8 de mayo de 2024
Guillermo Piro (Avellaneda, 1960) es escritor, periodista y traductor, y también fue librero. Publicó entre otros libros las novelas La comedia de una madre (2017) y La heterogénesis de los fines (2019), los ensayos Qué cómico resultaba cuando era un muñeco (2013) y A causa de un equívoco banal y transparente (2022) y los poemarios Correspondencia (2003), Saint Jean-David (2007) y Desde estas hermosas playas (2010). Entre otros, tradujo a Juan Rodolfo Wilcock, Pier Paolo Pasolini y Ermanno Cavazzoni y estuvo a cargo de la reedición de obras de Héctor A. Murena. «Me atraen las peripecias de los náufragos en general, siempre y cuando sean imaginarias: en literatura la verdad aburre», dice a propósito de su última novela, El náufrago sin isla (2023).
Había una vez una niña mendocina que como toda niña mendocina soñaba con ser la reina de la vendimia. No es algo difícil de imaginar que sus sueños no eran solamente suyos, muchas niñas que viven en la misma ciudad suelen desear cosas parecidas. Eso ocurría –y nada indica que no siga ocurriendo– en Mendoza, y es natural. Pero aunque muchos de esos deseos difieren un poco –todos los sueños, hasta los nuestros, difieren a veces–, aunque el paso del tiempo los adelgaza o engorda, los oscurece o les saca brillo, algunas cosas, pocas, permanecen. Y no solo permanecen en nosotros: también en los otros. Para que un sueño se convierta en la aspiración de muchos, tiene que ser algo grande, algo muy grande, algo grandioso, como se dice. Estimo que ya se entendió a dónde voy: sin importar en cuánto diferían los sueños de las niñas mendocinas de entonces, sin importan en cuánto diferían sus sueños, había algo que soñaban todas: ser la reina de la vendimia.
A las niñas no les importaba la vendimia en sí, no les importaba que el vino mendocino constituyera uno de los más grandes ingresos financieros de la provincia. No. Ni vino, ni vendimia, ni todos sus sucedáneos. Nada de eso importaba. Solo ser la reina de la vendimia.
Cada año, entre el 1 y el 4 de marzo, tenía lugar la coronación y el desfile por las calles de la ciudad. Era un evento anhelado, esperado, y todas las familias esos días se congregaban en la calle para ver el desfile de los carros iluminados. Un espectáculo agradable de ver, como es fácil imaginar. Pero las niñas mendocinas iban allí solo para ver a la reina, saludando desde un carro, con su vestido de fiesta y su corona, saludando a la multitud.
El saludo del que he hablado un poco más arriba merece un comentario especial. No se trata de un saludo espontáneo, natural, como cuando uno saluda a alguien que camina por la vereda de enfrente, o como se saluda a los compañeros de trabajo a la mañana, cuando se llega a la oficina. No se parece en nada a un saludo común y corriente: es el modo en que saludan las reinas de la vendimia.
Porque todas saludan así, precisamente porque, como Esterlina, las niñas mendocinas practican ese saludo desde que… desde que comienzan a desear ser reinas de la vendimia. Es un saludo que no puedo describir, es de esas cosas que se ven y se recuerdan y nunca se olvidan, pero que son difíciles de describir. Voy a intentarlo: la reina, sobre el carro, tomada de una mano de algún lado, para no perder el equilibrio con el movimiento, con la otra, abierta, lanza besos a la multitud, y luego describe con la mano abierta un pequeño recorrido frente a ella, suave, sutil, para mirar al otro lado y repetir el ciclo, mano abierta, beso, recorrido. Algo así. No es una buena descripción pero es todo lo que puedo hacer.
Esterlina había deseado desde niña ser una reina, pero no lo fue. Muchas niñas al final no lo son, pero ninguna se lamenta mucho por eso, porque en definitiva, cuando son adultas, son otras cosas, algunas más importantes que ser Reina de la Vendimia. Son abogadas, médicas, maestras, deportistas, flautistas…
Esterlina amaba la música, y especialmente la flauta traversa. Se dedicó a estudiar música siendo niña, cuando su sueño de ser Reina de la Vendimia todavía anidaba en su mente, pero luego, cuando se hizo adulta, su preocupación por terminar siendo una excelente flautista hizo que olvidara muchas cosas con las que había soñado siendo niña. Pero ciertas cosas nunca se olvidan.
Esterlina había hecho una carrera rutilante con su flauta traversa. Había terminado en Buenos Aires, tocando en la orquesta del Teatro Colón. Teniendo en cuenta que muchos flautistas deseaban ocupar ese lugar, puede decirse que Esterlina había triunfado. Ella lo sabía, y se esforzaba cada día por ser una flautista mejor, porque si hay un momento en que uno debe poner en duda sus propias capacidades es cuando llegó a lo más alto: siempre habrá alguien que desea ocupar su puesto.
La orquesta daba conciertos regularmente, a sala llena. Y recibía aplausos ensordecedores, con todo el público de pie. Para fortuna de los músicos, a veces no solo daban conciertos en el Teatro Colón, sino también en otros países. Así fue como un día la orquesta estable terminó tocando en la ciudad de Tokio.
La orquesta tocó muy bien. Esterlina también, no mejor que los otros. Todo resultó a la perfección, y al terminar el concierto, pasó lo que pasa en todos los conciertos: algunos músicos simplemente toman sus instrumentos, se ponen de pie y se van. Los violinistas, por ejemplo. Los trompetistas también: se ponen de pie con el instrumento en la mano y sencillamente caminan y abandonan el escenario. Pero hay otros que tienen que quedarse desarmando el instrumento: el percusionista, por ejemplo. Y Esterlina, que en vez de irse siempre se quedaba desarmando la flauta, guardándola cuidadosamente en el estuche. Hacía eso porque siempre había hecho eso, no había otra razón. Hay muchas cosas que se hacen porque siempre se hicieron. Nada impedía a Esterlina irse con el instrumento en la mano, pero ella prefería desarmarla, limpiarla y guardarla cuidadosamente en el estuche. Era una buena flauta traversa.
Lo que no sabían ni el percusionista ni Esterlina (ni nadie, pero todos se habían ido y sobre el escenario solo quedaban ellos dos), es que los japoneses nunca abandonan una sala de conciertos hasta que todos los músicos dejaron el escenario. Y lo que no saben los lectores es que el percusionista también era mendocino. Lo que quiere decir que sabía que Esterlina, como todas las que alguna vez fueron niñas mendocinas, había soñado toda su vida con saludar a la multitud como la Reina de la Vendimia.
Así que cuando el percusionista en determinado momento, mientras desarmaba los instrumentos, descubrió que todo el público seguía allí, sentado y en silencio, le grito a Esterlina: «¡Es tu momento, Esterlina!». Y Esterlina supo que era su momento.
Dejó la flauta sobre la silla y comenzó a saludar al público como siguen haciendo las Reinas de la Vendimia. Y el público la aplaudía como si verdaderamente fuera la Reina de la Vendimia, solo que ni siquiera sabían que existía una Reina de la Vendimia, como tampoco que existía una ciudad y una provincia llamadas Mendoza, y como tampoco sabían ni siquiera que Esterlina se llamaba Esterlina. Aplaudían frenéticamente porque… Esterlina los saludaba de un modo un tanto extraño para ellos, y lanzaba besos, que previamente depositaba en la punta de los dedos…
Y Esterlina se sintió por primera vez en la vida la Reina de la Vendimia.
Sigue diciendo que lo fue, cosa que no es cierto, pero si vemos las cosas desde otro ángulo en realidad lo fue.