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La obra de Sergio Bizzio es reconocida en la literatura actual, pero también incursiona en el cine, el teatro y la música. El modus operandi de un escritor que atraviesa los géneros.

 

Acaba de publicar un libro de relatos, planea dirigir la versión cinematográfica de una de sus novelas y quiere dedicarse más tiempo a la música. «Tener una vida estrictamente literaria sería muy aburrido», dice Sergio Bizzio. Y esa perspectiva puede explicar la diversidad de su producción, que comprende diversas artes y géneros, articulados en un complejo sistema de relaciones y entrecruzamientos, con la narrativa como eje central.
Fantasías espaciales, su último libro, se incorpora a una obra que incluye entre otros títulos las novelas En esa época (Premio Emecé, 2001), Rabia (Premio Internacional de la Diversidad, España, 2004) y Era el cielo (2007), y que es reconocida como una de las más importantes de la literatura argentina contemporánea. Fantasías espaciales reúne dos relatos largos: «Estancia», donde un matrimonio planea pasar sus vacaciones en el campo, llega por error a otro lugar y queda atrapado por la lluvia y un extraño anfitrión; y «Viaje al Único», una travesía por el espacio y el tiempo que comprende a varias generaciones hasta llegar a destino. Bizzio también publicó cuentos, reunió sus poemas en Te desafío a correr como un idiota por el jardín (2008) y escribió varias obras de teatro.
En Ramallo, donde nació en 1956, su padre tenía un cine, por lo que Bizzio pasó mucho tiempo viendo películas. Un antecedente remoto para su trabajo como director de cine, que incluye las películas Animalada (2000), No fumar es un vicio como cualquier otro (2011) y Bomba (2013). En su pueblo natal tuvo también un episodio de iniciación frustrado como músico, con dos maestros de los que, dice, no aprendió nada. Pero ese fracaso le permitió desarrollar una producción singular, que puede apreciarse en el disco Música para pensar sentado, de reciente edición.
–En cada libro nuevo, retomás cuestiones de los anteriores. ¿En Fantasías espaciales podría ser el protagonismo que tienen los chicos?
–Es verdad, hay una recurrencia con los chicos. Yo trabajé a conciencia con el tema en un libro de cuentos que se llamaba precisamente Chicos, donde hacía una referencia doble, por un lado, a los chicos y, por otro, a los géneros y temáticas consideradas menores, por ejemplo, el cómic, la novela de aventuras o los extraterrestres.
–En el segundo relato de Fantasías… podría ser la ciencia ficción.
–Sí, que también estaba en Chicos. En uno de los cuentos, dos extraterrestres físicamente muy pequeños vienen a casarse a la Tierra. Pero lo más recurrente es el tema del encierro, del que parece que no puedo librarme. El encierro aparece en casi todo lo que hago, de una manera u otra: en Rabia, con un tipo encerrado durante años en una mansión sin que nadie sepa que vive ahí; en Gravedad, una obra de teatro con la que después Fernando Spiner hizo una película, tres astronautas argentinos están encerrados en un nave espacial; en En esa época, unos indios durante la campaña del desierto cavan una fosa para separar la civilización de la barbarie, digamos, y encuentran un plato volador enterrado con unos seres que pasaron decenios en su interior.
–Pero el encierro también implica la búsqueda de una salida.
–No sé por qué la recurrencia del tema, más allá de mi admiración por Kafka. Tal vez sea así, que buscan una salida. Quizá haya una dosis de haraganería, tengo a los personajes en una sola locación. Es cierto que buscan una salida, ahora, ¿cómo es? En «Estancia», los personajes parecen librarse de un desastre para caer en otro, y el final abre la puerta a un asesinato múltiple. Los elementos se van sumando para que el relato sea cada vez más aterrador, si cabe el término. Primero, cuando los personajes llegan a una casa por error. Después, cuando descubren que el anfitrión se llama igual al que iban a encontrar, pero es otro y se muestra descortés y grosero, los invita a comer y usa los platos sucios del día anterior. Hay un atisbo de descubrimiento, una sospecha sobre su homeostasis psíquica, como diría un psiquiatra; el otro parece un desequilibrado, un débil mental.
