De cerca

Jardines secretos

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Elsa Osorio logró trascender las fronteras con una novela sobre una hija de desaparecidos que busca su verdadera identidad. Sus inicios y sus años en España. Un repaso de su obra.

 

Elsa Osorio es una escritora argentina conocida mundialmente por su novela A veinte años, Luz (1998), donde narra, acaso por primera vez en la literatura argentina, la búsqueda de identidad de una hija de desaparecidos. Aparte de esta novela, entre sus libros de narrativa (también ha publicado ensayos) se destacan los volúmenes de cuentos Ritos privados (1982, Premio Nacional), Reina mugre (1989), la biografía novelada Beatriz Guido. Mentir la verdad (1991) y las novelas Cielo de tango (2006) y La capitana (2012), basada en la vida de la militante izquierdista argentina Mika Feldman de Etchebéhère, que alcanzó el grado de capitán del ejército republicano durante la guerra civil española.
La obra de Osorio ha sido traducida a 18 idiomas, fue finalista del prestigioso Premio Fémina (Francia) y obtuvo el Premio Amnesty International, entre otras distinciones. Es autora, también, de guiones cinematográficos y televisivos, y coordina talleres de narrativa. Actualmente reside en el barrio de Palermo, en donde recibió a Acción con la gran mesa ratona del living cubierta de las distintas traducciones de sus libros y sus bellos ojos, vivaces y tan expresivos como su voz.
–Una vez, en una encuesta organizada por una revista literaria, le preguntaron a Samuel Beckett por qué escribía y contestó que porque no sabía hacer otra cosa. ¿Usted cómo contestaría a la misma pregunta?
–Y… podría decir algo parecido. Yo escribo desde siempre, desde que aprendí a escribir. Incluso antes, según me contaron, porque no me acuerdo. Cuando jugaba con las muñecas inventaba historias y las hacía hablar como si fueran títeres. Pero es diferente la decisión de ser escritora, aunque nunca digo que soy escritora sino que escribo. Por otra parte, nunca supe cuándo comencé a escribir relatos o cosas así, hasta que se murió mi padre y ordenando sus papeles encontré algunos cuentos y novelas, unos dramones con muertes y todo, y por el año que figuraba me di cuenta de que era lo que yo escribía a los 7 años. Además, en el colegio, cambiaba redacciones con mis compañeras por ejercicios de matemáticas, que no es lo mío.  Después, como es muy difícil vivir profesionalmente de la escritura, traté de no ponerme límites y así fue que hice de todo, desde escritor fantasma hasta guiones para la televisión. De todas maneras, aun hoy, sigue siendo difícil vivir de los libros que publico.
–Pero sus libros han sido traducidos a varios idiomas.
–Sí, pero la situación es cambiante. De  todas maneras, diría que soy afortunada en ese sentido.
–¿Cómo se enteró de la existencia de la literatura?
–En mi casa había libros y yo leía mucho. Había libros de niños y de adultos en la biblioteca de mis padres. Mi madre, que era profesora de francés, leía menos que mi padre. Pero yo sacaba el libro de la biblioteca de mis padres, lo leía y me tomaba el trabajo de volver a ponerlo en el mismo lugar, porque no me dejaban leer ciertos libros. Me acuerdo que entre esos libros estaba El infierno, de Henri Barbusse. También leía libros que sacaba de la biblioteca que estaba en casa de una amiga, donde había más libros que en la de mis padres. A los 11 años comencé a leer los policiales de la colección El Séptimo Círculo, que dirigían Borges y Bioy, y me los tragaba. Hace poco me acordaba de eso porque releí La bestia debe morir, de Nicholas Blake. Me gusta más la novela de intriga inglesa que la novela negra. Ahora está tan de moda el policial que se publican novelas muy malas solo por el hecho de ser policiales.

