De cerca | ENTREVISTA A OSQUI GUZMÁN

«El arte siempre es político»

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Mariano del Mazo - Fotos: Juan Quiles

En El Bululú funde la legendaria puesta de José María Vilches con su propia autobiografía, la de un actor callejero forjado al calor del teatro popular en La Boca.

La sala del Teatro Metropolitan vibra en una ovación cerrada. Después de un minuto de aplauso ininterrumpido, la voz de un hombre canoso resuena desde las butacas como un desahogo y convoca a una nueva ovación: «¡Aguante la cultura!». Tiene el tono de un grito de guerra. Osqui Guzmán acaba de terminar un nuevo martes de El Bululú, en el que funde la ya legendaria puesta de José María Vilches con su propia autobiografía, un actor hijo de bolivianos que en algún momento de su adolescencia fue atravesado por el teatro popular.

Vilches fue un actor español que estrenó El Bululú en la Argentina 1974. En su versión, la obra reflejaba las rutinas de actores trashumantes que andaban por los caminos con el único fin de reproducir la ancestral experiencia teatral. Gran paradoja: Vilches murió precisamente en uno de esos caminos, en un accidente de tránsito, muy joven. Guzmán se enamoró de la leyenda de Vilches y se embelesó con un casete que reproducía el audio de una de las funciones. Y se dedicó a hacer «su» El Bululú. Allí combina los poetas del Siglo de oro español con el oro de Potosí y el oficio de costurera de su madre con una idea perturbadora que él mismo cuenta con bellas palabras: «Consciente de que el presente se deshilacha, siento que somos retazos cosidos por esa máquina de coser memoria que es el teatro».

Con una sólida trayectoria también en cine y televisión, Guzmán es en esencia un intérprete de escenario. Su infancia, humilde, transcurrió en el barrio de la Boca. De muy pequeño se interesó por las artes marciales, practicó kung fu, y su destino parecía marcado por la carrera de Medicina. Era el designio aspiracional de la frase «m’ hijo el dotor». Tal fue la presión de su padre, que quería para él un título universitario. Por una serie de causas y azares se anotó un angelado día en la Escuela Nacional de Arte Dramático y su vida cambió para siempre. «Nací en un cuartito de Viamonte y Callao, pero yo recuerdo mi niñez a partir de los 10 años, cuando nos mudamos a la Boca», dice. «Me identifico con todo lo que tenía el barrio: jugar en la calle a la pelota, la plaza, los amigos, vagabundear por ahí, las casitas de chapa y madera, los gitanos, el inmigrante. Es decir, el entramado típico de la Boca, con esa estética hecha de materiales reciclados. Ahí, en esas calles, encuentro mi identidad. Ahí descubrí el teatro».

–¿Cómo fue el descubrimiento?
–De manera accidental. Era muy jovencito, había conseguido empleo en un supermercado. Cuando me echaron, un amigo del colegio me dijo que su novia estaba en el Conservatorio de Arte Dramático. Le pregunté qué era eso, y me dijo algo muy lindo: «Es como una facultad de actores». Me gustó la frase. Y también me gustó que la carrera tenía algunas disciplinas como esgrima, acrobacia, que pensé que me iban a servir para mejorar el kung fu. Me metí. Tiempo después, en la Boca, comencé a construirme como actor. Vi un cartelito en un bar que decía: «Audición para actores para el elenco del teatro callejero de la Ribera». Me dieron a leer un sainete de Ivo Pelay y Luis César Amadori, Las andanzas de un ropero. Leí cada uno de los personajes: estaban el Tano, el Gallego. ¡Los conocía a todos!

–Diste la audición y quedaste.
–Quedé. Empecé a trabajar en Caminito. En la calle, para vecinos, para los de los conventillos y para los turistas, todos mezclados con las gitanas que te leían las manos. No pasamos la gorra porque el director, con mucha conciencia social, opinaba que era nuestra función dar teatro gratis a la gente. Era pura vocación. Me levantaba los domingos a las diez de la mañana, iba al Teatro de la Ribera, buscaba el cartel en el último piso y lo ponía en la entrada de Caminito: «Hoy función a las 15 hs». Así empecé, de manera totalmente artesanal.

–¿Tus padres qué decían?
–Siempre fueron de clase obrera. Nunca fuimos al teatro. Mis padres vinieron de Bolivia de grandes. Mi mamá llegó a los 18 años y heredó de mis tías el viejo oficio de las costureras. Esas tías habían venido antes, y estudiaron las carreras de costureras y planchadoras. Mi mama también, y además estudió como confeccionista. Tenía el taller en casa. Aquí en la Argentina conoció a mi papá, que llegó escapando de la dictadura boliviana. ¿Por qué te cuento todo esto? Ellos esperaban de mí un doctor. No me disgustaba la idea. Yo lo había considerado, pero me tiró el teatro. Y me la jugué. Cuando se enteró que seguiría actuación, mi padre me torció la cara y dejó de hablarme. ¡Por tres años!

