30 de noviembre de 2015
Tocó con Soda Stereo, Charly García y Los Ratones Paranoicos. Empresario gastronómico y futbolero desencantado, Fabián Von Quintiero habla de su libro y su presente en la tele.
Aparece a lo lejos. Figura delgada, andar incómodo y pelo recortado a lo Johnny Depp; vestido de negro, salvo por un pañuelo bordó y un par de collares plateados alrededor del cuello. Fabián Zorrito Von Quintiero hace su entrada en Bruni, el restorán de comida italiana que fundó hace 8 años, en el Bajo Belgrano, y que bien podría ser un reflejo de su imagen afable, moderna y cuidada.
Se lo ve contento. Entre otras cosas, es el director musical de la banda del «late show» Nunca es tarde, que conduce Germán Paoloski, de lunes a viernes por Fox Sports. Y disfruta del éxito de I’m Zorry – The gourmet rock tour, el libro que lanzó el año pasado, con anécdotas de rock y fútbol (su fascinación por Pappo, su paso por Soda Stereo y Los Ratones Paranoicos, la rehabilitación de Charly García y sus recuerdos con Maradona) y recomendaciones gastronómicas (recetas y restoranes), que va por la segunda edición.
«Todavía no puedo creer que haya tenido la idea de escribir un libro con esa mezcla y que lo hayan publicado», dice Quintiero. «Ahora estoy haciendo uno nuevo: Yo te asezorro, donde voy a contar lo que significa tener una idea gastronómica, desarrollarla y operarla. Siempre con el ánimo de que la gente se entretenga y con una nueva lista de lugares sugeridos», adelanta quien en otros tiempos fue pionero en Las Cañitas, con proyectos como Soul Café y Voodoo Bar.
Músico, empresario gastronómico, invitado amigo de diferentes agrupaciones, padre (separado) de dos adolescentes, hincha de Boca, exconductor de TV (Gustock, MTV, y Asados con Massey & El Zorro) y ahora escritor. Daniel Melingo lo bautizó como Zorrito, por una bufanda de piel sintética que usaba mientras tocaba con Andrés Calamaro, en la época de Vida cruel. Un poco antes, Miguel Zavaleta, fundador de Suéter, la banda con la que debutó como tecladista en 1983, le antepuso el «Von» germano a su apellido calabrés, porque le parecía que carecía de glamour. Ya con Soda Stereo, Gustavo Cerati lo presentaba así, y así quedó.
Nacido en Villa Urquiza, de un padre esforzado que llegó de Italia a los 14 años para trabajar como obrero de la construcción, y de una profesora de francés que ejerció de ama de casa, Fabián, el mayor de dos hermanos, se crió en un hogar marcado por la presencia de sus abuelas: una italiana, Pepa (Guiseppina), y una criolla, Marta. «Pepa me festejaba con comida y la otra, con regalos: me compraba Billiken y Anteojito», señala. Sus abuelos, en cambio, fueron un gran misterio. «Uno murió en Italia y el otro abandonó a mi abuela y a mi mamá. Al nombrarlos en mi libro me puse a llorar, porque me di cuenta de que me habían faltado. Habría sido fantástico conocerlos».
De Doménico, su abuelo italiano, se enteró hace poco que había sido cocinero de fiestas y banquetes. Un gusto que también le traspasó su padre, ya que, luego de terminar la secundaria y ahorrar dinero, se hizo accionista de Cervecería López, un local especializado en jamón crudo y cerveza tirada. Y más tarde invirtió en una cantina llamada La Bámbola, donde Fabián lavaba platos, cortaba fiambres, deshuesaba pollos, servía café. Fue ahí que se enamoró de la cocina. A la par, descubrió la música: Sui Generis y los Beatles, a los 8 años. Luego vinieron La Máquina de Hacer Pájaros, Almendra, Pappo’s Blues, Pescado Rabioso, Invisible, Manal y los Rolling Stones.
«Por mucho tiempo, mi mundo musical estuvo en las revistas Pelo y El Expreso Imaginario, y en los discos que escuchaba con mis amigos del barrio, en tiempos donde no había PlayStation ni computadora. A los 13 años, la música era nuestra gran ilusión. Queríamos escucharla, ir a sentirla en vivo y, en mi caso, llegar a tocarla», escribe en I’m Zorry, especie de autobiografía que se lee rápido y en la que Charly, con quien colaboró en dos etapas, desde Parte de la religión (1987) hasta el Hello! MTV Unplugged (1995), y desde 2009 hasta 2013, le dice: «Contá todo».
–¿Cuál es el origen de tu amor por la música?
