Cuento | Por Federico Ferroggiaro

La medicina es un arte

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Federico Ferroggiaro (Rosario, 1976) es profesor de Letras y docente de Literatura Italiana de la Facultad de Humanidades y Artes (UNR). Entre otros títulos publicó los libros de cuentos El pintor de delirios (2009), Cuentos que soñaron con tapas (2011) y El lugar de la apariencia (2022), y las novelas Tetris (2016) y El miedo vino después (2023).

Ya sentía el confortable sopor de la anestesia circulando por su cuerpo cuando, sustituyendo a la prusiana enfermera que acomodaba las vías y los demás utensilios que adornan a los pacientes, como a integrantes de una coqueta tribu amazónica, antes de entrar a la sala de operación, vio que se arrimaba, el torso cubierto con una bata celeste, la adusta cabeza del doctor Schiavi. Llevaba un gorrito blanco ocultando su calva y el barbijo sobre el mentón, de manera que Víctor se tranquilizó de inmediato, entendiendo que la sonrisa del galeno desechaba cualquier probabilidad de una noticia nefasta o de un contratiempo de último momento que fuera a demorar la intervención. Bastante le había costado llegar hasta allí, a esa camilla fría bajo su espalda desnuda; demasiadas interconsultas, estudios previos, análisis de sangre y orina con mediocres resultados y la natural indecisión, sensata, lógica, de quien debe entregar a su cuerpo, con la conciencia en receso, a la pericia falible de la ciencia médica, como para que un percance cualquiera interrumpiera el estresante proceso. Concluyó, seguramente ayudado por la dulce molicie de los sedantes, que se trataba de una cordial visita para insuflarle ánimo antes de que lo arrastrara al fin la corriente del sueño.

–¿Cómo está, mi amigo? –le preguntó amablemente mientras la sonrisa aumentaba de tamaño. –¿Todo listo, entonces? ¿Cómo se siente? ¿Un poquito menos nervioso?

–Sí, sí… doctor. Gracias, gracias –se limitó a responder, porque sentía la boca pastosa, con el regusto acre de las drogas, y temía que su aliento afectara las delicadas narinas del cirujano.

La mano enguantada del doctor Schiavi se posó como una romántica calandria sobre su hombro y ese gesto, tan afectuoso, tan fraterno, contribuyó a que Víctor descendiera arrobado un peldaño más rumbo el sótano de la inconsciencia. Su mente se distrajo en una repentina admiración hacia el profesional y la humanidad que demostraba con esa innecesaria última entrevista antes del reencuentro decisivo. «Qué barbaridad este tipo… darse una pasadita para ver cómo estoy… macanudo, che…», se decía tratando de devolverle la sonrisa y conteniendo la pesadez que le entrecerraba los párpados.

–Me alegro, amigo… Realmente me alegro. En fin… solo para que esté al tanto y para cumplir con una formalidad, con los estrictos protocolos de nuestro establecimiento, tengo que informarle que, si bien yo voy a estar presente durante toda la operación, quien en verdad se hará cargo de ella es la señorita de aquí, a mi lado… ¿Cómo era tu nombre, querida?

–Fiammetta –susurró una voz cantarina y risueña que, para los sentidos alterados de Víctor, precedió a la aparición de otro torso cubierto por una túnica rosa y un pícaro rostro juvenil, casi el de una adolescente, de ojos redondos que brillaban encendidos de franca excitación.

–Ya, ya… Fiammetta. ¿Cómo pude olvidarme? –se disculpó la otra mano enguantada de Schiavi que, como un carancho hambriento, rascaba el brazo de la muchacha–. La señorita Fiammetta, entonces, como venía diciendo, será quien efectivamente se encargará…

Una atónita protesta de Víctor interrumpió la explicación que se le estaba brindando. Con gran esfuerzo, de pronto, lograba refrenar y hacer retroceder la somnolencia que lo estupidizaba, pero no tanto como para permanecer impasible frente a semejante aberración. «¿Cómo? ¿Cómo es posible esto que me está diciendo?», rezongaba Víctor sacudiéndose nervioso en la camilla, al punto que fue necesario el regreso de la enfermera para amonestarlo.

–Si se sigue sacudiendo así se le va a salir el suero o se le caerán las sábanas y va a tomar frío… o la señorita lo verá desnudo… ¿es eso lo que pretende?

–Doctor, doctor… –imploró Víctor temiendo una nueva y más severa reprimenda–. Es una locura que esta chica, con todo respeto…

–Pero qué dice, mi amigo… Hace tiempo que entendemos que la medicina es un arte y, como todas las artes, por ejemplo la literatura, no hacen falta más que ganas, empeño y mucha dedicación para poner manos a la obra y lograr excelentes resultados… ¿no lo cree, amigo? Así como la ve, esta chica… ¿cómo era?… ya, ya… Fiammetta ha conseguido más de media docena de nefrectomías parciales exitosas, y solo gracias a su intuición y a la voluntad que le pone a su arte… Es joven, pero impetuosa… y ama la cirugía, ¡ah, cómo la ama!; no he visto entusiasmo igual por operar desde el maestro Favaloro que parecía animarse como Picasso en su atelier cada vez que echaba mano al bisturí y…

Sin que pudiera retenerlas, las lágrimas de indignación y de miedo brotaron de los ojos de Víctor dibujando, dada la posición, extraños trazos húmedos en sus mejillas. «¿Pero qué es este escándalo?», escuchó la sorprendida voz del doctor, mientras junto al médico, Fiammetta también rompía en llanto. Las manitos enguantadas de la chica se apresuraron a cubrirse la cara y entonces Víctor, atontado e incrédulo, observó que las atenciones de Schiavi se volcaban hacia ella que, entre sollozos, anunciaba que haría una denuncia por discriminación, acoso y otras barbaridades que la perplejidad de Víctor no lograban distinguir. Ya sin la plácida sonrisa de antes, con la piel amoratada, el doctor Schiavi se volvió hacia Víctor encolerizado: 

–Miré qué ha hecho… esta es muy buena, la verdad: ahí tiene, la ofendió. ¿Cómo se atreve? Y en su estado… humillar así a una pobre criatura que quiere ser cirujana… ¿qué digo? Que ya es una prodigiosa cirujana… con poca experiencia, se lo admito, ¿pero acaso Chopin nació sabiendo tocar el piano? ¿O usted cree que los hermanos Coen filmaron sus películas en el kindergarden?

Víctor quería defenderse; las acusaciones eran fuertes, inmerecidas, injustas y él solamente deseaba que fuera un profesional quien asumiera la tarea de… pero ya la anestesia le cantaba angelicales coros en la cabeza y todos los temores se iban disipando en una masa de paz, resignación y confianza en un cierto Dios en quien no había creído demasiado durante los últimos cuarenta y tantos años de su vida. Y entre los querubines cantores, alcanzó a oír las irritadas palabras del doctor Schiavi:

–Habrase visto… No se hable más. Lo opero yo. Usted se lo pierde y prepárese para las consecuencias porque para una artista no hay nada peor que no le permitan practicar su arte…

Con firmeza, el doctor Schiavi y la enfermera le sostuvieron la mano para que firmara los formularios –¿una declaración jurada? «el paciente Víctor… informado de que la intervención será realizada… acepta y desliga de toda responsabilidad civil y penal…»–, necesarios para poder dar inicio a la operación. Su nuca se hundió otra vez en la almohada blanda y antes de cerrar los ojos, ya dormido, Víctor sintió que al fin la camilla comenzaba a avanzar hacia su destino.

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