9 de junio de 2025
Fernando Chulak (Buenos Aires, 1980) publicó las novelas Jauría (2018), Tilde, tilde, cruz (Premio Gombrowicz, 2019), Tres meses; un año (2023) y Los fieles (finalista del Premio Herralde, 2025).

Por qué alguien querría robarse un auto así, qué sentido tenía. Pero a papá no se lo dije: oxidado, ruidoso y poco confiable, aquel auto era su orgullo. Un millón de kilómetros y todavía funciona, decía, incluso las veces en que no funcionaba, el capot abierto y su cabeza hundida en el motor, en busca de quién sabe qué.
Habíamos ido a hacer unas compras, algo rápido. No iba a ser más de cinco minutos; poner el auto en marcha podía tomarnos el doble así que lo más práctico era dejarlo encendido, el motor cantando bajito tapado por la radio, que era su otro gran orgullo: un moderno pasacassette que él mismo había instalado para que pudiéramos escuchar lo que quisiésemos y no lo poco que la rueda del dial se encaprichaba en sintonizar en ese agujero sin señal que era Epecuén.
Ahora que vivo en Buenos Aires extraño el pueblo y la época en que podíamos dejar abierta la puerta de casa, la bici en la calle sin candado, el auto en marcha. Pero ese día, para el espacio vacío donde antes estaba el auto no había explicación. Traté de llenarlo con lo primero que se me ocurrió, una tontería:
–¿Seguro que lo estacionamos acá?
La respuesta llegó casi una semana después. Era lunes y eran las siete de la mañana cuando un policía tocó la puerta de casa para decirnos que habían encontrado un Peugeot 404 beige al costado de un camino rural, si acaso era nuestro. Más que como una buena noticia, lo sentí como un reto: nos venía a decir que habíamos dejado tirado nuestro juguete, que fuéramos ya mismo a buscarlo. Escuché todo escondido atrás de mamá, que a su vez lo escuchó desde la puerta de la cocina. No le vimos la cara al policía, lo cubrían la espalda de papá y la puerta de casa apenas abierta. Nunca me enteré cómo supieron que el auto era nuestro. Quizás había en la guantera algún documento, quizás algún conocido de papá lo reconoció, ni idea
–Vamos –me dijo papá.
–Tiene colegio, ¿cómo que vamos?
–El pibe viene conmigo.
Poco después estábamos en el colectivo que nos llevaba a Pigüé; de ahí teníamos que caminar un rato hasta un camino rural donde nos habían dicho que estaba el auto. En la mochila que me había armado mamá tenía dos sándwiches de jamón y queso y una botella de agua. Caminamos casi dos horas. Tenía hambre, pero preferí aguantar. Ya llegaría el momento de abrir la mochila, ya me avisaría papá.
Al costado del camino, la puerta abierta y cubierto de tierra, al fin vimos el auto. Era una zona donde ni siquiera había vacas: ese pasto crecía como alambre de púas. Cuando llegamos, lo primero que hizo papá fue pasar su mano por el techo del auto. Parecía tocarlo para confirmar que era real, que el auto de verdad estaba ahí. Parecía tocarlo para que se tranquilizara: para que su auto supiera que lo habíamos encontrado, que todo iba a estar bien. Yo, en cambio, no podía dejar de mirar el capot. Le habían pintado con aerosol rojo una A adentro de un círculo. Sé que papá también la vio, pero no dijo nada.
Las llaves estaban puestas. Creo que adentro no faltaba nada, aunque tampoco me puse a revisar. Solo trataba de moverme lo menos posible, no hacer ruido, apenas respirar, hasta que papá terminara de hacer lo suyo y entonces, él sí, respirar otra vez.
–Lo apagaron. Se creían que era así nomás encenderlo…
Abrió el capot. La A quedó inclinada, una bandera para cualquiera que se acercara por aquel camino de tierra. Papá me pidió que me sentara al volante, que cuando me diera la orden girara la llave y acelerara primero apenas, y después hasta la mitad del recorrido del pedal. ¿Cuánto era apenas, cuánto era la mitad del recorrido? En realidad, empujé el acelerador lo que pude, no sé si fue apenas, poco o mucho: era lo que llegaba con mi metro cuarenta. Fue suficiente. Tuvimos que probar cuatro o cinco veces, pero al fin el auto encendió y al mismo tiempo en que el motor dio sus primeros corcoveos, de los parlantes salió el ruido de una guitarra furiosa en una canción ya empezada.
