15 de junio de 2025
Violeta Gorodischer nació en 1981 en la ciudad de Buenos Aires. Es licenciada en Letras (UBA) y trabaja como periodista. Fue coeditora del sello de narrativa independiente Tamarisco. Es autora de la novela Los años que vive un gato, del libro de crónicas Buscadores de fe, del libro de cuentos Sueños a 90 centavos, ganador del segundo premio del Fondo Nacional de las Artes 2014, y del ensayo Desmadres, de la experiencia personal a la aventura colectiva: la decisión de maternar hoy.

No sabe por qué su padre no salió del mar todavía. Mira nerviosa el agua hasta que aparecen las burbujas. Lo ve emerger digno, la bolsa de arpillera cargada: se aferra a las rocas para recuperar aire. Deja los mariscos en el balde. Se levanta las antiparras. Ella no habla, pero su cara pregunta. Él niega con la cabeza: hoy no, Chinita, otro día venís.
A esta hora el agua es una alfombra plateada. La curandera del pueblo le dijo una vez que la línea del mar es una frontera que partió al mundo en dos. Fueron los peces los que nos expulsaron como castigo porque antes el hombre vivía ahí, dijo la mujer. A ella le fascina cuando los cangrejos desaparecen bajo las rocas. Tal vez ahí esté el pasaje secreto. Una cueva donde el castigo no tuvo efecto. Un reino del agua, piensa. ¿Será?
El padre le arroja las antiparras y ella las ataja. Vamos, dice él, y le palmea el lomo al caballo mientras engancha la carreta. Se acomodan y al ratito él avisa que van a parar en lo de Chazo antes del mercado porque le debe un regalo por el favor de la última vez. Aplaude frente a la casa y Chazo se asoma en cuero, el pelo canoso al ras de la cabeza. Detrás suyo, la mujer. Es mucho más joven, la trenza negra y el vestido gastado: los arabescos de la tela resaltan en la parte hinchada del vientre. Ella fija la vista en ese relieve y piensa que no quisiera por nada del mundo ponerse así. Jamás tendrá hijos. La mujer de Chazo se señala y le pregunta si quiere tocar. Ella rechaza la propuesta.
La mujer toma un balde y una pila de ropa y le pide que la acompañe mientras los hombres arreglan. Las dos se alejan bajo el sol del mediodía: pura tierra y pasto crecido. De pronto la mujer se arrodilla y le hace un gesto para que le alcance la ropa. Sumerge una sábana blanca en el balde y la refriega con jabón. Enjuaga, escurre, extiende la sábana sobre un arbusto hasta cubrirlo. Un capullo blanco que baila con la brisa. Después se levanta el vestido para airearse. Ahí vengo, dice, y enseguida regresa con dos barras de hielo que tira dentro del balde. Se pone en cuatro patas y hunde la panza. Ella permanece de pie y entonces la mujer de Chazo le cuenta que es un saber que pasaron en su familia, de generación en generación, para que los bebés se acomoden en el vientre. El frío de afuera agita el agua de adentro, dice la mujer, y ella la mira a los ojos: ¿qué agua? El líquido en el que nada el bebé, China. Adentro de mi panza todo es agua, responde la mujer.
Ahora ella no puede dejar de pensar en un pez con cara de niño. Por eso los buzos mariscadores practican tanto, piensa. Para recuperar el saber que está en nosotros desde el principio. La embarazada se muerde los labios, pero no saca la panza del hielo. Ella siente envidia de esa criatura sumergida, flotando en el silencio.
