22 de diciembre de 2014
Mientras evalúa el regreso de La Pesada del Rock and Roll, Billy Bond reconstruye el derrotero que lo convirtió en uno de los fundadores del rock argentino. Su éxito como empresario teatral en Brasil.
A lo largo de sus 70 años de vida, Giuliano Canterini cambió varias veces de piel. La primera de esas mutaciones ocurrió cuando, siendo apenas un niño, abandonó su Génova natal para instalarse en Argentina. La segunda llegó de la mano de los discos de Little Richard, Gene Vicent y Elvis Presley, que lo impulsaron a iniciar una carrera musical. Luego, ya bajo el seudónimo de Billy Bond, las transformaciones continuaron. Pasó del beat inocente de sus primeras piezas a la furia eléctrica de La Pesada del Rock and Roll. De hacedor de La Cueva, reducto aglutinador de los pioneros del rock vernáculo, a productor de álbumes seminales como Vida, de Sui Generis.
A finales de 1974, huyendo de la Triple A, se radicó en Brasil. Allí tuvo lugar su metamorfosis más sorprendente: de vocalista de una banda de melenudos a director ejecutivo de una de las corporaciones de entretenimiento más importantes de Sudamérica. Actualmente, Canterini es un exitoso empresario teatral. De visita en Buenos Aires, mientras evalúa ofertas con vistas a un posible regreso de La Pesada, hace un alto en su agenda de trabajo para entregarse a una charla distendida. Este hombre esbelto y atildado, con un castellano salpicado de expresiones en portugués, acepta el desafío de emprender un viaje a través del tiempo.
«De adolescente estaba subyugado por canciones como “Long Tall Sally” o “Be bop a lula”. Las cantaba en casa, mientras iba para el colegio. ¡No podía parar!», rememora desde el loft de un hotel de San Telmo. Así, el músico y empresario apodado Bondo comienza a desandar su fascinante historia. «Cuando tenía 18 años solía ir a unos bailes organizados por Mario Naom, disk jockey y manager de músicos», cuenta. «Uno de sus protegidos dio una exitosa prueba en el sello CBS y se convirtió en el líder de Jackie y Los Ciclones. El grupo, que imitaba el estilo de Chubby Checker, consiguió cierta repercusión y empezó a realizar shows. Entonces Naom, que había vislumbrado en mí condiciones de cantante, me convocó para abrir los conciertos».
–¿Qué recuerdos tiene de aquellas épocas?
–Me presentaba con un quinteto bajo el nombre de Sandy y Los de Fuego. La banda se llamaba así porque los músicos usaban unos trajes color rojo furioso. Yo, como era el vocalista, me vestía con un saco de lamé blanco. Actué en varios bailes, pero después surgieron discrepancias económicas y el conjunto fue reemplazado por otro que estaba montado alrededor de un nuevo cantante, también apadrinado por Naom. Un tal Roberto Sánchez: así nacieron Sandro y Los de Fuego.
–Tras esa experiencia, formó Los Bobby Cats y luego Los Guantes Negros. Del final del primer grupo al comienzo del segundo pasaron pocos meses, sin embargo las propuestas de uno y otro eran marcadamente diferentes.
–Con Los Bobby Cats imitábamos a Los Teen Tops, una banda mexicana que interpretaba éxitos del rock anglosajón en castellano. En cambio, con Los Guantes Negros emulábamos a los Beatles. El conjunto tenía un perfil más profesional gracias a los aportes del guitarrista Ricardo Lew y el baterista Alberto Hualde, quien después formaría Alma y Vida. De hecho grabamos varios simples y actuamos en televisión. Nuestras perspectivas eran buenas, pero con el desembarco de Los Shakers, por lejos la mejor propuesta beatle de la época, volamos por el aire.
–Durante su período en Los Guantes Negros armó La Cueva. ¿Cuál fue el origen de ese emprendimiento?
