De cerca

«Delete jamás»

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Dice que la novela es el género donde más libre y feliz se siente y que aprendió a escribir a los 4 años para conquistar a su padre. A sus 58, asegura que la literatura es «siempre una decisión y una discusión».

 

Federico Jeanmaire pasa horas de paciente encierro, acompañado únicamente por su pasión por las historias a las que va siguiéndoles el rastro desde la pantalla de su computadora. Nacido en la bonaerense Baradero hace 58 años, Jeanmaire llama la atención, en principio, por su prolífica producción. Y por otra parte, es notoria su dedicación exclusiva a la novela como mapa en donde va trazando sus recorridos artísticos. Los títulos de sus obras refieren un variado abanico de intereses: desde la historia nacional con polémicos próceres a la cabeza, hasta historias marginales, pero que develan climas sociales. También escribió biografías ficcionales que dirigen su mirada hacia individuos arraigados fuertemente en su mundo personal.
Mirando en retrospectiva, Federico Jeanmaire recuerda que el puntapié inicial en la construcción de este camino lo dio a sus 22 años, viviendo en Madrid. Como una puesta en escena simbólica, decidió cambiar su guitarra por una máquina de escribir. Además de dedicarse al oficio de la palabra, cuando volvió a la Argentina, Jeanmaire fue profesor en la carrera de Letras de la UBA, en la misma facultad donde se había recibido de licenciado.
Considerado además como uno de los más importante especialistas en Don Quijote de la Mancha, el año pasado, cuando se conmemoraron los 400 años de la publicación de la segunda parte de la novela, fue invitado a dar una charla en la Embajada de España en Buenos Aires. Ha recorrido el país dictando seminarios donde apasionadamente comparte sus lecturas del clásico que, como él dice, son más producto de las intuiciones de un escritor que de las intelectualizaciones de un académico. Vale la pena leer Miguel, la biografía ficcional de Cervantes, y Una lectura del Quijote para hacerse un idea cabal de la profundidad y originalidad de su abordaje de esta obra capital para las letras hispanoamericanas.
Investigador del Siglo de Oro español por una beca que le dio la Cancillería de España en 1990, Jeanmaire obtuvo importantes premios literarios. En 1990, Miguel, su biografía ficticia de Cervantes, fue finalista del Premio Herralde de Novela. Con Mitre, obtuvo el Premio Especial Ricardo Rojas a la mejor novela argentina escrita en 1997. Y en 1999 ganó el premio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Otros galardones fueron el de Emecé por Vida interior, en 2008, y al año siguiente el Premio Clarín de Novela por Más liviano que el aire. Desde hace tres décadas trabaja en la hemeroteca de la Biblioteca del Congreso de la Nación y su vida artística se podría sintetizar con una conocida cita literaria: el presente es suyo por la «prepotencia de trabajo». Mientras algunos escritores, aun famosos, tienen poca obra editada (algunos muy célebres por una sola novela, en la Argentina y en el mundo entero) y ellos o sus críticos hacen un culto al descarte, a la corrección permanente con bollos y bollos de papel en el cesto de basura, otros producen sin parar ni arrepentirse. Federico Jeanmaire está en esta última categoría. «¿Borrás o tirás lo que no te gusta?», le preguntamos. «Delete jamás», contesta, «todo sirve o servirá más temprano o más tarde».