Ya en la entrada del pueblo varios chicos corretean alrededor del sulky. Pasan frente a la iglesia, doblan en la fuente y dejan la carreta en la entrada del mercado: una cuadra de tierra con dos hileras de puestos enfrentados. El padre saluda a los vendedores. Ella mira las sombrillas que usan para cubrirse del sol y se pregunta si estará don Sebastián. Pispea más adelante, pero no llega a ver. Ya en la zona de la pescadería el padre le suelta la mano y entonces ella logra escabullirse entre los puestos. Pasa junto a las sandías apiladas y los bolsones de naranjas; también bordea canastas de mimbre con tomates chamuscados por el sol. Da unos pasos más y encuentra el lugar donde don Sebastián pone su banco, pero no está. Justo hoy. A Sebastián también le gusta el mar, recuerda ella. Dijo que ese amor se lo debe a los changos. La primera vez que le contó sobre ellos fue aquí mismo, mientras ella esperaba a que su padre terminara de vender. El viejo Sebastián armó un cigarrito y le hizo una seña para que se acercara. Ella fue y ahí él extendió su brazo, le pidió comparar el color de las pieles y dijo mirá la mía qué roja con voz muy grave. Ella respondió que no veía nada y él soltó una risotada. Le dijo que era verdad, él no pero sus antepasados sí. La gran cultura chinchorra, vociferó. Ella sonrió divertida. De pronto ese hombre le pareció antiguo, con el pelo blanco crecido, la nariz picada, las capas de trapos superpuestos. Le caía bien ese tal Sebastián que le hablaba de los changos, hombres que hacía muchísimos años habían vivido ahí cerquita, en el desierto, pegados al mar pero lejos de los ríos. Como faltaba agua dulce bebían sangre de lobos marinos y la piel se les fue poniendo de ese color, le contó Sebastián. También le dijo que se untaban el cuerpo con la grasa de las ballenas y que por eso tenían un olor tan intenso. Ella pensó que él también olía fuerte, aunque seguro era por otra razón.
Desde ese día, el mercado fue el escenario del viejo y sus cuentos. Sebastián le dijo que de sus ancestros había heredado la pasión por la pesca, que había construido él mismo una canoa y hasta hacía no mucho tiempo se pasaba los días ahí.
Ella recuerda que la última vez que lo vio estaba distinto, como apagado. Y que cuando le pidió historias de changos, la miró fijo. ¿Te conté que le rendían culto a la muerte?, preguntó. Le dijo que la muerte y el mar estaban entrelazados, que los changos enterraban a sus muertos en la arena con barcos diminutos para que los acompañaran en el viaje hacia el más allá.
La charla de dos vendedores la distrae y vuelve a lamentarse: hoy regresará a casa sin historias. La fruta larga un olor muy dulce y las moscas son imposibles de espantar. En los puestos cercanos los cueros cuelgan de una rama que cruza dos palos clavados en la tierra. Ella piensa en las vacas que ve pastar cerca de la ruta. Le dan náuseas. Avanza unos metros y tropieza con tachos de camarones descoloridos, las antenas dobladas y los ojos sin fondo. También hay pulpos atravesados por ganchos. Justo al lado están los peces: se extienden sobre el hielo picado con la boca abierta. Toma aire como si se ahogara. Los sonidos empiezan a aturdirla. Las sombrillas podrían aplastarla. El sol lastima. Busca un hueco entre las mesas y cruza en cuatro patas. Después empieza a correr. Deja atrás los puestos y las calles y también el caballo. El horizonte de la ruta le devuelve ventisca y paz. Los pies aceleran: necesita llegar al mar antes de que el padre descubra su ausencia.
En la zona de rocas no hay nadie. Las gaviotas forman círculos en el aire y sueltan graznidos. Las olas parecen cachetadas; todo está en sombra. Ella se pone el traje de neoprene, se mete en el pozo, se acomoda las antiparras, toma aire. Y entonces se zambulle con los brazos en V; los pies dando pataditas para descender. La luz del sol crea reflejos casi blancos: todo es nítido. Las plantas se mecen.
Unos metros más abajo, ve la primera capa de arena. Dos cangrejos se entierran en un agujero que se cierra segundos después. Ella sigue bajando. El agua se oscurece, se enfría. Si mira hacia arriba ya hay superficie. Se estira como si bailara, pero son solo segundos: la voz del padre, en su cabeza, le recuerda que no puede desperdiciar aire. Por eso se repliega así y se acerca a la piedra más cercana. En varias prácticas el padre dijo que había una técnica de los buzos para ganar aire y tiempo: poner el cuerpo en suspensión para regular el ritmo cardíaco y ampliar la capacidad del diafragma. Ella se alegra de estar en una posición ideal para eso y apoya su cabeza sobre la roca. Bajan las pulsaciones. La vista se adapta a lo oscuro. Silencio líquido. Calma.
Un cardumen lila aparece de pronto; refulgura. Los peces, hipnóticos, la rodean. Cientos de ojos titilantes frente a ella. Algo le hace cosquillas en la mejilla izquierda y descubre dos hipocampos con las colas entrelazadas. Parecen dijes de coral. Sonríen. Susurran. Parpadean. Está por tocarlos cuando un sabor púrpura le invade la boca. Y ese aroma instalado en el cerebro: lluvia de verano, tierra mojada, pasto recién cortado. ¿Será, acaso, la entrada al reino del mar? Así es fácil relajarse, piensa. Y cierra los ojos.