–¿Su padre la estimuló en su vocación de escritora? Le pregunto porque su padre guardó esos primeros escritos suyos.
–Sí, pero a mí me sorprendió eso, que guardara esos relatos. Me acuerdo que en la adolescencia, para mi mamá, si yo leía no estaba haciendo nada. Y yo leía todo el día. Ahora, la verdad es que nunca me hicieron problema cuando comencé a estudiar Letras.
–¿Qué la llevó a elegir esa carrera?
–Bueno, fue lo más afín que encontré, porque yo leía todo el día y no solo narrativa para chicas, que era lo que debía leer, sino también novela de aventuras como El corsario negro, de Salgari, o las historias de Rider Haggard. También leía a William Blake. Y a los 17 o 18 años comencé a leer en francés, después de resistirme porque era un idioma que me impusieron. La carrera de Letras me sirvió para leer algunas obras clásicas, que quizá yo no habría leído por mi propia cuenta. Por ejemplo, la literatura española del Siglo de Oro fue algo que me interesó mucho.
–¿Estudió Letras con la idea de ejercer la docencia?
–Sí, pero por la época en que estudié fue muy complicado. Apenas termino los estudios, se produce el golpe de Videla. Por otro lado, aunque a mí me gustaba y me gusta enseñar, me interesé por la lingüística y me puse a estudiar con grupos de estudio por mi cuenta. También me desilusioné bastante con la carrera de Letras de la UBA y estuve en el profesorado, hasta que volví de nuevo. Me desilusioné de la carrera porque te hace poner todo como en cajitas.
–¿Cajitas?
–Sí, acá hay una metáfora, acá una metonimia…Pero bastante temprano entendí que lo importante era leer y así fue que le encontré la vuelta, como una manera de aprobar los exámenes. Y comencé a hacer comparaciones que no estaban en los libros de estudio. Era como una picardía del momento, claro, pero también es cierto que la literatura es un camino que abre una puerta tras otra y uno va descubriendo jardines secretos. Además, tuve hijos cuando era muy joven, y eso me complicó la carrera, aunque seguí estudiando a un ritmo más lento.
–Supongo que por entonces ya escribía narrativa.
–Sí, pero nada bueno. Cuando armé mi primer libro de cuentos se lo di a Losada y a Sudamericana, que eran las editoriales más importantes,  con la idea de comenzar a bajar. Para mi sorpresa, las dos aprobaron ese primer libro.
–¿Qué le interesó de la lingüística?
–Lingüística estudié después de terminar la carrera, en grupos de estudio paralelos a la universidad. Estudié con Juan Carlos Indart, que luego se dedicó al psicoanálisis, y después como autodidacta leí mucho a los lingüistas franceses y participé de grupos de psicoanalistas que estudiaban lingüística debido a la teoría de Lacan. Yo era la única que no se dedicaba al psicoanálisis, aunque me interesó mucho en su momento, pero pienso que no le hace bien a la literatura.
–¿Y la lingüística sí?
–La lingüística a mí me sirve porque me ayuda a pensar cualquier cosa. A mí me mandaron a un colegio de monjas, pero estudiando la teoría semiótica de Charles S. Peirce me pareció entender la santísima trinidad desde un lugar que no era la fe. Este señor, Peirce, escribió unas cartas entre delirantes y teóricas a un señora llamada Lady Welby, que escribió el artículo sobre semiótica para la Enciclopedia Británica. Y yo contesté esas cartas. Mis respuestas eran un poco pedantes, pero ahora me dan ganas de retomar esas cartas, porque hoy tengo necesidad de un poco más de teoría.
–¿Abandonó la teoría?
–No, no la abandoné. Me influyó mucho vivir en España, donde me radiqué en el 90 por motivos personales, donde di talleres de narrativa, y los españoles siempre preguntan por el sentido práctico. En la Argentina no es así: a la gente le encanta darle vueltas a las cosas por el puro placer de la especulación. En España me acostumbré bastante a explicar para qué servían las cosas teóricas que daba en el taller. Hoy, en Buenos Aires, sigo dando talleres y tomo elementos de la lingüística, pero para la escritura en general. Como hice talleres durante toda la vida, fui armando un método, y el año pasado comencé a escribir esas clases.
