27 de junio de 2024
Florencia Abbate (Buenos Aires, 1976) publicó entre otros libros las novelas Magic Resort (2007) y El grito (2016), los volúmenes de cuentos Puntos de fuga (1996) y Felices hasta que amanezca (2017) y el ensayo Biblioteca feminista (2020). Compiló la antología de jóvenes narradoras Una terraza propia (2016). Doctorada en Letras en la Universidad de Buenos Aires, es investigadora del Conicet y una de las fundadoras del movimiento Ni Una Menos.
En la esquina de la calle Melo y el pasaje Bollini, frente al paredón del Hospital Rivadavia, que yo veía desde mi balcón del primer piso, vivía una mujer que se llamaba Casandra. Se había construido una especie de chocita cuyas paredes eran pilas de libros. La primera semana, fui a llevarle comida, un colchón que me sobraba en la pieza de mi hijo y un par de libros más; y siempre le daba charla e intentaba averiguar sobre su vida. Por la forma en que hablaba, deduje que no había nacido en la pobreza, sino que era más bien una desclasada.
Una vez pasó caminando por la esquina una joven actriz que vive en el barrio, y ella extendió hacia adelante su pierna, cortándole el paso, y disparó: «Dame cien pesos. Yo también fui famosa el año pasado». Casandra tenía un orgullo como de casta aparte. Me contó que le habían prohibido el café, el alcohol, los cigarrillos, cargar recuerdos y objetos pesados: «Tengo que fingir que no lo oigo», acotó. Otro día me dijo: «Yo no quiero perros, ni nada que requiera cuidados. Tampoco adornos. Juntan pelusa».
Pasado un mes, había tomado la costumbre de salir al balcón y mirar hacia la izquierda para ver a Casandra. Así supe que tenía un plástico para hacerse un techito cuando llovía, y un espejito de mano frente al cual se peinaba. Tomaba mate y leía. Y a veces despotricaba contra la gente del barrio: «¡No les creo!», les gritaba a los que pasaban, envuelta en una nube de humo de cigarrillo, como una bruja malvada. Por la noche, a veces hundía la cabeza en su propio regazo, se acariciaba el pelo y se quedaba dormida. Otras veces pasaba y la veía ensimismada, murmurando con aire misterioso sentencias cortas, fórmulas mágicas, por ejemplo, «Un colibrí no necesita ser burro de carga»; daba la impresión de estar interviniendo en sí misma, abovedaba en una manta, con la vista perdida en dirección al paredón del hospital y las piernas cruzadas sobre su colchón.
Me intrigaba su pasado y fantaseaba cosas: que había sido la oveja negra de su familia, que no habían querido ocuparse de sus problemas psiquiátricos, o que tal vez había vivido alguna clase de tragedia amorosa. Una vez le pregunté por un libro que estaba leyendo y obtuve esta respuesta: «¿Sabés que este escritor se casó por quinta vez a los 82 años? Un periodista le preguntó qué pensaba de sus fracasos amorosos. El le dijo que cuando era joven había vivido cinco años en París, y nadie le había preguntado por qué fracasó su relación con París. ¿Y si el amor fuera eso?», me interrogó.
A mi hijo le conté mi fantasía de que acaso la propia Casandra no recordara su vida. Me respondió que si Casandra fuera más joven hubiera podido exigirle a una empresa que le enviaran los datos suyos procesados por el algoritmo, y así obtener información sobre cuáles habían sido los lugares que había visitado, su tendencia política, sus consumos, los perfiles que stalkeaba, todo cuanto pudiera ayudarla a entender quién era. En ese momento me di cuenta de que las conjeturas que yo hacía sobre ella, sonaban demasiado mundanas para tratarse de Casandra. Tan insuficientes como resultan las interpretaciones de los psicoanalistas para explicar los sueños. «Quiero que me cuentes tu historia», me atreví a pedirle un día. «Mañana. Mañana te lo cuento todo», me contestó. Acomodó una pila de libros y dijo «Gracias a ellos yo vivo en varias dimensiones».