–¿Cuándo empezaste a escribir?
–Aprendí a leer y a escribir solo cuando tenía 4 años y fue básicamente para conquistar a mi viejo, porque lo único que él hacía era leer. A los 6 años llevaba un diario donde contaba cosas que pasaban en mi familia y algunas que pasaban en el país, que las robaba de los diarios y las copiaba cambiando las palabras para que nadie se diera cuenta. Ese diario tenía 4 páginas; en la segunda, hacía un editorial que siempre estaba en contra de mi único hermano. Ya en la adolescencia tocaba la guitarra y escribía mis canciones. A los 16 y 17 intenté escribir una obra de teatro que no terminé y cuentos que tampoco terminé. También empecé a escribir algo de poesía. A los 20 años me fui a vivir a Europa y ahí seguí escribiendo, poemas más que nada. Pero probé con otros oficios: actor, pintor… Quería hacer algo artístico porque me parecía que si no la vida era muy aburrida. Y fracasaba en todo. Hasta que un día se me ocurrió que podía intentar escribir, pero encarándolo como una posibilidad de hacer una vida con eso. Lo paradójico del asunto era que yo era muy joven, vivía en Madrid y me ocurrían dos cosas muy fuertes al mismo tiempo: enamorarme por primera vez y decidir esto. La decisión de ser escritor tuvo que ver también con hacerme adulto. Y empecé a escribir una novela.
–¿Por qué una novela?
–Primero intenté un cuento acerca de un grupo de chicos que buscaban a los padres desaparecidos de uno de ellos. Transcurría en mi pueblo y cuando tenía una página escrita los chicos llegan a la plaza del pueblo a jugar a las escondidas. En la plaza de Baradero, el pueblo donde nací, hay una única plaza, en el medio tiene una pirámide con una cóndor arriba y eso me había impresionado desde chiquito. No entendía por qué la escultura de San Martín que también estaba en la plaza no se había puesto cerca del cóndor. Me inquietaba entender qué tenía que ver una pirámide en medio de ese paisaje que es horizontal absolutamente porque Baradero está en plena Pampa. Entonces, cuando en el cuento los chicos llegan a la plaza, empecé a escribir sobre todo lo que había pensado cuando era chico sobre ese tema. Escribí muchas páginas y ahí descubrí la novela.
–Y escribiste mucho en ese género. ¿Por qué preferís esa forma?
–Para mí es el lugar donde soy más libre, donde soy más feliz, donde puedo poner todo aquello que se me ocurra y, por supuesto, siempre dentro de un límite y siempre dentro de lo que busco. El cuento no te permite jamás eso. Creo que, a la vez, también ahí descubrí que no se puede escribir cualquier cosa. Indefectiblemente cada uno tiene que escribir lo que su temperamento le marca.
–¿Cómo surgen en general tus novelas?
–Casi siempre parto de un hecho o una idea muy mínima. Por ejemplo, en Más liviano que el aire, vi una noticia por televisión sobre una señora de 80 y pico de años del barrio de Paternal a la que le entró un chico a su casa para robarle. La mujer, lejos de atemorizarse, lo sacó a escobazos y los vecinos tuvieron que salvar al chico. Por otra parte, yo no soy de planificar nada. No podría escribir una novela sabiendo de antemano qué es lo que quiero escribir, me aburriría. Quiero que cada día me sorprenda lo que les va ocurriendo a los personajes.


