11 de octubre de 2025
Maia Debowicz (Buenos Aires, 1985) es periodista, escritora y dibujante. Colaboró en las revistas Letras Libres (México), Inrockuptibles y El Amante. En la actualidad escribe e ilustra regularmente en el suplemento SOY, de Página/12, y en Infobae y La Agenda. Es autora de los libros Cine en pijamas (2017), ALF-Costumbres de otro planeta (2020) y ¿Y si no es suficiente? (2022). Sus historietas han sido publicadas en las antologías Historieta LGBTI (2017) y en Pibas (2019).

Por la noche crecemos un par de centímetros, la columna se estira en el colchón y vuelve a encogerse a partir de que apoyamos los pies en el piso. La primera imagen del día acomoda el esqueleto, hueso por hueso. El despertador del celular no sonó, me levanté de la cama con envión. La cintura entró en movimiento, pero no mis ojos. La máscara de pestañas que no me saqué a la madrugada era una telaraña que revestía la parte interna de los párpados. Veía con niebla.
Bajé las escaleras más despacio de lo usual, la casa estaba silenciosa como un pueblo el primero de enero. Despegaba de la madera barnizada la suela afelpada de las pantuflas entre un paso y otro, hacía el esfuerzo de ser consciente de la coreografía para evitar una caída. Morir desnucada bajando la escalera es una de mis fantasías recurrentes. A mitad del trayecto pensé en esa escena, en cómo me verá quien me encuentre. Qué quedará de mí. El estado del pelo, la prolijidad de las uñas, el brillo de la piel.
¿Tienen mal aliento los muertos?
Llegué al último escalón, respiré aliviada. Cuando despierto tardo un rato en recordar que tengo un novio, una casa, una cafetera eléctrica, un sillón, una lámpara de piso, un conejo. Arrastré los pies por el living, esquivé los rayos del sol que perforan el vidrio de las ventanas. Era sábado, el tiempo no me corría. Por la mañana me siento joven, a la noche un bebé. Avancé por el parqué, estudié el paisaje cotidiano: las marcas de los dedos en las paredes blancas, los libros apilados en la biblioteca, el perchero desbordado de camperas, el televisor fundido a negro. Su pantalla se transforma en una laguna donde me reflejo. Una mancha temblorosa sin boca ni nariz. Esa imagen es más fiel a la realidad que cualquier espejo. Algo brillaba en el centro del televisor. Dos luces diminutas. Giré la cabeza, escaneé el ambiente de arriba hacia abajo, intentaba descubrir de dónde venía el destello. La respuesta me esperaba al ras del piso, debajo de la mesa del comedor había una masa que perdió su forma. Achiné los ojos para reconocer la presencia, parecía un globo desinflado. Era mi conejo Rocoso.
Busqué vida en su panza blanca, el pelaje subía y bajaba. Nadie murió en casa esa mañana, pero en el comedor había un cuerpo derretido. Me acerqué a gatas para no inquietarlo, disimulé el miedo concentrándome en el ritmo de su respiración. Rocoso tenía las pupilas dilatadas, brillaban, dos estrellas. La estructura ósea se mantenía en suspenso, sus patas traseras en huelga. La imagen posterior del accidente.
Hundí los dedos en el lomo y lo di vuelta hasta pararlo erguido, no dio saltos. Caminó sigiloso en círculos con una conducta extraña.
Cuando los conejos sufren un golpe fuerte quedan con un tic nervioso. La traducción del susto. La cabeza rebota para el costado, como un partido de tenis donde la pelota se queda de un solo lado. Intenta girar el cráneo para mirar atrás en el tiempo. Regresar a la escena, repetir la caída. El accidente no termina, perdura hasta volverse un sonido constante. El invasivo motor de una heladera añeja al que nos acostumbramos. Me desesperaba desconocer la imagen previa del accidente, entender cómo irrumpió la fragilidad. Me preocupo tanto por no romperme que olvido que los otros también pueden lastimarse. El conejo no dio brincos esa mañana.
Desperté a mi novio de un grito. Cada vez que Rocoso rebotaba su cabeza se me cerraba el ombligo, la oscilación me hacía verlo como un animal que tenía al diablo adentro. Alcé a Rocoso y lo metí en un bolso gris mientras mi novio pedía por teléfono un radiotaxi para ir a la veterinaria. Llegó cuatro minutos después porque no era día de semana. Debíamos recorrer una autopista para llegar a destino, el trayecto era lejos, pero el camino directo. No hubo tránsito, conté nueve motos.
