Cuento | Por Juan Mattio

Materia psíquica

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Juan Mattio

Juan Mattio (1983) fue coeditor de la revista literaria Juguetes rabiosos y de la revista cultural La Granada. En 2015 publicó la novela Punto ciego, escrita en colaboración con Kike Ferrari. Su novela Tres veces luz (2016) obtuvo una mención en el premio Casa de las Américas (Cuba) y con Materiales para una pesadilla ganó el premio Fundación Medifé Filba como mejor novela publicada en 2021. Publicó también un libro de ensayos, La sombra de un jinete desesperado (2023).

Matilde E. (abogada). Cada vez se escuchaba más en General Ruiz la idea de que los tumores tenían que ver con algún tipo de embrujo o maleficio, no sé, las misas se llenaron de gente, los sábados a la tarde podías ver los tumultos en las puertas de los templos evangelistas y de las iglesias, toda esa gente que hincaba las rodillas para recibir la bendición y después se aferraban a eso como a una cura o a una protección mágica. Triste. Algo muy feo de ver.

Padre Antonio (cura católico). Sí, la gente empezó a venir a la parroquia a cualquier hora para pedirme que hiciera algo por ellos. Muchos no sabían ni siquiera qué era lo que buscaban, confesarse o comulgar o agua bendita o simplemente escuchar la Palabra. Llegaron a pedirme exorcizar a los enfermos y por supuesto que me negué, pero no los culpo. No. Estaban desesperados y el hombre desesperado puede caer en locuras. Le pedí al Señor que me diera la claridad suficiente para entender cómo tenía que ayudarlos y espero, de verdad espero, haber llevado algo de alivio. Pero sé que el miedo se metió en muchos corazones. Porque la realidad era algo intolerable, impredecible, no podían entender qué hacía que la enfermedad se ensañara con unos e ignorara a otros.

Juan Pablo C. (maestro). Esta chica, Leda, vivía por la orilla, en una casita de chapas, con sus hermanos y su abuelo, creo, que había sido trabajador del astillero, si la memoria no me falla, había trabajado ahí y criado a los nietos y cuando el astillero cerró, se armó la casita en la costa. Leda era la más grande, era como una madre para los hermanitos, había dejado el colegio para hacer changas. No la tuve de alumna pero creo que tuve a uno de los hermanos, sí. Eran como toda la gente de la orilla, muy pobres, y venían más por las viandas que por otra cosa. Y todo eso se supo después, ¿no? Cuando ella ya curaba y la gente hacía fila en la puerta de la casita esperando su turno. Le llevaban regalos, ofrendas, flores, cualquier cosa. Ella no pedía nada ni cobraba un peso, solo estaba todo el día ahí, en la piecita, a oscuras, rodeada de velas y con la imagen de la virgen que alguien había llevado. Y cuando no daba más, le decía a uno de los hermanos que avisara a la gente para que volvieran al otro día.

Antonia M. (empleada municipal). Una charlatana, se aprovechó de tanta gente que no sé cómo no terminó presa, mire lo que le digo. El pueblo convulsionado y aparece ella que dice que puede sanar con no sé qué tontería psíquica. No sé. Ni siquiera iba a la iglesia, cuando el padre fue a verla, porque todo el mundo hablaba y entonces él quiso conocerla, porque se suponía que la virgen o un ángel, algo tenía que haberla visitado para que ella tuviera ese don, ¿no? y ella le dijo que no, que no había recibido ninguna señal, que solo podía mover los pensamientos. ¿Se da cuenta? No solo era una charlatana sino que se quería sacar a la Iglesia de encima, como si le fueran a pedir algo.

Mateo P. (hermano). A la Leda le venían cosas en los sueños. Ella no quería decirnos mucho porque nos cuidaba. Era callada, desde chiquita era así. Y cuando murió el abuelo, más. Decía cositas y después se quedaba rara, como sola. Pero en los sueños había un perro y Leda le tenía un miedo de muerte. No sé qué le hacía. Eso no decía nunca. Solo que como dormíamos en la misma pieza, pegaditos los colchones, yo le escuchaba hablar a la noche y ella repetía que el perro no, y después los gritos. Y cuando se despertaba no quería contar pero yo le pregunté una vez y ella dijo que sí, que había soñado, que el animal andaba rondando por la casa. Pero eso solo me dijo. Y en los sueños fue que supo que la Hans estaba enferma antes que nadie y que iba a ser la primera. Por eso le creyeron, porque antes de que los médicos supieran, ella ya había dicho: la Hans está enferma y no va a vivir. Desde entonces la gente empezó a venir. Leda los atendía a todos, uno por uno, aunque estuviera cansada, muerta de sueño, ella los escuchaba. Y solo pedía descansar cuando le venían los temblores.