Alguna vez me pareció que ella se daba cuenta de que yo trataba de imaginarme cómo es que se pierden, de un día para el otro, las seguridades de toda una vida. Siempre nos sonreíamos con una complicidad extraña. Nuestros diálogos tenían ese tipo de fogonazos de belleza que no se dejan fijar en la memoria y menos en el papel. Cuando le preguntaba demasiadas cosas, se cansaba y sonreía con un plácido candor. Levantaba la mano dubitativamente hasta la cabeza, tocándose el cuero cabelludo y el duro cráneo debajo ‒dentro del cual yo suponía un material oscuro y maravilloso‒, y en sus labios flotaba una sonrisa dulce y meditabunda, no dirigida hacia mí sino desenfocada, impersonal, como si estuviera sumida en una calma insondable.
Transcurrieron los meses. Llegó junio. Oscurecía temprano y hacía mucho frío. Esa noche, cuando pasé por la esquina y me agaché para dejarle un paquete con empanadas, Casandra se aferró a mi brazo con el gesto de quien va a dar una opinión reveladora, y murmuró: «La mejor manera de no perder algo es no tenerlo». Nuestros rostros se encontraron de pronto aislados del mundo; sus ojos brillaban como dos estrellas en esa íntima penumbra. Un segundo después, me sonó el celular; y tuve que salir corriendo a buscar a mi hijo a la casa de su papá, que se había desmayado, presuntamente porque había comido por error unos brownies canábicos. Cuando volví con mi hijo, enojada, media cuadra antes de llegar, descubrí que había perdido las llaves de casa. El desconcierto fue todavía mayor al ver a una decena de agentes de tránsito cortando la calle. Caminé por la vereda observando que más adelante había un montón de policías con chalecos antibalas e ithacas. También una camioneta negra, de un grupo especial de operativos. Y un gran camión, como con una pinza, que levantaba por el aire el colchón de Casandra.
Desesperada, me abrí paso entre varios vecinos que filmaban impávidos con los celulares. El dueño de la rotisería de la cuadra me dijo «Ya se la llevaron», entre una barahúnda de sirenas, gritos y silbatos. Me lancé sobre un policía y le dije que yo conocía a esa mujer, ante lo cual me preguntó si quería que me llevara a mí también. Sentí una opresión en el pecho y un ligero vértigo, como si fuera a desmayarme de rabia. Se retiraron mientras se me caían lágrimas de impotencia. Acaso el fin del mundo fuera un instante como ese, un momento que no transcurre nunca, donde la noche parece ser un aire que envuelve a la ciudad con una oscuridad de muerte. El día convertido en forro negro de un traje desconocido. Y en el que no hay nada que hacer excepto acostumbrar la vista a la oscuridad.
En la esquina, había quedado el pedazo de plástico que usaba Casandra para protegerse de la lluvia, y un libro que había sido mío. Lo levanté y leí: «Las personas nos deben lo que habíamos imaginado que nos darían. Perdonarles esa deuda. Una también es distinta de lo que imagina ser. Saberlo es el perdón».
Llamé a una cerrajería de urgencia y, apenas entramos, al percibir que yo estaba desolada, mi hijo me propuso ver una película. Era una de terror que trataba sobre unos veganos que liberaban a unos animales enjaulados y terminaban provocando un apocalipsis zombi.
De pronto hubo un estruendo terrible, corrimos con mi hijo al balcón y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picada enfrente y alrededor nuestro. Nos miramos y supimos, sin asomo de duda, que no éramos capaces de reflexionar o discernir sobre la naturaleza de lo que habíamos visto.
Esa noche soñé que caminábamos juntas a través de un desierto, hasta el fin de los tiempos; y que Casandra siempre estaba diciéndome algo entre remolinos de arena pero yo no lo oía, como si me gritara de la vereda al balcón y a sus palabras se las llevara el viento.