–Me gustaba mucho el free jazz y solía concurrir a un lugar, que quedaba sobre la avenida Pueyrredón a metros de Juncal, llamado La Cueva de Pasarotus. Allí se juntaban músicos como Néstor Astarita o Jorge Navarro y se armaban unas zapadas tremendas. Con el tiempo, el negocio empezó a declinar. Entonces, junto con dos amigos, alquilamos el local. Nos pasamos cinco días pegando fotos de los Beatles en las paredes y una noche, a mediados de 1965, abrimos.
–Casi de inmediato, el sitio se convirtió en un punto de referencia para la primera camada del rock local.
–Así es. El primero que actuó en La Cueva fui yo, pero al tiempo empezó a llegar gente como Litto Nebbia, quien echó a rodar a Los Gatos allí. Cayeron Moris y Pajarito Zaguri, que armaron Los Beatniks. También Tanguito, Javier Martínez y Miguel Abuelo. Ese sótano oscuro y maloliente parió al rock argentino.
–¿Por qué dejó de funcionar?
–Desde el comienzo tuvimos problemas, tanto con los vecinos como con la policía. Los primeros nos denunciaban por «ruidos molestos» y los segundos nos sometían a razzias constantemente. En junio de 1967, tras el estadillo de una bomba que nos pusieron en la puerta del local, debimos cerrar.
–Volviendo a su carrera musical, ¿cómo se convirtió en solista?
–A Carlos Bayón, productor del programa de televisión La escala musical, le gustaba la manera en que me desenvolvía en escena. Entonces, por su intermedio, conseguí un contrato discográfico. Como Giuliano Canterini no sonaba muy rockero, un directivo de la compañía me puso Billy Bond. El nombre lo sacó de Billy The Kid, el bandido norteamericano, y el apellido de James Bond, el famoso agente secreto.
–Entre 1967 y 1969 editó varios simples y dos long plays. En esas producciones hay desde temas de Herman’s Hermits, Stevie Wonder y Manal hasta piezas de Roberto Carlos. ¿Cuál era el criterio a la hora de elegir las canciones que registraba?
–Ninguno. El repertorio, en su mayoría, lo decidía el director artístico de la compañía. Como el objetivo era vender discos, me hacía grabar composiciones de intérpretes que estaban de moda.
Tiempos violentos
Promediando 1971, el rock argentino se encontraba en un período de incertidumbre. Sus bandas seminales, Los Gatos, Manal y Almendra se habían disuelto. Mientras que Mandioca, el sello que había lanzado a Manal, Moris, Miguel Abuelo y Vox Dei, era consumida por su propio caos financiero. El surgimiento de La Pesada del Rock and Roll, un colectivo de músicos nucleados alrededor de Billy Bond, reorganizó la energía dispersa gracias a su propuesta visceral e irreverente. «La fórmula era simple: artistas populares haciendo canciones para la gente», sostiene.
–¿Cómo se gestó La Pesada?
–Jorge Álvarez y Pedro Pujó, los hacedores de Mandioca, me propusieron registrar un álbum. Como estaban sin un peso por la bancarrota de su sello, se asociaron con el productor Ricardo Kleiman, quien financió la grabación. En el disco colaboraron amigos como Luis Alberto Spinetta, Pappo y Javier Martínez. El trabajo anduvo bien, entonces surgió la idea de presentarlo en vivo: por eso armé la banda. Al principio hubo mucha rotación de músicos, pero luego consolidé una formación estable. La integraban los guitarristas Kubero Díaz y Claudio Gabis, el bajista Alejandro Medina, el violinista Jorge Pinchevsky y el baterista Isa Portugheis.
–El grupo desarrolló buena parte de su carrera en tiempos de dictadura. Teniendo en cuenta que canciones como La pálida ciudad o Para qué nos sirven retrataban el contexto represivo de la época, ¿en algún momento temió sufrir represalias?
–Sí, pero el miedo no me paralizaba. Los que conformábamos La Pesada teníamos un coraje casi delirante: íbamos al choque porque nos creíamos invulnerables, aunque, en realidad, estábamos enfrentando al dragón sin espadas.
