17 de julio de 2024
Vicente Battista (Buenos Aires, 1940) publicó su primer libro, Los muertos, en 1967. Recibió premios del Fondo Nacional de las Artes, Casa de las Américas, el Premio Planeta y el Municipal de Literatura, entre otros reconocimientos. Entre sus novelas destacan Siroco (1984), Sucesos argentinos (1995), Gutiérrez a secas (2002) y Ojos que no ven (2012) y, entre sus libros de cuentos, Como tanta gente que anda por ahí (1975) y El final de la calle (1992). Integró la redacción de la revista El escarabajo de oro y fue codirector de la revista Nuevos Aires.
Llegó una tarde de enero. Estábamos en la esquina; más que sentados, volteados por el calor. Casi no le prestamos atención. Soy nuevo acá, dijo o dijo algo parecido, o quizá no dijo nada, pero hizo una sonrisa complaciente que quería decir todo eso. Dio tres pasos a la derecha y otros tres a la izquierda, como para mostrarse. Usaba pantalones ajustados, zapatos con mucho lustre y una ridícula camisa floreada con el cuello levantado. Me llamo Iván, dijo y era el nombre que mejor le encajaba. Intentó otra sonrisa, que quiso ser de saludo, y se fue caminando despacio. Vimos que movía el culo más de la cuenta. Nos reímos.
Comenzó a aparecer por nuestra esquina y se quedaba ahí, de pie y en silencio. No sabíamos qué nos molestaba más, si sus gestos o la ropa. Usaba remeras a rayas de colores estridentes y camisas que en la espalda tenían floridas palmeras o negritos bailando al ritmo de maracas. Jamás lo vimos con zapatillas, siempre usaba zapatos, blancos o marrones muy claros. Los pantalones, invariablemente, parecían un número mas chico.
—¿Quién te la elige? —preguntamos.
—¿Qué?
—La ropa, ¿quién te elige eso que llevás puesto?
—Mi padre —dijo, orgulloso.
—¿Es sastre? —preguntamos.
—Es actor —dijo—. Arriti. Eduardo Arriti.
Ese cocoliche era el hijo del hombre que todas las tardes, desde LR1 Radio El Mundo, de lunes a viernes y de cinco a seis, emocionaba a nuestras madres. Eduardo Arriti se había mudado al barrio y, según decían, tenía un hijo de nuestra edad.
—¿Es tu viejo? —insistimos.
—Es mi padre —repitió.
No nos gustó el tono. Tampoco nos gustó la exigencia de nuestras madres: que lo invitásemos a casa, ordenaron, que tiene tu edad y parece tan buen chico. Lo invitamos. Tomo té, chocolate, café con leche y mate cocido. Comió scones, churros, pastelitos y medialunas. No dejó caer ni una sola miguita, no habló mientras comía, comió con la boca cerrada y en ningún momento apoyó los codos sobre la mesa. Un marica. Nuestras madres dijeron que era amoroso. Él dijo que iba a ser actor, como su padre. Agradeció la invitación y aseguró que pronto conoceríamos su casa. Por primera vez nombró el cuarto de las fotos.
—¿Pornográficas? —preguntamos.
Dedicó una sonrisa a nuestra broma y dijo que ya lo íbamos a ver, cuando fuéramos a su casa.
Nos invitó un martes por la tarde. Nadie faltó a la cita: veríamos la casa de un actor y tendríamos que retener hasta el último detalle, nuestras madres nos habían exigido una descripción minuciosa. Era un departamento en el primer piso de un viejo edificio. Nos sorprendieron dos cosas: la excesiva pulcritud y el excesivo silencio.
—Papá está en la radio —explicó Iván.
Recién en ese momento descubrimos que nunca nos había hablado de su madre.
—¿Y tu vieja? —preguntamos.
Hizo una sonrisa cómplice y señaló hacia el final de un largo y estrecho pasillo. Pidió que lo siguiéramos. Abrió la puerta parsimoniosamente y nos invitó a pasar. Encontramos penumbras y un molesto olor a humedad: el sol jamás había entrado ahí, y acaso tampoco el aire. Nos inquietamos. El misterio duró poco: Iván encendió la luz y descubrimos que estábamos en una habitación pequeña, rectangular y sin ventanas. La araña de cinco luces iluminaba una mesa ovalada, a seis sillas y a las paredes, cubiertas de fotos. Eran de distinto tamaño, estaban enmarcadas y no tenían una pizca de polvo. En todas, lo supimos de inmediato, estaba Eduardo Arriti, el padre de Iván.
—El cuarto de las fotos —dijo.