–La última frase de Chicos es una frase de tu hijo Blas: «Un superhéroe es un loco que se cayó». Tu hijo te dio además el título de tu libro de poemas y compuso la música de la película Bomba. Le das mucha participación.
–Bueno, yo amo a mi hijo y me gusta lo que hace. Ahora tiene diecisiete años. La frase de Chicos la dijo cuando tenía seis, el título del libro a los diez y la música de la película la compuso a los catorce. «Viaje al Único» es una idea de él. Es guitarrista, compone, graba y tiene dos bandas, con una hace covers y con otra tocan temas propios. Me parece que es bueno de verdad, ¿por qué no darle un lugar, trabajar con él en lo que puedo? Estoy pensando hacer en una película, una versión de mi novela Borgestein, casi solamente para que él haga la música.
–En «Viaje al Único» aparece además la travesía en el tiempo, un clásico de los géneros menores y el cine.
–Sí, ese relato tiene varias cosas desde el punto de vista puramente argumental. Una es la idea de mi hijo: para llegar a un planeta que está a 300 años de viaje, hay una manera que es hacer una escalera generacional, las primeras cuatro generaciones pasan y va a llegar la quinta. Es una crueldad desde el punto de vista moral para los que estamos afuera de un proyecto así, pero tampoco es tremendo para los que nacieron en la nave: ese es su mundo. Después incorporo la historia de dos planetas que son réplicas, o un mismo planeta duplicado, la idea de un meteorito que se parte y viaja en dos direcciones opuestas llevando las mismas esporas que dan origen a la vida. Esas esporas dan origen a nuestro planeta y caen mil años antes en otro. Son como reflejos que finalmente viajan al encuentro uno del otro con mil años de diferencia. Hay una tercera idea que explica la segunda: el relato hace pensar que nosotros mandamos a la nave a ese otro planeta y en realidad es una nave que viene desde un planeta idéntico al nuestro, que al mismo tiempo es un planeta del futuro. Son tres ideas buenísimas para hacer una película.
–¿Qué hace que escribas una idea como relato y otra como guión de cine?
–Cada cosa que se me ocurre viene con su forma. No es que escribo algo como guion y de pronto digo «ah, no, era una novela». Escribí Borgestein como novela y después hice el guión. Tengo ganas de hacer la película o por lo menos ponerla en marcha este año. Me gusta lo mismo que me gustaba en la novela, la idea de un hombre que lucha contra el agua, contra el sonido de una cascada. Y es interesante pensar cómo trabajar el sonido de una película así. Pero tengo la sospecha de que son ideas muy poco comerciales. Me imagino escenas donde los personajes hablan y el espectador no escucha qué dicen, porque se escucha el sonido de la cascada.
–En tu historia como escritor fue importante tu relación con Rodolfo Fogwill. ¿En qué incidió?
–Fue el primer lector de mi primer libro de poemas, Gran salón con piano, e incluso escribió la solapa. Después fue siempre el primer lector de todo lo que escribí, hasta Borgestein. Murió antes de que yo empezara a escribir esa novela. Cuando él estaba internado, escribí un poema que se llama «Cóctel» y que empieza: «No debería cortar esta línea en dos, pero», y abajo sigue: «fui a sentarme y se me cayó encima el sillón», que escribí para él, porque pensé que se iba a divertir leyéndolo, y se murió. Alrededor de ese poema empecé a construir algo y escribí Borgestein. El leyó antes que nadie todo y me hacía acotaciones, críticas, llamadas telefónicas cada media hora, capítulo a capítulo. Trabajaba con mis cosas muchas veces.
–¿Alguien ocupó ese lugar después de su muerte?