Sigo vivo hoy en Buenos Aires
Sobrevivo y me falta el aire
No sé qué mierda esperan que haga con mi vida
Yo no trabajo para pagar mi comida.
–Sacá eso.
Lo intenté. Había un cassette, que por supuesto no era nuestro, y que no salía por más que apretara el botón de Eject ni ningún otro. La perilla del volumen no estaba, la habían arrancado. Papá bajó el capó y entró al auto. En un solo movimiento, no entiendo cómo, me corrió al lugar del acompañante, puso primera, con una mano giró el volante y con la otra intentó apagar la música, que fue lo único que no logró. El 404 salió disparado y envuelto en una nube de tierra.
Me cago en las banderas
Me limpio el culo con sus fronteras
La música seguía pero ya teníamos el auto: estábamos en camino. Creo que papá la dejó sonar porque en su cabeza solo había preguntas. Quería que me mirase, necesitaba decirle que yo tampoco entendía, que estábamos en la misma. Que si lo suyo era preocupación, yo también estaba preocupado. Que si tenía bronca, yo más. Se mantuvo en silencio, la vista al frente.
En la ruta fuimos más rápido que nunca. No sabía que el 404 pudiera ir a esa velocidad. ¿Era la música lo que aceleraba al auto? Por momentos papá miraba más a los costados del camino que al camino mismo. Yo quería hablar, pero lo veía morderse los labios y preferí que fuera eso lo que mordiera, los labios, y no las respuestas. Solo pregunté dos cosas. La primera, qué buscaba tanto a los costados. Que no haya policías, dijo. Y su mirada se desvió al capot, justo lo vi. Entonces, lo segundo que pregunté fue qué era esa A dentro del círculo. No respondió, no de inmediato. Varios kilómetros más tarde dijo:
–Alberto. La A de Alberto. A ver, volvé a probar —y su mentón señaló el cassette.
Y volví a probar con el Eject, el Pause, el On/Off y, sin quererlo, miré el montón de cables que colgaban y nos recordaban que ese aparato estaba ahí porque papá de alguna manera había logrado injertarlo, no porque los fabricantes del auto, veinticinco años antes, así lo hubieran indicado. Desvié la vista sin que papá se diera cuenta y vi, en el piso, la caja vacía del cassette: Todos tus muertos (Demo). Así se llamaban esos que gritaban entre nosotros dos.
Después probó él, como si sus dedos tuvieran más poder o como si supiera algún truco, igual que para encender el auto, esta vez para pausar la música, bajar el volumen o lo que fuese que diera alivio. Bajó su ventanilla y el ruido del viento al menos desvió el ruido de las guitarras. Lo imité; aunque no le hizo falta indicarlo, supuse que era lo que quería. Ahora el viento me daba en la cara, el pelo para atrás, igual que en las películas: éramos dos rebeldes sin causa que escapaban de la policía por un crimen que no habían cometido.
Aunque avanzábamos a la velocidad del sonido, Todos tus muertos al máximo y el silencio de papá por encima de todo, esos ochenta kilómetros a casa fueron más largos que el millón de kilómetros que acumulaba el 404. Cuando llegamos, el motor se apagó en un suspiro. Quizás mamá nos escuchó acercarnos, al auto o la música, porque estaba afuera, con su abrazo listo. Yo me dejé abrazar, ya no hacía falta ser rebelde. Papá sacó una frazada y cubrió el capot, aunque era tarde para que le cayera rocío. Quizás solo necesitaba descansar. Había sido un día largo.
¿Qué iba a contarles a mis amigos cuando volviera al colegio? En la cara de papá había visto muchas cosas. Más de las que podíamos decir. Vi la alegría de volver a manejar su Peugeot 404. Vi el orgullo, ojalá haya sido eso, de haberme necesitado para encender el auto y que yo haya podido hacerlo. Vi la impotencia por no poder apagar esa música, cables colgados y ruido. Vi el asco por lo que escuchaba. Vi el miedo, que lo hacía acelerar. Y vi el miedo de que aquello que sonaba a mí me gustara.