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Rosario Bléfari fue la cantante de Suárez, una banda emblemática de los 90. Hoy reparte su tiempo entre su obra solista, la actuación y la escritura. Experiencias de una artista inquieta en torno de la creación.

 

Artista polifacética, Rosario Bléfari ha avanzado siempre guiada por la curiosidad y el desafío a las reglas establecidas en cada terreno que ha pisado. Con infatigable espíritu, ha explorado en la música, el cine, el teatro, la poesía y las artes plásticas. Y siempre los resultados han sido inquietantes. Esta mujer orquesta que cumplió 47 años en las vísperas de la Navidad pasada tiene cosas para decir, de eso no hay dudas. Y el 2013 se perfila lleno de proyectos.
Terminada la muestra Corte, movimiento y adhesión, una serie de collages acompañada por una instalación y un video que expuso en la galería Fiebre de la ciudad de Buenos Aires, Rosario revela que está corrigiendo y ampliando una serie de ensayos que fueron publicados en la recordada revista Página/30 y ahora serán compilados por la editorial Bajo la luna. Y que, como siempre, está componiendo nuevas canciones, con un modelo de trabajo inusual.
«Tengo material para un par de discos más, pero se me ocurrió ahora empezar con el proyecto de cumplir con pedidos de canciones que la gente me ha hecho en los últimos tiempos», adelanta. «Son canciones a pedido, hechas a medida. Voy un poco lento, es un experimento, no sé qué va a pasar. Tampoco sé cómo se entregarán, si voy a grabar demos y mostrar eso; si cuando estén listas varias canciones, me pondré a grabar un disco. Mientras tanto, las voy haciendo y llevo un diario de la experiencia. He comenzado a hacer algunas en colaboración, invitando a otros compositores para darle más marcha. Y estoy tocando cada vez que puedo, sola, con la guitarra y sin amplificación, algo que se ha venido dando desde hace un tiempo entre disco y disco, como una especie de “limpieza” antes de entrar en otro tipo de trabajo con mi banda».
A fines del año pasado, Bléfari estuvo ocupada con su trabajo en Los dueños, una película de dos directores tucumanos que provienen del teatro, Ezequiel Radusky y Agustín Toscano. «La mayor parte de los actores de esa película son parte de un grupo que Ezequiel y Agustín dirigen, llamado Gente no convencida. Y otros han sido profesores de ellos cuando estudiaban en talleres o en la Facultad de Teatro de la Universidad Nacional de Tucumán, excepto Germán De Silva y yo», explica.
«Filmamos en Famaillá, a unos kilómetros de San Miguel de Tucumán, en una finca en medio del campo. La película cuenta una historia de diferencias sociales y mentiras. Peones y patrones alternándose en la misma escenografía de una casa», cuenta. «Yo soy una de las protagonistas, una mujer de Buenos Aires que va a la deriva, que llega para el casamiento de su padre y termina quedándose en el campo. Una de las motivaciones para que se quede es un peón que trabaja en la finca, al que quiere someter a sus caprichos. Pero la verdad es que no le van muy bien las cosas. Es un personaje un poco desagradable para interpretar, que ha perdido el deseo y que se desespera ante la posibilidad de recuperarlo; creo que es la primera vez que me toca hacer algo así, y espero que me haya permitido crecer como actriz. Ahora me preparo para un nuevo papel en una de Historias breves, dirigida por Ezequiel Yanco».
–¿Te sentís igual de cómoda trabajando en el cine y en la música?
–Es posible que, en la carrera de cualquier actriz de tiempo completo, no sea del todo relevante el relato del momento de su vida en el que se encontraba cuando hizo tal o cual trabajo. En mi caso, las películas suelen venir cuando alguien piensa en mí para un papel determinado, esporádicamente. Y, en general, vivo concentrada en la música más que nada. Entonces, cada vez que me toca participar en una película, es una especie de quiebre, algo inesperado. Cuando José Luis Torres Leiva me convocó para Verano (filmada en 2011 y estrenada el año pasado en el Bafici) era un momento muy significativo. Estaba grabando los temas del disco Privilegio, que iba a editar un año después y, como siempre, afrontaba ese largo y trabajoso proceso. Al mismo tiempo mi madre entraba de golpe en lo que iba a ser un mes de terapia intensiva, de la que no salió con vida. Viví incertidumbre, impotencia, desconfianza de todo y el contacto con lo siniestro –el aislamiento de la persona querida los últimos días de su vida–, todo lo que implica ese cóctel amargo. Mientras tanto, José Luis me hablaba en su email de un lugar en el que estuvo cuando era chico, adonde iba de vacaciones con sus abuelos, y de lo que quería filmar ahí, en unas termas en la cordillera: un registro sensorial de aquella experiencia, extrapolada al seguimiento de personajes que atraviesan sin pathos pero con conciencia por momentos clave de la vida, algunos de los que atravesamos todas las personas, nada extraordinario, le puede pasar a cualquiera. Me contaba que lo impresionó cómo volvieron todos los recuerdos de su niñez cuando regresó a ese lugar, ya siendo un adulto. Y bueno, yo no sabía si mi mamá iba a morir o no, pero pasara lo que pasara me comprometí para ir a la cordillera a hacer el papel de una argentina que viaja a descansar y que decide tener un hijo a una edad no habitual y sin pareja, lo que se deduce por alguna de sus conversaciones. José Luis me conocía por mi trabajo en Silvia Prieto, pero yo no había visto sus trabajos todavía. Mi madre murió el 7 de diciembre, y a principios de enero viajé a Santiago a conocerlo a él y a ver la locación. A principios de febrero fui a filmar. Me sorprendieron la facilidad con la que salían las escenas y el buen clima de trabajo, muy relajado, muy tranquilo y con algo emotivo que flotaba en el aire y que tenía resonancia con mi estado. Finalmente, yo también era una persona que estaba pasando por uno de esos momentos inevitables y, de alguna manera, atravesé todo sin escándalo. En esto se parecen la música y la actuación: uno le pone voz, le pone cuerpo, letras, melodía a situaciones más o menos ajenas o inventadas, pero siempre está muy involucrado, siempre parece que hasta lo más extraño o lejano es una manera más de expresar alguno de los tonos de sentimiento que conocemos o estamos conociendo.


