21 de julio de 2023
Bajo la dirección de Mauricio Kartun, el intérprete se destaca por su papel en La vis cómica, en el CCC. El recuerdo de Alfredo Alcón y los secretos del oficio.
Ficción audiovisual. Además de su recorrido sobre las tablas, también formó parte de tiras como Montecristo, Locas de amor y la serie Diciembre 2001.
Foto: Horacio Paone
De perfil bajo, Horacio Roca es uno de los actores más versátiles y destacados de una rica generación. A lo largo de su carrera desarrolló una actividad muy intensa, que empezó tímidamente en cine, en 1975, con una película de José María Paolantonio, luego continuó en teatro bajo la dirección de Laura Yusem y prosiguió en televisión, en el recordado ciclo Hombres de ley. Su presencia fue creciendo considerablemente y, como intérprete formado en la Escuela de Arte Dramático, se fue perfilando hacia las tablas.
«Empecé en el Teatro San Martín con Peer Gynt a principios de los años 80 y desde entonces tuve una valiosa continuidad de unos quince años en ese complejo, pero sin ser parte del elenco estable. Debo reconocer que me ayudó Alfredo Alcón, protagonista de esa obra, que llegó a hablar con el por entonces director del San Martín, Kive Staiff, para elogiar mi trabajo, lo que me dio algo de chapa», recuerda Roca, que por estos días protagoniza La vis cómica, pieza escrita y dirigida por Maurcio Kartun que se exhibe los martes en la Sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación.
«Es una obra que transcurre en la Buenos Aires virreinal, previa al 1800, y describe a una modesta compañía española con ansias de trabajo y triunfo, que se encuentra con una realidad precaria, sin un lugar donde desarrollar su actividad», cuenta. «Yo encarno a Angulo, el director de esa compañía, un tipo fanfarrón, trepador y autoritario con sus compañeros que, con tal de figurar y de hacerse un lugar, es capaz de pactar con lo más siniestro del poder de ese momento», describe el intérprete en una charla con Acción que transcurre en un aula del segundo piso del CCC.
–¿Cómo fue la construcción del personaje a partir de ese texto burlesco, intenso y extenso, propio de la escritura de Kartun?
–Es un teatro de la palabra y al igual que en otras obras de Kartun, como por ejemplo Terrenal, el lenguaje tiene su complejidad para estudiarlo e incorporarlo, a fin de que resulte cómodo y me permita actuar y jugar tranquilo, sin tener que estar preocupado con esa maraña de letras en la cabeza. Es un guion que tiene distintos niveles de relato en el mismo parlamento y, además, cuenta con varias referencias al mundo del teatro, ya que se habla de la actuación, de los actores y el oficio y también muestra el artificio y los mecanismos que se usan para construir ficción.
«La experiencia ayuda, aunque uno no se da cuenta cuánto. Supongo que el oficio debe restar una excesiva preocupación a la hora de encarar el trabajo.»
–Habías trabajado en obras escritas por Kartún pero dirigidas por otros realizadores. ¿Cómo fue encontrarlo en este doble comando como autor y director?
–Yo había actuado hace varios años en Pericones, dirigida por Jaime Kogan, una obra muy interesante en el San Martín. Y luego en otra potentísima que fue Sacco y Vanzetti, en el Cervantes, dirigida por Mariano Dossena. En cambio, en La vis cómica lo tuve en el día a día del trabajo y Mauricio tiene en claro qué exprimir y explotar del actor, además de que es un generador de ambientes amenos y cálidos en los que transmite plena confianza. Y nunca falta la dosis de humor para distender. La verdad es que resultó una experiencia muy placentera.
–¿Cuánto ayuda la experiencia para afrontar este tipo de desafíos?
–Sin duda que todo ese bagaje ayuda, aunque uno no se da cuenta a ciencia cierta cuánto. Supongo que el oficio debe restar una excesiva preocupación y desconfianza a la hora de encarar el trabajo. Si bien uno no está pendiente de lo que hizo para darse ánimo, emerge el oficio para contener la excesiva autocrítica que, a veces, te hace perder frescura y libertad para la composición. A esta altura de la vida siento que confío más en este actor que llevo adentro, que en aquel de hace veinte o treinta años. Igual, graduarse en la actuación no existe, sería caer en una trampa.
