Cuento | Por Carlos Dámaso Martínez

Terapia desocupacional

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Carlos Dámaso Martínez

Carlos Dámaso Martínez nació en Chilecito, La Rioja, en 1945 y está radicado en Buenos Aires desde 1973. Ejerció como profesor titular en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) y como investigador en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Entre sus últimos libros publicados se cuentan, en narrativa, El descubrimiento (2013), Emoción violenta (2015) y Una biografía secreta (2019) y, en ensayo, La seducción del relato. Escritos sobre literatura (2002) y Una poética de la invención. Renovación del fantástico en Bioy Casares (2014). Entre otros reconocimientos recibió el Premio Fondo Nacional de las Artes (1997), el Premio Eduardo Mallea de la Ciudad de Buenos Aires (1998) y el Primer Premio Ricardo Rojas Cuento-Novela (2003).

Ilustración: Marisa Rojo

A Nicolás lo llevaron a la planta baja del sanatorio. La médica que lo asistió le recomendó realizar una terapia especializada para que recuperara la motricidad normal de sus dedos. «En un ratito lo atienden» le dijo la joven de pelo castaño que lo recibió apenas entró en la sala que le habían indicado.

Enseguida vino una señora mayor. “Acá tengo tu ficha”, dijo, y le mostró la pantalla de una computadora que estaba sobre un escritorio cercano. De inmediato, le pidió que se sentara ante una mesa próxima y le tomó la mano para apoyarla sobre ella, donde le examinó los dedos, uno por uno.  Mientras lo hacía le preguntó a Nicolás si le dolían. “No, no”, respondió él. Enseguida, ella le dijo: “Para mí ya estás bien, yo te diría que no pierdas tiempo acá”. Pasaron unos minutos y por la entrada aparecieron tres tipos con overoles azules. “Buenas”, le dijo el más bajo a Nicolás y los tres se acercaron a donde él estaba. De pronto llegó desde el interior del salón un hombre grandote, con pelo enrulado. Miró a los tres de overoles y antes de que el más bajo hablara, les dijo: “Ustedes se vienen conmigo, es al fondo”. Y los fue llevando hasta desaparecer al final del pasillo. Luego vino la joven que lo había atendido al principio. Lo vio a Nicolás y le preguntó:

-¿Todo bien, ya te atendieron?

-Sí, creo que sí.

Nicolás se dejó conducir por la joven, que le dijo llamarse Karina, hacia un rincón cercano de la sala, donde vio un recipiente con un líquido algo caliente en su interior. Ella tomó un pincel y lo introdujo en el líquido y luego suavemente comenzó a pasárselo por la mano derecha, a medida que iba cubriéndola esa sustancia se iba convirtiendo en una capa blanca. Nicolás sintió una suave tibieza que invadía sus manos. Tuvo pronto las dos manos cubiertas por esa superficie blanca. Luego Karina, sonriendo, se las envolvió con una toalla pequeña y lo condujo nuevamente a que se sentara ante la mesa donde había estado antes.

Pronto Karina volvió a desaparecer caminando hacia el fondo del salón.  Nicolás miró sus manos cubiertas por esa sustancia blanca, se sintió algo ridículo y se preguntó: “¿Qué hago aquí?” En su estado de ensimismamiento no había advertido que habían entrado otros tres pacientes. Uno de barba blanca, le dijo: “nos derivaron hacia acá”.

No pasaron más de unos segundos que, nuevamente, apareció el tipo grandote de pelo enrulado y se llevó a los tres nuevos pacientes hacia el fondo del salón.  Algo desolado, Nicolás se levantó de la silla en donde había permanecido, y sintió el impulso de ver qué pasaba. Apenas llegó al misterioso final del salón descubrió una cortina marrón brillante y al descorrerla apareció el hombre bajito, vestido con el overol azul que había entrado con los otros dos, vestidos igualmente. Cuando se miraron, el hombre bajito le hizo señas para que se acercara. El gesto amable de este hombre le produjo cierta confianza y Nicolás avanzó hacia donde él parecía esperarlo. Vio que le extendía la mano y con una voz baja, le dijo:

-Mi nombre es Agustín. Venga conmigo, va a ver esta parte no tan conocida.