–Y en el terreno de la música, ¿te acomodás mejor en los shows acústicos, sola, o cuando tocás con tu banda?
–Me siento muy cómoda en los dos formatos, aunque ambos tienen sus asperezas, cosas que pueden fallar. En el caso de los shows eléctricos, sufro mucho con el sonido, la amplificación: son muchos los factores que se tienen que dar para que se arme esa imagen ideal que necesitan las canciones más enérgicas, las más rockeras. Que todo suene lo suficientemente fuerte, sin lastimar pero definido, y que al mismo tiempo estén amalgamados los timbres y volúmenes de todos los instrumentos. Aparte, la cuestión de fe que implica sostener todo el recital escuchando algo diferente a lo que escucha el público. Una locura. Pero por suerte estoy cómoda a nivel de la escena, de la relación con las canciones y con el público, me siento libre en ese punto caótico de una banda lidiando con todas estas cosas y llevando adelante las canciones contra viento y marea. En los conciertos acústicos, las canciones están expuestas en su estado primordial, sin vestiduras, sin caos que atravesar: están solas contra el silencio. Y eso me gusta mucho también, me lleva a una concentración absoluta muy diferente a la de esa pileta a la que me tiro cuando solamente tengo que cantar y bailar.
–¿Te sentís referente de una serie de bandas y cantautores independientes que aparecieron en los últimos años? Muchos de ellos te citan como tal, de hecho.
–La verdad que no, siempre creo que las referencias son otros, músicos más importantes. La figura del cantante y autor está multiplicada en mujeres y hombres muy diferentes. Y veo que tienen referencias muy distintas, combinaciones de referencias.
–¿Qué músicos de la escena independiente actual te interesan y por qué?
–Mujercitas Terror, Kumbia Queers, She Devils, Sr. Tomate, 107 Faunos, El Mató a un Policía Motorizado, Luciana Tagliapietra, Mi pequeña muerte, Violeta Castillo, Lupe Sendra. No sé, tal vez me esté olvidando de algunos que me interesan musicalmente, pero que además de lo que tocan o componen son personas con las que puedo sentirme a gusto si comparto una fecha. Percibo en esa armonía, aunque todos son muy diferentes, algo no solo relacionado con cierta afinidad musical, sino más que nada con la forma de tomarse las cosas: muy en serio pero sin histerias ni fantasías de estrellas de rock.
–¿Qué postura tenés frente a la distribución digital de música y al intercambio de archivos en MP3, teniendo en cuenta que esto implica que probablemente sea más la gente que escucha tu música pero menos la que compra tus discos?
–Me parece bien, es algo que yo misma hago con la música de otros. Por otra parte, son fenómenos a los que los que van a la vanguardia del mercado de la música rápidamente les encuentran una vuelta, para seguir ganando dinero, eso seguro. Mientras tanto, los músicos que están involucrados y los que no con un gran mercado, son beneficiados por la ampliación de su audiencia. Y los discos se siguen vendiendo, aún no se detiene esa rueda, aunque aminore la marcha. No sé qué pasará cuando se vendan muy pocos discos y ya no se justifique ni hacer la tirada más pequeña. Es extraño, asistimos todavía a la salida de discos, hay artistas que están sacando sus primeros discos en CD, tal vez sean los últimos que editen en ese formato. Me encanta ser testigo de este momento y no saber qué va a pasar. Lo que sigue siendo imprescindible es el registro, grabar, el hecho de fijar la canción. Lo demás es secundario. Que lleguemos a prescindir de un soporte parecido a los que hemos tenido, el disco –hasta ahora siempre esa forma, esa redondez aún en el paso a lo digital–, puede ser interesante: se modificará, entre otras cosas, la forma de pensar el arte de tapa. Pero al mismo tiempo, con las ediciones especiales en vinilo que cada vez aparecen más, se recupera el soporte para ese arte anterior al del compacto.
–¿Te interesa la política? En caso de que la respuesta sea sí, ¿cómo definirías este momento político del país?
–Vivo cada momento de mi país como un momento histórico. Tengo que admitir que me cuesta tomar a bien las opiniones sueltas que no comparto y con las que me encuentro en la vida cotidiana. Me siento muy lejos de quien las expresa, porque en general vienen dentro de un paquete ideológico que ni siquiera es percibido como tal por el que las emite. Me gusta debatir, contando con las diferencias cuando sirven para modificar, para entender, como me gusta conversar con quienes ven las cosas afectadas por sus circunstancias y la problemática de su propio ámbito, de su lugar, su oficio, para tratar de entender y percibir de una manera más completa la realidad. Aunque uno nunca pueda verlo o saberlo todo, hay que hacer un esfuerzo para no ver siempre sólo lo que te pasa a vos. Pero cuando alguien tiene una postura muy cerrada y difiero en ciertos puntos, no puedo hablar con esa persona y me cuesta mucho pensar que somos parte del mismo país. Hasta me da miedo que haya muchos más que piensen así y que todo se vaya al demonio por culpa de esa mentalidad sin preguntas, sin horizontes, llena de lugares comunes, con opiniones repetidas de lo que escucharon de sus padres o no sé de quiénes. Prefiero siempre el pensamiento crítico de un anarquista a la crítica de la derecha liberal. Cuando las aguas se dividen en dos, claramente no estoy del lado de la derecha con ninguna de sus caras.