Alicia C. (comerciante). La llevé porque no nos daban alternativas. Los médicos decían que no había nada para hacer, que el único tratamiento era paliativo y que Verónica estaba en la misma situación que los otros. Esto fue en febrero, ya había más de trescientos casos, algunas familias querían traslados a Capital Federal, pero el Gobierno no dejaba que ningún enfermo saliera de General Ruiz. Estaba esa idea del contagio todavía. Y entonces una mujer que viene a comprar siempre al local me habló de Leda. Al principio no le hice caso porque yo nunca fui de creer en esas cosas. Acá hay gente devota de la Madre María o de La Teresita, pero para mí eran todas supersticiones o peor todavía, estafas de gente que se hace pasar por santa para sacar plata. Entonces, mientras estaba con Verónica y cada día ella peor y peor, se me acercó la enfermera Mónica, y me dijo que fuera a ver a Leda, que ella me iba a ayudar. Creo que tardé todavía dos o tres días en decidirme. Me hicieron firmar tantos papeles, tanta cosa. Los doctores me retaban que no podía llevarla, que nadie estaba autorizado a salir del pueblo, que en casa iba a estar peor. Yo tenía vergüenza pero no podía ver que Verónica se iba sin hacer nada. Nos fuimos y con el mismo remis llegamos a la casita. La cola era larguísima. Le conseguimos una silla y alguna gente nos iba cediendo de a poquito el lugar cuando la veían tan mal. Cuestión que entramos y Leda me pidió quedarse sola con ella. Estuvo un rato largo esa primera vez. Dos horas, capaz un poco más. Tiene que volver mañana, me dijo el hermano cuando me la entregaron. Y así fuimos dos, tres semanas. Todos los días. Y para marzo Verónica empezó a hablar más y a comer. No era como antes, no. Ya no volvió a ser. Pero al menos está viva, la enfermedad no se la llevó.

Lidia B. (médica). Nos llegó el rumor, sí. Habrá sido a comienzos de marzo. Se decían tantas cosas, dentro y fuera de General Ruiz, que no le hicimos caso. La situación era crítica, el enviado de Washington todavía no había hecho la conexión, todo era un caos y nuestros esfuerzos se enfocaban en encontrar una matriz explicativa. No, claro que no le hicimos caso. Usted me pregunta si hoy, con quinientos pacientes en estado crítico y los primeros portadores muertos, yo escucharía con atención el cuento de una curandera, y le respondo lo mismo que dije en ese momento: el hecho de no poder entender no nos da derecho a no explicar científicamente lo que está pasando.

Catalina L. (vecina). Solo voy a decir lo que vi: una chica pobre, que vivía en la mugre, explotada por los hermanos para hacer dinero. La exprimieron hasta que se les fue. Si hubieran podido mandarla a hacer la calle, la hubieran mandado. Pero les salió esto de las sanaciones y mal no les fue, eh. Después, cuando tuvieron a toda la gente enojada en la puerta, con el cuento de que la Leda no atendía más porque estaba enferma, se tuvieron que ir. La enterraron y se fueron como ratas por tirante.

Pablo L. (hermano). Se fue cayendo la Leda. Cada día más cansadita, ¿vio? Ella quería atender a la gente pero no daba abasto. Los temblores le venían cada vez más rápido, a veces ni llegaba al mediodía. Y la gente no quería entenderla, ¿vio? Pensaba que queríamos plata. Nos traían de todo. Un tipo se vino con una de esas camionetas grandes, nuevita, eh, y nos dio las llaves, que por favor la Leda tenía que ver a su hija. Pero mi hermana no era que quería plata, es que ya no podía. Me dijo que los sueños le estaban cambiando, que ahora solo veía desierto mientras dormía, que no había nada más que desierto por todas partes. Yo le hablé a la gente para explicarle pero no la entendían. Se enojaban con nosotros, con el Mateo y conmigo, que éramos los que recibíamos. Hasta que un día hubo que decirles que no, la Leda no podía más, que no iba a atender a nadie, que se tenían que ir para las casas. Se quedaron. Días y noches estuvieron ahí afuera, acampando, debajo de la lluvia y del sol, no les importaba nada. Hasta alguna piedra le tiraron a la casa pero siempre de noche, para que no los viéramos, porque de día nadie se animaba. Y mientras la Leda dejó de hablar, estaba despierta, con los ojos abiertos, pero no hablaba ni se movía, como ida estaba. El Mateo dice que se puede dormir así, con los ojos abiertos, pero yo creo que mi hermana se vació. Le sacaron todo lo que tenía adentro, de tanta gente que vino, y quedó vacía.

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