–Otra apuesta arriesgada fue cuando, en pleno gobierno de Lanusse, lanzó una versión rockera de La marcha de San Lorenzo. ¿Cómo surgió la idea?
–Durante un descanso, en medio de las sesiones de grabación de nuestro segundo álbum, se armó una zapada. Sobre esa base, comencé a cantar los primeros versos de la marcha. Le dimos forma y la registramos, pero luego, conscientes del riesgo que corríamos, debatimos la posibilidad de publicarla o no. Finalmente la editamos, pero casi ni se difundió, porque fue prohibida por la dictadura.
–La Pesada comenzó a desmoronarse tras un fatídico show en el Luna Park. ¿Qué recuerda de esa noche de 1972?
–Las populares rebalsaban de gente, mientras que las plateas estaban casi vacías. El público comenzó a pasarse a esas localidades, y la reja divisoria cedió. Entonces apareció la policía y empezó a reprimir. En minutos, el lugar se transformó en un campo de batalla.
–Las crónicas que reconstruyeron el episodio sostienen que usted, en lugar de desalentarlos, pronunció la célebre frase «rompan todo».
–Si dije o no esas palabras es insignificante. Lo más importante de aquella jornada fue que, por primera vez, nosotros le devolvimos a la policía algo de lo mucho que nos había dado. Durante años fuimos perseguidos, humillados, amenazados y encarcelados. Pero esa noche los canas debieron batirse en retirada porque 7.000 chicos los cagaron a trompadas.
–Entre 1972 y 1974, además de los trabajos con La Pesada, produjo álbumes de Raúl Porchetto, Alejandro Medina, David Lebón y Sui Generis, entre otros. ¿Cómo llegó a concentrar en sus manos a buena parte del rock argentino?
–En Music Hall, el sello que editaba al grupo, Jorge Álvarez y yo nos movíamos con total libertad. Por eso pudimos grabar discos como los de Kubero Díaz y el Negro Medina. Paralelamente, Álvarez se asoció con Mario Kaminsky, director de Microfón, y creó un subsello llamado Talent, donde también trabajábamos sin restricciones. Allí publicamos dos volúmenes de Claudio Gabis y el debut de Sui Generis. En todos los proyectos participaron miembros de La Pesada: el talento y la generosidad de ellos hizo posible aquellas obras.
Negocio del rock
A finales de 1974, La Pesada ya era un recuerdo y la Argentina se encaminaba al mayor baño de sangre de su historia. Corrido por la amenazas de muerte de la Triple A, el Bondo emigró a Brasil. Una vez instalado, trabajó junto con el cantante Ney Matogrosso. Dos años después se sumó a Joelho de Porco, un grupo que, asegura, era una «cruza de Sex Pistols con Gilberto Gil». Luego desarrolló una veta empresarial, que lo convirtió en director ejecutivo de unas de las corporaciones de entretenimientos más importantes de la región: se trata de la compañía responsable de la llegada al país vecino de bandas internacionales de renombre. Actualmente, Canterini regentea 7 teatros donde produce musicales al mejor estilo Broadway, que emplean a más de 400 personas.
–En los años 70, el rock era considerado un movimiento contracultural. Como protagonista de esa época y hombre de negocios, ¿considera que ahora el género, rodeado de sponsors, se convirtió en una mercancía más del capitalismo?
–Jamás creí en posturas radicales. Es necesario negociar con quienes detentan cierto poder económico, porque son los que facilitan la concreción de los proyectos. No es pecado tener espónsores que te banquen. Si La Pesada los hubiera tenido, tal vez habría durado más.
–Entre las facetas de músico, productor y empresario, ostenta una trayectoria de casi 5 décadas. ¿Cuál sería su balance del camino recorrido?
–A lo largo de todos esos años morí y renací varias veces. Pero no suelo mirar hacia atrás, porque todavía tengo mucho por delante.
—Gabriel Martín Cócaro
Fotos: Jorge Aloy