Luego de estrecharle la mano, Nicolás le preguntó:

-¿Y qué hay de especial?

-Nada de otro mundo, pero le aseguro que le va a interesar echarle una mirada. Sígame.

Y Nicolás lo siguió. Con suma facilidad entraron en una sala iluminada, allí encontraron a los otros dos hombres de overoles y al grandote de pelo enrulado, vestido con un jogging gris.

–Estamos en la Sala Celeste. Acá practicamos el poder de la corporalidad. Ya verá lo que es una performance del arte de la mímesis –dijo Agustín-. Vea, ahora empezamos la serie de los oficios y trabajos. Jorge es nuestro terapeuta –señaló al tipo grandote de rulos que se había parado delante de todos.

El silencio se apoderó de la sala. A Nicolás le pareció ver entre los allí presentes  a una chica como Karina. La sala, por la iluminación de unos spots, fue adquiriendo en sus paredes un tono celeste, del color de las franjas laterales de la bandera argentina. Y empezó la función. Agustín lo miró con cierta alegría, se había ubicado en la primera fila, a lado de sus compañeros de overol. Jorge, el grandote de rulos, parecía un director de orquesta al principio pero luego hacía una pantomima muy clara, se lo veía como un operario manejando un torno o un aparato similar.

Poco a poco, observando a Agustín y sus compañeros, Nicolás se dio cuenta que hacían los mismos movimientos que el maestro Jorge desde ese escenario sin tarima. Claro para él que los movimientos corporales eran ejecutados en silencio con una claridad extraordinaria. Como si fuera una orquesta perfomática, cada uno representaba su oficio, su trabajo, su identidad laboral de ese modo preciso, armónico y silencioso. Cuando toda esa escena concluyó, Nicolás aplaudió. Su aplauso se fue expandiendo como si fuera una explosión, fue el único ruido que inundó la Sala Celeste. Sin embargo, no se preocupó por eso, comprendió enseguida que él funcionaba como un espectador, que era claramente lo que era, al menos de ese espectáculo o esa performance desocupacional, como le explicó después Agustín, satisfecho y contento de que Nicolás hubiera visto todo eso y comprendido con sus aplausos que todos esos movimientos tenían una significación.

Al rato pasaron todos a la Sala Blanca, del mismo tamaño que la anterior, amplia, muy iluminada y por cierto con las paredes y el cielo raso pintados de color blanco. Era la sala donde se preparaba una marcha, según le dijo Agustín. Nicolás entendió que era parte del tratamiento desocupacional. Recordó que en los años noventa un amigo psicoanalista coordinaba un taller parecido para desocupados. En esa época, como en el presente, el gobierno de turno había provocado también con sus medidas económicas la cesantía de miles de trabajadores, operarios de fábricas, empresas, comercios y oficinas del Estado. El taller terapéutico estaba ubicado en los sótanos de un Hospital importante de la ciudad y funcionaba los días domingos, un día donde los desocupados se sentían más desesperados. 

En la Sala Blanca todos trabajaban. Allí varios preparaban carteles pintados sobre telas para ser llevados por dos o más marchantes. Algunos escribían en carteles de cartulina o cartones con consignas de pedidos de soluciones, frases de protestas, También preparaban reproducciones de cuadros famosos como “Sin pan y sin trabajo”, de Ernesto de la Cárcova.

Por cierto, Nicolás sintió que era un testigo de esa faena realizada por todos allí, aunque en un momento tuvo el impulso de acercarse a Karina, que armaba un muñeco de una mujer delgada, vestida humildemente. Cuando estuvo a su lado, Karina lo miró como agradecida de que los acompañara.

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