos casamos, habíamos ido juntos a una galería del centro para tatuarnos nuestras iniciales: ella una J en la cadera y yo una A en un tobillo. Trato de recordar el tamaño de su J y me pregunto si la habrá camuflado con algo después de la separación o del nuevo casamiento.

Sofía y Julián deben haberse quedado bastante tiempo en silencio porque cuando los escucho hablar me sacan de mis recuerdos y mis preguntas. Ella cuenta que un tío suyo tenía una quinta por acá, que cuando era chiquita siempre venía a pasar la Navidad o unos días de las vacaciones. En esa quinta, dice, sus primos reventaban sapos y después los hervían en la cocina de los caseros. Julián cuenta que una vez vino a la casa de un amigo de Roberto para un cumpleaños, y cuando está por comentar algo más se frena de golpe, como si se hubiera arrepentido de haber nombrado a Roberto, y entonces yo pienso en decir que cuando era chico esta autopista no existía pero Sofía se me anticipa: dice que a esos primos no los vio más, que una noche su papá se peleó a las piñas con su tío y que desde entonces las familias jamás volvieron a cruzarse. «Ni siquiera para las Fiestas», aclara.

«Es esa», dice Julián después de otros segundos de silencio, y enseguida toma una subida de la autopista para girar a la izquierda y pasar por un puente hacia el otro lado. Maneja unos metros por la colectora y estaciona frente a una arcada de rejas negras. «Llegamos», dice. Al bajar del auto me doy cuenta de que en algún momento el cielo empezó a nublarse y estiro las piernas lentamente, primero una y después la otra, un poco para que circule la sangre y otro poco para hacer algo mientras ellos también bajan en silencio. Desde afuera parece una cancha de golf, pienso al afinar la mirada y ver la prolijidad del pasto y las copas de los árboles, y los tres juntos atravesamos la arcada y nos ponemos a caminar por las baldosas anaranjadas de la recepción.

Sí, podría ser una cancha de golf, pienso cuando bordeamos el césped por un sendero de pedregullo, si no fuera por la capilla vacía que vemos a nuestra izquierda y por los rectángulos grises que cada dos metros interrumpen el verde a nuestra derecha. Julián se adelanta, guiando en silencio. Camina serio y cada tanto se rasca la barba, como si estuviera tratando de acordarse de algo. Sofía vuelve a ponerse los anteojos negros y a medida que avanzamos se va rezagando, como si de repente se hubiera dado cuenta de que está muy lejos de poder comportarse como la esposa de Julián.

«Es acá», señala él, y lo primero que veo al pisar el césped es un ramo metido en un florero de forma acampanada. Los pétalos ya están marchitos. Calculo que esas flores deben estar ahí desde el día del entierro; supongo que las habrá dejado Roberto tras las palabras del cura. Recién al desviar unos centímetros la mirada y leer el nombre y el apellido de Ariana, recién al leer las fechas grabadas sobre el mármol, tomo conciencia de que no voy a verla más. Ya lo había pensado, sí, pero recién al leer la lápida se me agolpan las imágenes y los sonidos de tantos años en la garganta y en otros lugares del cuerpo que no puedo identificar muy bien.

Tras un leve mareo me agacho para tocarme un tobillo por encima del pantalón, a la altura de la A tatuada, y pienso en la J que su cuerpo todavía debe tener en la cadera. ¿Cuánto tarda un tatuaje en empezar a borrarse? ¿Cuánto tarda un ramo de flores en marchitarse por completo? ¿Se habrá camuflado la J con una R en algún momento? ¿O habrá asegurado que esa J era por la inicial del nombre de su hijo? ¿Entre las flores dejadas por Roberto habrá alguna orquídea?

Esas preguntas pasan desordenadas por mi cabeza mientras hago un esfuerzo por borrar de mi memoria los hombros filosos de Ariana y siento cómo Julián pasa un brazo por encima de los míos. Yo apoyo una mano en su hombro más lejano y de reojo miro a Sofía que ahora, parada a varios metros de nosotros, con la mirada perdida y los anteojos negros en la cabeza, vuelve a ser la nena que nunca votó en una elección presidencial. Dos gorriones surcan el cielo y mi hijo me abraza por primera vez en más de tres años, me habla al oído, tiembla sobre mi cuello y se apoya en mí como antes, como cuando todavía no se había dejado la barba o como cuando atravesábamos la ciudad en colectivo a la madrugada como dos adolescentes.

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