–¿Sería, quizás, dejar de crecer como intérprete?
–Es que más allá de la escuela a la que yo fui, de la buena formación que tuve, el actor o la actriz se forjan en el trabajo del día a día. Y si tenés la posibilidad de compartir el escenario con buenos actores, también es un plus que no te lo brinda ningún curso ni posgrado. Ni hablar si contás con buenos textos y directores que te estén encima, corrigiéndote y estimulándote. Poder trabajar con obras que te exijan y sometan a tus propios límites e incluso te haga fracasar, forma parte de un crecimiento muy rico.
–Entre tus maestros estuvieron Augusto Fernándes y Ana Itelman. ¿Cómo los recordás?
–Lo de Fernándes fue breve, alrededor de un año, pero lo puse en mi currículum porque su docencia fue significativa para mí. Con Ana también fue un lapso corto pero pude aprender todo lo que fuera movimiento en el escenario, porque fue una gran profesora de danzas y yo tomé un seminario que ella brindaba junto a Rubén Szuchmacher. También quiero mencionar a otro referente para mí: Robertó Durán, un profesor destacado, sensible y preciso. Sin embargo, diría que mi mayor formación la tuve en la Escuela de Arte Dramático, donde estudié durante cinco años en la década del 70.
–¿Cambió mucho la formación de actores?
–Hoy en día es distinto en lo formativo. Al no estar más los grandes maestros transmitiendo sus saberes –Carlos Gandoldo, Alejandra Boero, Augusto Fernándes, Roberto Durán, Juan Carlos Gené, Agustín Alezzo, Raúl Serrano– todo está mucho más atomizado: la gente tiende a realizar cursos, sí, pero cortos, o seminarios de dos o tres días, no más que eso. Está planteada de otra manera la educación actoral, no es la que yo viví, pero tampoco podría decir cuál es la mejor.
–¿Podrías adaptarte a estos tiempos «más atomizados»?
–Es difícil, soy de otra generación, por eso rescato lo vivido, porque sé cómo es. Yo conocí a algunos de estos monstruos que, además de transmitir sus conocimientos técnicos, tenían una actitud frente al trabajo, una actitud frente a lo artístico. Todos los mencionados eran, aparte, ejemplos éticos en un punto, como sucedía con actores de la talla de Alfredo Alcón.
–A quien conociste bien.
–Sí, trabajamos juntos en Final de partida y en La soledad de los campos de algodón, que Alfredo dirigió. Tuve esa gran suerte, nos conocimos en Peer Gynt, donde era el protagonista y tuve la oportunidad de tener dos escenas con él. Ese fue el inicio de una hermosa relación amistosa que fue creciendo fuera de los escenarios con el transcurso del tiempo. Un gran tipo Alfredo.
–¿Cómo era trabajar con alguien a quien se admira?
–Es que Alfredo, rápidamente, gracias a su calidez y humildad, se colocaba en un lugar de paridad y hasta se permitía burlarse de la pomposidad que rodeaba su nombre. Era una personas con mucho sentido del humor, divertida y por sobre todas las cosas un gran compañero, que asumía cuestiones que no tenían que ver con su personaje, tales como problemas con el lugar de ensayo o algunos inconvenientes que repercutían en el elenco. Alfredo se ponía el equipo al hombro como uno más, sin mandarse la parte ni sacar chapa de lo que significaba.
«La relación que establecía Alfredo con la palabra era propia de un maestro: con dos líneas de parlamento te llevaba por cinco paisajes distintos.»
–¿Qué tenía Alcón, por qué cautivaba y generaba tamaña admiración?
