Cuento | Por Virginia Higa

El año de las explosiones

Tiempo de lectura: ...

Virginia Higa nació en Bahía Blanca en 1983 y estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Publicó las novelas Los sorrentinos (2018), que fue traducida al italiano, al sueco y al francés, y El hechizo del verano (2023). Desde 2017 vive en Estocolmo, donde enseña español y trabaja como traductora literaria.

El profesor de italiano
Cuando nos fuimos a vivir a Río Tercero era 1995, yo estaba en quinto grado y tenía un fuerte acento porteño, y como todos los porteños, pensaba que no tenía acento. Un día mi mamá nos dijo que había averiguado que en la calle General Paz había un profesor que daba clases de italiano. Como en Buenos Aires habíamos ido a un colegio italiano, pareció una buena idea que estudiáramos con él para no perder el idioma. Mis hermanos y yo empezamos a ir a clases los viernes a la tarde, y fue el primer lugar de la ciudad al que nos dejaron ir caminando solos.

El profesor de italiano era un señor bajito, de grandes ojos azules. Daba clases en el garage de su casa, donde había metido dos bibliotecas que cubrían toda la pared, y una mesa de madera con un mantel de felpa verde, parecido a la superficie de una mesa de billar. Descubrimos que era horrible escribir sobre ese mantel peludo porque con la presión de la lapicera se agujereaban las hojas. En las paredes había fotos de su infancia en Italia, adonde había ido a estudiar con el dinero que sus padres reservaron para él sacrificando a sus cuatro hermanos mayores, que eran más brutos y se habían quedado trabajando en el campo y completado nada más que la primaria en la escuela pública argentina.

–Este soy yo en el internado –nos decía señalando una foto– ¿no parezco un príncipe austrohúngaro?

Le gustaba hablar del origen de las palabras en latín y de la transitividad de los verbos, aunque no podía explicar exactamente qué era ni cómo detectarla en un verbo. Se definía a sí mismo con una palabra: «inocuo».

–Eso soy yo –dijo cuando surgió la palabra en una lectura– inocuo, que quiere decir inofensivo y que no le hace mal a nadie.

En verano usaba camisas de manga corta, y en invierno, las mismas camisas a las que la mujer les había cosido las mangas cortadas.

Nosotros teníamos que hacer un gran esfuerzo para no quedarnos dormidos. A veces nos agarraban ataques de risa de solo intercambiar una mirada. Otras, mientras el profesor leía algún fragmento de Manzoni o Pasolini, al que admiraba como poeta del fútbol, jugábamos a mirarnos fijo y el que se reía primero perdía. Después de un par de meses ninguno de nosotros le veía sentido a las clases, todo nos parecía igual de soporífero que una misa. Yo me aburría, pero pensaba que era sofisticado estudiar un idioma que a mis compañeros de la escuela les parecía inútil.

A veces teníamos suerte e interrumpía la clase algún linyera que tocaba la puerta para pedir algo de comer. El profesor de italiano bufaba un poco pero se metía en la casa y volvía caminando despacio con una bolsa de azúcar o un poco de pan. Antes de dársela al hombre que esperaba afuera nos miraba y recitaba: fatti non foste a viver come bruti.

Aprendí que en Río Tercero había dos poetas: el profesor de italiano y otro tipo, que recibía todos los reconocimientos, lo invitaban a la radio y tenía una columna en el diario local Tribuna. Ese poeta nunca usaba rimas en sus poemas y por eso el profesor de italiano, que escribía sonetos, lo despreciaba y llamaba a su obra «basura modernista».

–Le dieron otro premio a ese farsante –decía– qué porquería de poesía.

Cuando estaba de buen humor, o no tenía preparada la clase, se ponía los anteojos y nos leía fragmentos de sus propios poemas:

Recojo de la flor
su dulce aroma
y la delicada gracia
de la paloma

Con el tiempo nos dimos cuenta de que le tenía mucho miedo a la muerte. Una vez la clase consistía en practicar los pronombres interrogativos. Mi hermana le preguntó cuántos años tenía y el profesor, muy contrariado, respondió «eso no se pregunta».

La mujer del profesor de italiano daba clases de francés en ese mismo garage, en otros días y horarios. Un día entró en la clase para acusarnos de haber escrito con lapicera sobre el mantel de felpa verde. Estoy muy decepcionada, dijo. Mientras nos retaba el profesor miraba hacia abajo. Su expresión tenía una mezcla de cobardía y altura moral, la cara de los que presencian una humillación y se avergüenzan, pero en el fondo la justifican.

Explota la fábrica
Con el primer estruendo, a la señorita Lidia se le voló la tiza de la mano. Las cortinas verdes ulularon como en los documentales de Hiroshima, sopladas por una ráfaga invisible. Todo pasó muy rápido: en un momento mirábamos a la maestra que explicaba algo sosteniendo una tiza; un segundo después, como en uno de los efectos que usaban en El Chavo del 8, la tiza había desaparecido.

Nadie tenía idea de qué estaba pasando y las maestras nos sacaron al patio, donde nos sentamos y escuchamos el segundo estallido, que dicen que fue el más fuerte, y que si hubiese pasado en Buenos Aires se habría escuchado hasta La Plata. Alguien dijo «fábrica militar» y entonces varios nenes se largaron a llorar, porque sus padres trabajaban ahí.

La primera mamá llegó corriendo a buscar a su hijo mientras estábamos todavía en el colegio. Era temprano y mucha gente dormía, o recién se levantaba, cuando escuchó la explosión, y salieron a la calle sin pensar en la ropa. Esa mujer tenía el pelo largo teñido de rubio y llevaba puestas unas calzas blancas. Nadie pareció notarlo, ella tampoco, pero una mancha alargada de sangre le corría por el interior de los muslos.

La plaza San Martín, la más importante de la ciudad, se convirtió por unas horas en un campamento de refugiados. Nos llevaron ahí a todos los chicos para ponernos a salvo de posibles derrumbes hasta que nuestros padres nos pasaran a buscar o los bomberos nos llevaran a otro lugar seguro. Mi hermano, que estaba un grado más abajo que yo, se largó a llorar porque pensó que venía el Apocalipsis. Que en cualquier momento iban a aparecer los jinetes voladores y los insectos gigantes. A mis hermanos y a mí nos gustaban las historias de la Biblia, que nos llegaban siempre en versiones incompletas y levemente censuradas: la de la chica que se convierte en estatua, la del hombre que es obligado por Dios a tener hijos con sus hijas porque no queda nadie más en el mundo, la de los ángeles que llegan a una ciudad que es como Las Vegas, donde la gente, que es malvada, los quiere para divertirse de una forma que no entendíamos bien qué era. El Apocalipsis nos atraía y nos aterrorizaba a la vez, y de noche rezábamos para no estar vivos cuando llegara el fin del mundo. Yo creía mucho en Dios, y cada vez que entraba en una iglesia metía la mano en la fuente con agua bendita y me la pasaba por los granos de la cara, a ver si se me curaban.

Esa mañana, en medio del caos, el llanto de los chicos y las esquirlas que volaban, sentimos que quizás, después de todo, nos iba a tocar presenciar el fin.

Estás leyendo:

Cuento Por Virginia Higa

El año de las explosiones