–No sé. En mi familia no hay antecedentes. Solo un piano en casa de mi abuela materna, que yo tocaba con un solo dedo, aunque al piano le «fui» a los 16, cuando estudié con Diego Rapaport, el tecladista de Spinetta Jade. Sí, desde que conocí el rock nacional, tuve una especie de hechizo. Entre eso, los Rolling Stones y los Beatles, estudié guitarra criolla un par de años, en mi barrio. Mi mamá me mandó al conservatorio un año y después entré en un grupo folclórico del colegio. Yo estudié hasta dactilografía, me «flasheaba» escribir a máquina…
–¿Y tu mamá te enseñó francés?
–No, me habría servido para cantar…
–¿Cantás en serio? Algo mostraste en el programa con Pablo Massey.
–Ahora estoy cantando un poco. Estoy tomando clases y también volví a tomar clases de piano, que siempre retomo y largo. Quiero tener mejor técnica de canto para practicar lo que me gusta cantar a mí: soul, rock argentino, canciones italianas. Canto en italiano, en familia y con amigos. Aprendí el idioma con otros padres, en el colegio de mis hijos, que era italiano: antes «robaba» bastantes palabras, pero ahí aprendí bien.
–Volviste a la tele, ¿te gusta la pantalla?
–Volví, pero a pelear un lugar para la música. Es fabuloso que en la TV haya música, y que se la respete. El gran defensor de esto fue Juan Alberto Badía, y le fue muy bien. Después, Lito Vitale, Bobby Flores, Lalo Mir, Javier Malosetti hicieron lo suyo. Cada tanto aparece una posibilidad. Me llamaron para Nunca es tarde y me pareció bueno: una gran oportunidad para tocar y para dirigir al grupo. Uno está obligado a tocar con artistas de otros géneros, como Soledad. Me gusta mucho ese ejercicio, más allá de que somos rockeros y yo, al menos, quiero seguir siempre en mi palo. Tenés al baterista de Fito Páez (Gastón Baremberg), al guitarrista Nicolás Bereciartua, que tocaba en Viticus, un pianista de jazz (Nico Cattáneo), un saxofonista (Christian Terán), yo en el bajo y una chica, Melina Lezcano, que canta en Agapornis. Seguramente, vamos a salir a hacer conciertos. La banda se llama Zorry & The Barmans.
–Se supone que sos tímido, pero no en el escenario, ¿o sí?
–Soy tímido en mis relaciones intrafamiliares. Al escenario le tengo mucho respeto: es una meca, un lugar al que siempre quise llegar. Yo fui audiencia primero. Seguí los conciertos del rock nacional en mi adolescencia. Es cierto que llegué rápido, y también me tuve que adaptar, porque estaba más solo… Era un pibe de 17 años. No tenía amigos en la música, ni preparación para ir al escenario de Suéter o de Soda.
–¿Qué te dio cada uno de ellos?
–Suéter me dio la oportunidad de arrancar. Sentí por primera vez lo que era estar en un escenario con una banda, lo que era el rock argentino. Soda Stereo me dio la modernidad y me mostró un profesionalismo desde el vamos. Fue una banda muy profesional, en todas sus etapas. Cuidaban todo, con las limitaciones que teníamos al principio: el sonido, las luces, la puesta en escena y la estética, que era muy importante, no solo en la ropa.
–¿Y en el caso de Los Ratones Paranoicos, donde fuiste bajista 10 años?
–Ahí me sentí realmente parte de algo. Era una relación de iguales en todo: grabaciones, fotos, a pesar de que yo fui al lugar que antes ocupaba otro. Siempre me sentí como un «Zorro Paranoico», porque no había sido el bajista en la primera etapa, aunque fui un «continuador». Yo no era bajista, así que tocar el bajo fue fantástico. Hasta ese momento, había hecho zapadas con Pappo, con Juanse y con Black Amaya, y teníamos el proyecto Juanse Pappo Roll Band, donde yo hacía de bajista de rock and roll. Y bueno, con los Ratones también aprendí mucho. Viajamos por América, por España, y hasta hicimos el tema de Maradona para la despedida. Nos divertimos mucho.
Danza rota y García
De la época con Soda, en su libro hay situaciones graciosas, como cuando en un local de Paraná, Entre Ríos, tocaban «Telekinesis» a los saltos y quedaron enterrados en el piso de aglomerado. «Cerati se hundió hasta la altura de su cabeza y quedó colgando gracias a la guitarra. Zeta se hundió hasta la cintura. Como los teclados se movían, yo no saltaba tanto y solo se me hundió un pie», relata. «Con el tiempo, Gustavo compuso “Danza rota”. ¿Habrá sido por eso?», desliza.