–¿Tampoco tenés previamente una estructura, sus capítulos, etcétera?
–Para nada. Las estructuras de la novela te la va dando la novela misma y realmente las decidís cuando ya tenés varias páginas. Recién ahí, de algún modo, te enterás de qué es lo estás haciendo con esa novela. Cuando escribís es más importante la libertad que pensar en estructuras. Además, ni vos mismo entendés siempre lo que estás haciendo. Por ejemplo, siguiendo con Más liviano que el aire, la que habla es la vieja y el chico no y eso lo descubrí cuándo tenía unas 30 páginas, pues hasta ese momento parecía un diálogo entre esos dos personajes. Me resultó más literario que no apareciera directamente lo que el chico contestaba, porque de esa manera ponía la mirada en la sociedad en la que vivimos, donde esos pibes marginales no tienen mucho poder de expresión y señoras como esas, sí.
–¿Cuál fue tu formación?
–Estudié Economía y llegué hasta el último año de la carrera. En ese momento me fui a vivir a España. Regresé al país con la democracia y me puse a estudiar Letras. Pero estudié la carrera por casualidad. Yo quería escribir, de hecho ya estaba escribiendo desde hacía varios años. Un día, recién llegado, un amigo mío me llevó al bar Seddon, que estaba en la esquina de Córdoba y 25 de Mayo, muy famoso en esa época marcada por la llegada de Alfonsín al gobierno. En un momento dado estábamos borrachos y mi amigo me empezó a acusar de que yo no quería estudiar Letras porque era un miedoso. Y en esas cosas de borrachos, yo le contesté: «Bueno, voy a estudiar Letras». Fue más una idea de él que mía. Da la casualidad que a los dos o tres días fui a la Facultad y justo estaban haciendo la inscripción.
–¿Qué influencia tuvo en tu escritura tu paso por la facultad?
–Me encantó hacer la carrera. Y como ya era un poco más grande, ya tenía 26 años, no la sufrí. Había muchos compañeros míos más chicos que sí la sufrían porque iban ahí pensando que querían escribir, pero dejaban de escribir porque de repente les caía toda una biblioteca encima. Eso los mata porque piensan que no pueden hacer nada, que está todo hecho, lo cual es una verdad también, pero considero que el escritor es un inconsciente en cierta medida. Cuando vos querés escribir no es bueno hacer la carrera de Letras a los 18 años. Yo siempre leí muchísimo y a mí la facultad me sirvió básicamente para sistematizar lecturas, pero nunca dejé de escribir. Pero esto es muy relativo; por ejemplo, he tenido compañeros que han hecho las dos cosas: han podido escribir y han hecho una carrera académica bárbara: Miguel Vitagliano, Martín Kohan, Aníbal Jarkowski y muchos otros.
–¿Qué opinás de los talleres literarios?
–Mi único taller fue El Quijote. Lo mucho o poco que sé de escribir lo aprendí con ese libro. Nunca había coordinado un taller porque siempre me pareció que era muy complicado. Creo que cuando uno llega a dar un taller ya tiene algún trabajo hecho y eso implica que uno ya tiene una estética muy definida, con lo cual es un problema porque a los talleres va gente que todavía no es consciente de que tiene una estética propia. Me parece bastante arduo evitar que esa persona pierda de algún modo cosas estéticas propias por culpa de que vos, desde el lugar central, le puedas bajar una línea estética que no es la de ellos.
–Pero coordinaste un taller durante cinco años…
–Sí, empecé a dar talleres en 1999 porque quise probar si podía hacerlo sin los inconvenientes que sabía que podían ocurrir. Por ejemplo, creo que el uso de consignas no sirve porque te hace dependiente de ellas para escribir. La literatura es una discusión absoluta y permanente entre los que la hacemos, los que la publican, los que la leen, los periodistas, entre todos los que tienen algo que ver con el libro. Creo que la discusión básica es qué es la literatura. Esto pasa con todo el arte. Es siempre una decisión y es siempre una discusión. Ya es bastante complicado que, para poder llegar a algo con lo que hacés, tengas que aferrarte mucho a tu estética y defenderla, sobre todo en el primer momento. Tenés que convencer a mucha gente de que eso que hacés es literatura. Entonces, cuando estás bastante hecho estéticamente y lo tenés bastante sistematizado en tu cabeza, el coordinar un taller se vuelve una tarea sumamente compleja. Debe entenderse que cada uno de los que participan tiene su propia línea estética y nadie puede meterse con eso, porque está bien como está.
–¿Cómo te influyó El Quijote?
–Básicamente, me enseñó que escribir es un ejercicio de la libertad. También aprendí muchísimo de los procedimientos de escritura, desde lo más básico a lo más complejo, no sé si tanto estéticamente. Una de las cosas que tienen que ver con mi estética y que sin lugar a dudas viene del Quijote es todo el trabajo con los diálogos. Logré entender también qué era un narrador, cómo se hacía para narrar algo, qué era el tiempo, que era el espacio en una novela, cómo se construía un personaje y cómo se lo destruía. Todo eso está en El Quijote, es la gran novela para mí.
–¿Qué otros autores te han influido más estéticamente?
–Mi escritura tiene un montón de parentescos con, por ejemplo, Sarmiento en su forma de puntuar, con Camus, con Di Benedetto. Consciente o inconscientemente te ves influenciado por lo que leés. Es seguro que uno no escribe solo, escribe con todo lo que leyó, con lo que más quiere de lo que leyó y lo personaliza, no se trata de plagio ni nada por el estilo. Todos los escritores nos apropiamos de lo que hay y el trabajo de apropiación es un trabajo que tiene que pasar por tu cuerpo y tiene que rendir de otra forma.

Marcela Fernández Vidal
Fotos: Jorge Aloy

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