–Primero era un artista incansable, meticuloso, muy pero muy trabajador, el que primero llegaba y el último que se iba. Y contaba con una magia, una presencia muy fuerte. La relación que establecía con la palabra era propia de un maestro: con dos líneas de parlamento te llevaba por cinco paisajes distintos, gracias a su sensibilidad e imaginación, además de tener un elemento privilegiado como su voz, de una gama expresiva majestuosa. Yo vi cinco veces un espectáculo suyo, Los caminos de Federico, con textos de Federico García Lorca. Y cada función era distinta, no podía salir de mi asombro, te hipnotizaba su presencia, Alfredo hacía lo que quería con el espectador. Un distinto, un tipo de actor que ya no hay. Sin duda fue la pérdida más grande.
–También tuviste a Norma Aleandro como directora primero y como compañera de elenco después.
–Me dirigió en Hombre y superhombre en 2001, hace una vida. Tengo el recuerdo de que fue una buena experiencia, pero no lo tengo tan presente como el hecho de haber trabajado con ella en Agosto, una pieza que estuvo dos años en cartel. Ser testigo de su preparación en el día a día fue asombroso, porque pude disfrutar de los recursos y las herramientas de una actriz, también como Alfredo, fuera de serie.
–Si bien tu carrera está íntimamente relacionada con el teatro, también participaste en recordados ciclos televisivos como Hombres de ley, Alta comedia, Nueve lunas, Juana y sus hermanas y, más acá en el tiempo, Montecristo, Locas de amor y La leona.
–En la televisión empecé en los años 80, pero nunca me pude meter de lleno. Estuve en muchos programas, pero como invitado en algún unitario o dos o tres capítulos de alguna tira. Y hay que hablar en pasado de las tiras, ya casi no existen como género. Lamentablemente, la disminución de la ficción en la televisión es tremenda. Una de las pocas en las que estuve de punta a punta fue Montecristo, donde pude desarrollar un interesante personaje, que era un cura, el padre Pedro, que se debatía en el dilema de seguir con los hábitos o darle rienda a su corazón enamorado.
–¿La tira es un género en extinción?
–Sí, lamentablemente. Sería muy importante que se revirtiera esta situación tan preocupante, porque las series en las plataformas no equiparan en absoluto lo que representaba la ficción en la tele abierta. Más allá de la pérdida de las fuentes de trabajo, que es muy grande, hay un tema que tiene que ver con nuestra identidad cultural, con la necesidad de poder contar tramas relacionadas con nosotros, con nuestra historia, y que el televidente pueda sentirse identificado y no termine consumiendo latas procedentes de Disney.
–¿Cuál fue tu último trabajo en formato audiovisual?
–Tuve una participación en Diciembre 2001, la serie de Benjamín Ávila que se emite por Star+ y que representa mi primer contacto con una plataforma de streaming. Interpreto a un médico del Hospital Argerich, medio pasado de rosca en aquellos días convulsionados de fines de 2001, cuando llegaba gente herida en cantidad.
–¿Hoy tenés el privilegio de elegir qué hacer?
–Con más de 45 años de actor, hoy puedo decir que trabajo donde se puede y no siempre donde quiero. Podés elegir si tenés dos ofertas, pero no es habitual. Y la vida sigue y hay que pagar el alquiler, las cuentas… La actuación es un trabajo como cualquier otro, pero el teatro para mí es el lugar donde me siento más cobijado, como si fuera mi casa y la faena estuviera más en mis manos. Es más, siento que es más accesible que el cine o la televisión, donde sos una pequeña pieza dentro de una gran maquinaria. Pueden estar una hora para colocar un farol y tu escena se hace en cinco minutos. El teatro, en cambio, hasta permite autogestionarte un proyecto que tenías muchas ansias de concretar, por eso siento que es más gratificante.
–¿Es difícil llegar a buen puerto en este oficio?
–Es muy difícil porque la realidad es otra. La vida es complicada, el mundo ni hablar, y la continuidad laboral que te ofrece la actuación no existe. Entonces no es para cualquiera, porque si bien es un oficio precioso, hay gente con muchas condiciones que no se banca tantos palos en la rueda.