Quintiero salió un tanto herido de esa asociación, porque le robaron unos equipos a la salida de un recital y nadie respondió. «No me pude recuperar», admite. También dice que, más allá de eso, tiene un buen recuerdo. «Mientras fui tecladista, metí mis arreglos; Gustavo me respetó cosas que son características de las canciones, como las flautas de “Cuando pase el temblor” y el piano de “Signos”, aportes que quedaron ahí, y la gente los tiene muy adentro. Yo era muy chico y me vino bien irme de Soda, porque me fui a tocar con Charly. La cosa tenía que madurar: o entraba a la banda o pasaba a otra cosa. Y ellos nunca contemplaron lo de tener un cuarto integrante. La única foto de a cuatro está en Nada personal (1985), conmigo. En las despedidas, toqué. Me quedé con ganas de hacer la última gira, eso sí. Lo charlé con Gustavo y no entendí. Me tuve que conformar con tocar en River».
Un capítulo aparte, sin dudas, es el que ocupa Charly García, en su vida y en sus páginas, donde abundan ejemplos de su genialidad y su locura. Y también momentos tiernos, como cuando Charly estaba internado y él, secundado por Fernando Samalea (músico y compañero de aventuras), le llevó unos ravioles que habían preparado los «muchachos» de Bruni, o unas palabras grabadas que le arrancaron a Steven Tyler, cuando Aerosmith tocó en Vélez. «Estar con Charly fue tocar el cielo con las manos. Tocar el cielo y el infierno, también, porque él me mostró todo. Fue mi gran maestro de música, mi padre musical. Me enseñó a tocar, porque uno tocando con él aprende música. Otros aprendieron a tocar con Spinetta. A mí me tocó hacerlo con García, cosa que yo deseaba. Para mí, era como jugar en la selección, porque cuando él armaba una banda era eso», asegura. «Ojalá venga una tercera etapa. La segunda terminó en el Teatro Colón», agrega.
El último Día del Padre cenaron juntos. «Estaban mis hijos y mi papá. Y yo sentí que estaba comiendo con mis dos padres. Aparte, soy su amigo. Él fue mi único jefe, porque siempre trabajé de forma independiente. Y es uno de los pocos músicos que pagan lo que hay que pagar».
–En otros tiempos, la grabación del Unplugged fue una odisea.
–Fue una odisea, con dos anécdotas. La primera, en la casa de él. Los ensayos eran en el living, todo muy caótico. Él, que estaba enojado, filmaba todo y después lo miraba para chequear quién estaba comprometido y quién no. En una, entre un tema y otro, dejó la cámara mirando para abajo, pero se estaba grabando el audio. Algunos no se dieron cuenta. A la noche, se fue a su cuarto y escuchó todo. Y bueno, se modificó la banda. Por eso terminé yo tocando el bajo. Mi rol era otro: de organizador de la historia, porque Charly estaba sin manager. La otra anécdota fue cuando terminamos el show y Charly se instaló en el lobby del hotel, para obligarnos a pasear en limusina por Miami. Con Samalea nos escapamos por una ventana y dejamos la banda.
–¿Los productores de MTV temblaban?
–Es que no querían líos. Y hubo mucha tensión. Finalmente, salió todo perfecto, pero podría haber pasado cualquier cosa. Fue una lotería, de hecho, porque terminó la grabación y ahí pasó lo de la limusina. Ahora, menos mal que hicimos el Unplugged, porque a Charly le fue muy bien con ese disco, y quedó un lindo recuerdo, sobre todo de María Gabriela Epumer, que estuvo diez puntos.
–Cuánta buena música había antes, decís en tu libro. ¿Y ahora?
–Nacional, nuevo, no hay. O están guardados. Hay que salir a buscarlos y hacerlos tocar. Acá también hubo un factor corporativo, un establishment empresarial que vino a hacer las cosas más difíciles para que surjan los grupos chicos, y se terminó el disco como formato. Hay otra forma de vender la música. Aparte, murieron los líderes: Miguel Abuelo, Federico Moura, Pappo y Spinetta. Qué sé yo, el movimiento del rock argentino está desarmado o desalmado. Cualquier cosa no puede ser rock nacional. Quieto el rock nacional, yo voy por el soul nacional. Está tan quieto, que vinieron dos bandas uruguayas y coparon el mercado: La Vela Puerca y No Te Va Gustar, algo que nunca había pasado.
—Francia Fernández
Fotos: Jorge Aloy