Llegamos a la clínica de animales exóticos cerca de las ocho de la mañana, no éramos los únicos que teníamos problemas. La sala de espera estaba explotada. Un muchacho de pelo largo y anteojos angostos sostenía con sus dos manos a un conejo que estaba inflado como una piñata. La cabeza parecía pertenecer a otro animal, quedó tan diminuta que apenas se veía. Una mujer en delantal salió de un cuarto, era una veterinaria sensual, con curvas prominentes y un pelo dorado que rozaba su cintura. Podría haber sido vedette, pero amaba demasiado los animales para dedicarse solo a atender su cuerpo. Le preguntó al chico del conejo piñata qué le había dado de comer para que se deformara tanto. «Hojas de remolacha y rabanitos». La veterinaria resopló y se derrumbó en una silla. Llevaba toda la noche sin dormir.
–Mateo, te expliqué ya que no le des hojas de remolacha o rabanitos todos los días, porque le da gases –le dijo la veterinaria mirándolo de cerca como una maestra que pierde la paciencia.
–Pero a Kitty le gustan mucho. Se pone tan contenta cuando se las doy –se justificó el muchacho mientras acariciaba las orejas del conejo con el dedo índice.
–Sí, pero esa felicidad tiene un costo muy alto. Ahora se siente mal y hay que ver cómo le regularizamos su sistema digestivo –retrucó la veterinaria antes de agarrar al paciente y llevárselo por un pasillo.
En la otra punta del salón chusmeaban dos chicas, una con trenzas, la otra de rodete. Sobre la falda de una de ellas descansaba una jaula de paredes rígidas. No lograba confirmar qué animal estaba dentro. Le hablaban con voz finita, aniñada. Lo llamaban Rambo. Del fondo apareció otra cara nueva, un señor de cabello humilde y caderas anchas. Con tono seco se presentó ante las dos chicas: «Buenos días, mi nombre es Leandro, soy el anestesista». El paciente era un erizo. El motivo de la consulta era que le habían crecido tanto los dientes que no podía comer. Leandro, como todo anestesista, les fue demasiado franco.
–El procedimiento es sencillo. Yo lo voy a dormir y le liman las paletas sin que él se entere. Pero no puedo faltar a la verdad, es mi obligación decirles que existe el riesgo de que Rambo no despierte –lanzó sin mover un solo gesto de la cara.
Las chicas aceptaron el riesgo y le entregaron al erizo tras apretujarlo un poco.
–En una hora pueden volverse a casa con Rambo –les dijo e hizo una mueca que pensó se leería como una sonrisa.
El veterinario de Rocoso tardaba en salir, estaba en una cirugía. «Un hurón que se tragó un juguete», nos explicó su asistente. A mí no solo me preocupaba el estado de Rocoso, también estaba tensa por cómo iba a reaccionar Rambo a la anestesia. Mientras esperábamos las chicas del erizo pidieron comida por una aplicación del teléfono. Un joven golpeó el portón a los quince minutos. El menú era difícil de disimular, toda la clínica olía a la peatonal de Mar de Ajó en temporada alta. Puedo reconocer el perfume de papas fritas en cucurucho incluso cuando estoy resfriada. Devoraron las papas y después se concentraron en las hamburguesas. Ninguno se quejó del olor, todos estábamos angustiados por el mismo motivo: amar mucho a un animal.
A las nueve y cuarto el veterinario salió por una puerta y entonó su nombre:
–¡Rocoso!
Junto al radiólogo le hicieron una radiografía.
–Nada de qué preocuparse –dijo el veterinario mientras estiraba las patas traseras del paciente. No supe si le hablaba a Rocoso o a nosotros. Un accidente te deja torcido aunque las radiografías afirmen que no hay huesos rotos.
Mi conejo seguía girando la cabeza, amenazaba con dar una vuelta completa como Linda Blair en El exorcista. El veterinario garabateó una receta de analgésicos para aplacar el dolor del golpe.
–Diez días sin interrupción– nos explicó.
Antes de irnos le pregunté al veterinario:
–¿Cuándo se le va a ir el tic de girar la cabeza?
–Tal vez en unas horas. Tal vez, nunca.