–No, lo sigue ocupando él, yo sigo conversando con Fogwill cuando escribo, no de manera romántica ni enfermiza. Sé cómo leía Fogwill, sé qué le gustaría y qué no.
–Yendo más atrás en el tiempo, tu papá tenía un cine en Ramallo. ¿Cómo viviste esa etapa?
–Nosotros no teníamos televisión en casa, pero teníamos cine. Así que estaba todo el tiempo en el cine. El cine Libertador. Mi viejo me pedía que lo ayudara a comprar las películas para pasar. Las funciones eran de dos películas: la primera era la de fondo, la menos importante, había un intervalo y después venía la importante: la primera era de cowboys y la segunda, una de Bergman o de Fellini. Fue en mi primera adolescencia, a los once, doce años; veía varias veces las películas, me encantaba. Tenía el privilegio de estar en la sala de máquinas, a veces se quemaban los carbones y el proyectorista cortaba la película y le pegaba cinta adhesiva, o se distraía y ponía la lata equivocada, entonces producía películas a lo Agresti y mi viejo se enojaba. Era los fines de semana, viernes, sábado y domingo. La gente del pueblo se ponía sus mejores ropas e iba al cine.
–¿Fue tu primer acercamiento al cine?
–Absolutamente. Como hijo del dueño y con el quiosco a mi disposición.
–En tu caso, ¿qué relaciona la escritura de cine, la dramaturgia, la literatura, la música?
–Me gusta hacer varias cosas en simultáneo. Tener una vida estrictamente literaria sería muy aburrido. De todos modos, me reconozco como escritor. El guion de cine tiene que ver con un trabajo, yo vivo de eso. La música es mi gran pasión: tengo un deseo de dedicarme exclusivamente a la música desde muy chico. En la medida en que me canso de la literatura, veo que la música ocupa un lugar cada vez más importante. Desde muy chico me dediqué a la composición de música abstracta, quiero decir música muda, que solo se imagina, que no se ejecuta. Cuando tenía diez o doce temas, dibujaba la tapa del disco y escribía las letras en el interior del sobre. Debo de ser el autor de música imaginaria más prolífico del mundo, creo que grabé alrededor de mil discos (risas). Un maestro chino de cítara dijo hace varios siglos: «Yo busco la inspiración que duerme en el corazón del instrumento, para qué extenuarme haciendo ruido con las cuerdas». Hice eso durante muchísimos años. Un día, como mis viejos me veían que yo solía reconcentrarme y tener un temblor en los dedos y pensaban que me estaba volviendo loco, les conté lo que hacía y me compraron una guitarra. Descubrí que no iba a ser nada fácil pasar de mis composiciones mentales al acto, que iba a tener que estudiar y practicar. Empecé a tocar solo, pero no me gustaba tanto, realmente estaba haciendo ruido con las cuerdas sin llegar a ningún lado. Después, cuando vine a Buenos Aires, me compré una guitarra eléctrica y empecé a tocar cosas que había aprendido. Pero nunca supe tocar, invento cosas sobre la marcha. Alcancé un grado nada despreciable de ignorancia en la ejecución musical, pero toco todos los instrumentos y los disfruto mucho, no me importa la calidad de lo que sale. Lo único que me faltaba era que el azar me deparara el encuentro con otras personas que estuvieran en mi misma sintonía. Apareció Francisco Garamona y me invitó a formar parte de una banda que era un combinado de músicos –él y Alan Curtis– y no músicos, que es como decir los no videntes –el pintor Alfredo Prior y yo. Nos juntábamos en la casa de Alan Curtis, por lo general; los que sabían tenían que desaprender y los que no sabían podían seguir así, esa era la idea. Entonces desafinábamos los instrumentos, les sacábamos cuerdas a las guitarras y nos poníamos a hacer ruido. Todo terminaba alcanzando un grado de composición instantánea con una armonía muy desopilante, muy climática en un punto. Bautizamos al grupo Super siempre, nos metimos en un estudio de grabación y grabamos dos discos, Juicio al perro y Los hielos de América Latina, el segundo en bandcamp. Fue una época muy feliz, en que podía hacer música y no necesitaba saber qué estaba tocando.