–¿Tres años sin hablarte?
–Exactos tres años. Fue la primera comedia de enriedos que protagonicé, ¡y fue en la vida real! Si tenía que decirme algo, se lo decía a mi madre y ella me lo decía a mí aunque estuviéramos en la misma habitación. No me dirigió la palabra por tres años. Un día hice una audición en el teatro San Martín y entré. Fue un salto importante, ganaba un salario y empecé a ayudar en casa. Mi papá le preguntó a mamá de dónde sacaba la plata. Mi vieja le contó. Y sin que yo supiera, vino a verme al San Martín. Yo lo vi entre el público, al final me aplaudió llorando. Me pidió perdón. Me confesó que se había equivocado. «Te cagué la vida», me dijo. Fue muy fuerte… Yo le dije que no, que no me había cagado la vida, que los dos estábamos vivos y podíamos empezar una nueva etapa. Hasta que murió no nos despegamos. Fue mi mejor amigo hasta el último día de su vida.

Vuelve a El Bululú, a su vínculo entrañable con el fantasma de Vilches: «Es como si fuera un hechizo del tiempo. Cuando empecé a hacer teatro callejero mi director, Juan José Citria, que fue como un padre para mí, me dio ese casete que me cambió la vida. Era Vilches haciendo Quevedo, Lope de Vega, también Lorca. Me metí de lleno. Y cada vez que hice El Bululú, en cualquier lado, fue una locura. En Porto Alegre, que tal vez se perdieron algunos textos por el idioma, ¡me levantaron en andas! Francisco Pesqueira, que es actor, me contó que era muy chiquito cuando su mamá lo llevó a ver la puesta de Vilches. Estaban en una de las filas de adelante. En un momento, unas gotas de transpiración de Vilches cayeron sobre ellos dos. La mamá hizo como que agarraba ese sudor, lo miró a Francisco y le dijo: “¿Ves esta gota? Esto es un actor”».

Guzmán siempre tuvo un vínculo con la poesía. En tiempos de pandemia, dio unos muy concurridos recitales en la terraza de El Picadero. «La poesía me ayuda en los tiempos difíciles. Tengo una gran memoria para recordar poemas», dice, y recita «La voz y la palabra», de José Agustín Goytisolo: «Tienes tu parte en la felicidad/ aún en medio de un mundo en bancarrota/ Te enfureces, te afliges y apartas el diario/ mas con esto no alivias el total desamparo/ de millones de seres a los que se ha vedado el derecho a existir/ La única tierra que han de tener es una sucia fosa». A partir del año 1992 comenzó a trabajar profesionalmente en teatro, destacándose en obras como El niño argentino y en películas como Topos y Tiempo de valientes.

Su primer protagónico en cine fue con El torcan, de Gabriel Arregui, en el que personificó al cantante de tangos Luis Cardei. «Fue inolvidable hacer de Luisito. No fue nada fácil el papel. Fue un cantor único», recuerda. En televisión destacó en Campeones de la vida, Malandras y Hermanos y Detectives. En 2011 debutó como dramaturgo y director en la obra El centésimo mono. No para. Y así como en el Teatro Metropolitan un espectador gritó «¡Aguante la cultura!» como quien agita una bandera de resistencia, observa que se viven tiempos especialmente complejos. «Ir al teatro es mucho más significativo que antes: hay una sensación de lucha. La gente dice “me vino el doble de luz, de prepaga, de gas, de colegio, la comida sale más cara, pero ¡voy a ir a igual al teatro!”. El tema creo que es juntarse, estar. Vamos a sobrevivir. Esto va a pasar. La presencialidad es clave. Es como cuando vas a una marcha: no lo hacés únicamente por vos, lo hacés por la multitud. Ser un grano de arena. Es como decir: “No nos conocemos, pero estamos”. Eso es lo que provoca el teatro, un arte que no puede ser reemplazado por la inteligencia artificial».

–¿Te sentís agredido por este Gobierno?
–Sí, pero no es algo que ocurre solamente con la cultura. Son tiempos álgidos para todos. Y bueno, la cultura fue elegida como un blanco. Entre tantos sectores perjudicados, es uno de los más atacados. El arte cumple una función. En griego se dice «tekné», que significa «técnica», saber hacer algo. Y finalmente, es la simbología de la experiencia humana. Una escultura, una canción, un cuadro, una danza, lo que sea, es poner en forma algo alegórico. No es otra cosa que metaforizar la experiencia humana, que siempre es política. Porque ayuda a pensar. Por eso el arte es considerado un enemigo vital. La cultura es un enemigo porque es muy potente. Si bien necesitamos de herramientas para fortalecer esa cultura, no la pueden doblegar: es invencible. Es como una planta que crece en todos lados. Si la regás, si la cuidás, si cortás las ramitas, crece más fuerte y más rápido. Cultura viene de «cultivo». Es lo que el pueblo cultiva. Son los fideos con tu mamá, es ir a la cancha con tu hijo. Es todo. Es un momento que nos invita a vernos no como masa, sino como comunidad. Y es cierto que la cultura ayuda a pensar. Pero iría más allá: la cultura «es» el pensamiento.

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