Otra vez pidió que lo siguiéramos y fuimos detrás de él en obediente fila india. Se detuvo ante cada foto y simplemente la señaló. Vimos a Eduardo Arriti, el padre de Iván, riéndose a la salida de la radio; lo vimos con rastra gaucha en la cintura y facón en mano, en un alegre y multitudinario asado; lo vimos en traje de calle junto a una mujer muy bonita (¿Es tu vieja?, preguntamos. Iván negó con la cabeza); lo vimos con otra mujer bonita (que tampoco era su madre), montados a caballo; lo vimos frente al micrófono y lo vimos en la puerta del teatro, junto a un gran cartel con su nombre. Vimos a Eduardo Arriti, el padre de Iván, haciendo una mueca risueña al lado de Nathán Pinzón, lo vimos junto a Hugo del Carril y junto a Floren Delbene; lo vimos riendo con Guillermo Battaglia y lo vimos muy trajeado y pura sonrisa, dándole la mano al general Perón. En todas las fotos parecía sonreír, parecía reírse, hacía chistes. Payaso de mierda. Nos hizo recorrer las cuatro paredes del cuarto y después, como si completara un viejo ritual, dijo que nos sentáramos alrededor de la mesa ovalada. Él ocupó la cabecera. Sobre la mesa había un voluminoso álbum de tapa negra.
—Las críticas —dijo y abrió el álbum con un gesto casi sensual.
Eran fragmentos de diarios y revistas, cortados con prolijidad y prolijamente pegados sobre las hojas del álbum. Dijo que era obra suya y se señaló. Dijo que antes lo hacía su madre, pero desde que mamá no está lo hago yo. Comenzó a leer. Supimos que Eduardo Arriti era un actor de garra, destacada figura de nuestro medio, capaz de los papeles más complejos. Iván gozaba con cada párrafo, cuando el elogio era desmedido fijaba su vista en nosotros y sonreía. Una sonrisa idéntica a la de su padre, en las fotos. Se detuvo al advertir el primer bostezo, cerró el álbum, lo puso otra vez en el centro de la mesa y prometió seguir otro día. Dijo que no nos fuéramos, que nos tenía reservada una sorpresa, y desapareció por el largo corredor.
—Ya vuelvo —oímos.
Sabíamos que desde todas las fotos el padre de Iván nos miraba sonriendo, pero no nos importó: igual lo abrimos. Uno de nosotros clavó la uña de su dedo índice sobre el trozo de papel y comenzó a rascar, pacientemente, hasta arrancarlo a jirones, hizo un bollito y se lo metió en el bolsillo. Sobre la hoja había quedado la mancha de engrudo seco y algunos trozos de diarios que, adheridos con mas fuerza o mas rebeldes, no se habían doblegado al ataque de la uña. Cada uno tuvo por un instante el álbum frente a sí y cada uno repitió la silenciosa ceremonia. Paramos al oír los pasos de Iván. Apareció en el marco de la puerta y nos miró con aire misterioso, por un segundo pensamos que nos había descubierto. Tenía las manos detrás de la espalda, escondía algo. Llegó hasta la mesa.
—Para tu mamá —dijo.
Y para la tuya y para la tuya y para la tuya, fue diciendo y solemnemente colocó un sobre a nuestro lado. Luego regresó al marco de la puerta.
—La sorpresa —dijo y con un gesto indicó que abriéramos los sobres.
Nos encontramos con Eduardo Arriti, el padre de Iván, mirándonos de medio perfil, brilloso y sonriente. En todas las fotos estaba la misma firma y todas tenían la misma dedicatoria. Las guardamos otra vez en el sobre y, sin decir palabra, nos pusimos de pie. Iván cerró el cuarto con llave y de nuevo lo seguimos por el corredor largo y estrecho. Dijo hasta pronto y dijo que ya nos volvería a ver. Parecía feliz.
En la calle nos reímos como locos. Uno imitó el gesto de Iván al darnos las fotos. Para tu mamá, se burló otro, y el tercero comenzó a cortarla en pedazos. Aconsejé que ahí no, que nos podrían ver. Convinimos que cada uno rompiese la suya y tirara los restos a la alcantarilla.
No recuerdo cuando lo vimos por última vez. No vino nunca más a la esquina. Nuestras madres lo olvidaron: su padre ya no las conmovía desde Radio El Mundo, había dejado de ser el galán de lunes a viernes y de cinco a seis. Hoy casi nada queda de Eduardo Arriti, apenas cuatro líneas en una indulgente enciclopedia teatral y esta vieja foto, ya arrugada y ya sin brillo, desde donde me sigue mirando, de semiperfil, imperturbable, con su insolente sonrisa.