–Ahora publicaste un disco como solista, Música para pensar sentado.
–Es anterior a Súper siempre, lo grabé en 2007. En ese momento llamé a un tipo que tenía un estudio de grabación y le conté que desde que tenía diez años componía música mental, que no sabía tocar y me gustaría hacer lo mismo grabándolo. Componer y tratar de tocar lo que fuera. Hicimos un plan de grabación de siete jornadas de cuatro horas cada una y yo hacía un tema por jornada. Todo lo que hay en ese disco es composición instantánea, es más: no podría reproducirlo. Grababa un colchón con un teclado, le ponía después una batería, tocaba algo con un guitarra arriba, pero son composiciones del momento y editadas también en el momento. Terminé esas sesiones y me fui con el CD a casa y me olvidé. Hace poco un amigo, Nicolás Moguilevsky, grabó un disco con el mismo método y me hizo acordar del mío. Entonces decidí publicarlo, un amigo lo subió a bandcamp y ahora lo voy a editar en CD.
–¿Cómo te planteás la dirección de cine?
–Hice tres películas y tengo una experiencia repetida de cansancio. Me cansa mucho la previa del rodaje, la elección del elenco, la conversación con los actores tratando de descifrar la psicología de los personajes. La preproducción dura dos, tres meses, en áreas que no me producen mucho placer. Después, ya en el rodaje, la paso bastante mejor: me gusta poner la cámara, elegir el encuadre, el tono de los actores, marcar el tono de la escena. La tercera etapa es la que más me gusta, la de la edición. Pero las películas llevan un tiempo largo, desde que escribís el guión hasta que la estrenás puede pasar un año. De todos modos, tengo la sospecha de que es muchísimo más caro escribir que hacer cine, al revés de lo que la gente suele decir. Por empezar, el director de cine tiene un sueldo; por poco o mucho que sea, está trabajando y gana un dinero para vivir. En la literatura es todo pérdida, si estoy cuatro o cinco meses escribiendo una novela, son cuatro o cinco meses en los que no ingresa un centavo y, aun después de publicada, tampoco ingresa un centavo. A una película la podés vender, puede resultar bien de público. Pero la literatura es puro gasto económico, pérdida de principio a fin. Yo tengo que poner mis ahorros para escribir una novela: pago para escribir.
–La literatura no te devuelve, ¿o sí?
–Materialmente, nada. Además, yo tengo mi modalidad, no puedo escribir de siete a nueve y después hacer otra cosa. Puedo estar tres meses sin escribir nada, pero cuando tengo algo entre manos me sumerjo, me levanto a las seis para escribir. Quedo como atrapado, si tengo interferencias pierdo el envión.
–En el cine lo que más te gusta es el trabajo de edición. ¿Y en la literatura?
–La edición puede tener algún parecido de procedimiento con la corrección en la literatura. Escribo entre líneas, corregir no es solamente sacar y agregar. Encuentro hilos sueltos de los que tiro a ver qué aparece, elijo palabritas. Los escritores podemos estar dos horas con una palabra, para después prender la tele y leer el diario y ver la despreocupación general que hay sobre el lenguaje. En la edición de cine, grabaste decenas de horas de material y elegís lo que te gusta, en algún punto es similar con la literatura. No solo trabajás con el propósito de que la cosa funcione. Pero voy a dejar todo para dedicarme a la música. No, en realidad yo creo que la literatura es la más completa de las artes.
–¿Por qué le das ese lugar?
–Ahí está todo, el trabajo con el lenguaje, con las imágenes, con el sonido. La literatura tiene que ver con la pintura, con la música, con la puesta en escena de personajes y lugares. Comprende a todas las artes.

Osvaldo Aguirre
Fotos: Horacio Paone

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