–Volviendo a tu trabajo como actriz, ¿tenés algún plan futuro de volver a hacer algo como las obras Somos nuestro cerebro y ¿Somos nuestros genes?), que hiciste con Susana Pampín en el Rojas?
–Por ahora no me imagino encarando un proyecto así de complejo en teatro, aunque me encantó hacerlo y tengo el mejor recuerdo. Pero de volver a hacerlo, me gustaría no estar en tantos frentes, porque escribir, dirigir y actuar, con toda la supervisión de elementos de sonido e imagen que teníamos, y con el chequeo exhaustivo del material que exigía el hecho de trabajar temas científicos, fue demasiado agotador. Hay que detener el resto de la vida: no podría cantar ni nada durante el tiempo que insuma el proyecto. Últimamente me han preguntado si podría elaborar algún proyecto de divulgación científica, pero debería estudiarlo muy bien. Sí me gustaría mucho trabajar en teatro en la obra de otros: tengo ganas de que alguien me convoque. Yo voy mucho al teatro, y me gusta el trabajo de Romina Paula, Federico León y Mariano Pensotti. No trabajé casi nada en teatro dirigida por otro, sólo con Vivi Tellas, y un pequeñísimo papel en una de Alberto Ure en el San Martín. Casi siempre actué en obras que partían de mis propias ideas.
–Ahora, con más perspectiva, ¿cómo evaluás la experiencia con Suárez, tu ex banda? ¿Cuál fue el mayor aprendizaje de esa época?
–En aquella época aprendí justamente a leer todo tipo de situaciones: la relación entre la música, las canciones, los compañeros, el sonido, los lugares y el público. Después, ese muestrario se repite en un random imposible de prever o planear. Eso, irónicamente, hace que el aprendizaje no sirva demasiado, o que directamente no se aprenda nada. Sí, son figuritas conocidas todas las situaciones posibles, pero nunca sabés cuál te va a tocar. Y la sensación que tengo es la de un eterno estado de novatez. Tal vez eso sea bueno: es una especie de inocencia permanente. Pero también sufro bastante, porque nunca estoy del todo conforme. Cuando compongo canciones, en cambio, aunque paso por euforias y desalientos, nunca me pasa de escuchar alguna ya grabada y decepcionarme o arrepentirme. Aunque pase el tiempo, las quiero. Y cuando las toco en vivo, también. Mis canciones justifican todo lo demás: las horas de espera, las ejecuciones a veces imperfectas, las fallas técnicas u organizativas que suelen caracterizar al ambiente del under rockero, donde siempre se trabaja al límite, a pérdida, por puras ganas, convicción o empecinamiento.

—Alejandro Lingenti
Fotos: Jorge Aloy

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