–¿Su pasaje del cuento a la novela coincide con su partida a España?
–No, en ese momento estaba con la biografía de Beatriz Guido, que se publicó en 1992, pero que en realidad es una novela.
–Pero no se plantea como ficción.
–Se plantea como novela en el modo de narrar la vida de Beatriz, quien presentó mi primer libro. El tema era delicado, porque hacía poco que había muerto, y yo no quería hacer amarillismo. Creo que cuando hay gente todavía viva, como los hijos de Torre Nilsson, hay temas que se deben respetar. Me gustó mucho escribir ese libro. A mí me encargaron otro, sobre la mujer guerrillera, pero les dije que no. Tampoco quería escribir sobre Silvina Ocampo, que es mi escritora preferida. En cambio, la vida de Beatriz me pareció interesante porque es una de las primeras que trató la política en su obra narrativa, como en El incendio y las vísperas. Además, yo la conocí, y era una mentirosa total.
–¿Por eso el título del libro, Beatriz Guido: mentir la verdad?
–Sí, incluso ella dijo una vez que me había conocido en la Feria del Libro, que yo me acerqué a ella y eso no era cierto. No entendía por qué había mentido. Después me di cuenta de que ella lo hacía porque era una manera de nombrarme en un reportaje. Era una mentirosa especial y, como una vez me dijo Bioy Casares, la mentira para Beatriz era un estilo literario. La ficción es mentira, pero al final permite un acercamiento a la verdad o las verdades, y muchas veces de una manera más esencial.
–¿Y esta concepción de la ficción cómo influye en A veinte años, Luz? La novela se ocupa de un tema, los bebés robados durante la última dictadura militar, que en ese momento nadie tocaba.
–Cuando escribí esa novela vivía en España, pero la idea se me ocurrió durante un viaje a la Argentina. A partir de un cierto momento, se dice que yo hago literatura de la memoria, y en Europa me invitan a hablar con escritores de la memoria. Pero yo no me propuse escribir una novela de la memoria. Simplemente me obsesionó el tema y, una noche, en un viaje a Buenos Aires, escribí toda la historia, que después trabajé durante dos años. Esa novela sí que fue una bisagra, porque hasta ese momento solo escribía literatura fantástica o ensayos. A mí me gusta la condición de extranjera para escribir, porque aquí la sociedad te marca cuando hacés algo distinto, pero afuera sos extranjero, alguien raro, y no hay que dar explicaciones. Por otro lado, esa novela tiene algo autobiográfico, aunque no de manera manifiesta, debido a que en aquella época estaba embarazada. Nadie me robó a mi hijo, pero ese miedo que tuve entonces apareció 20 años después en mi novela. Otra cosa curiosa es que A veinte años, Luz cuenta la historia de un hijo de desaparecidos que busca su propia identidad, y sale al mismo tiempo que eso sucede por primera vez.


–Quizá no era tan curioso, después de todo.
–Pero en ese momento lo fue. Además, nadie quería publicar esa novela. Las grandes editoriales de España la envían a sus filiales en la Argentina, y todas la rechazan. Entonces me enojo mucho con la Argentina, cuando uno no puede enojarse con un país. Así que la publico finalmente en una editorial española chica, buena, pero sin filiales. Y muy rápidamente comenzó a traducirse a varios idiomas. Fue una novela bisagra para mí. Unos años después hago Callejón con salida, un libro de cuentos escritos antes y después de A veinte años, Luz, y la diferencia realmente se nota. Es que lleva mucho tiempo poder hablar de eso, no porque alguien me lo haya impedido.
–¿Qué sucede con su literatura, que gira hacia lo histórico-político a partir de A veinte años, Luz?
–Como a la novela le va muy bien, me piden cosas, pero cuando reviso los relatos que tenía inéditos, me doy cuenta de que casi todo se relacionaba con la dictadura: era algo inconsciente.
–¿La marcó la dictadura?
–Claro que me marcó la dictadura. Y me marcó mucho. Incluso en A veinte años, Luz todavía tengo una postura ingenua, porque me tomo el trabajo de proponer varias versiones sobre los hechos. En realidad, la dictadura me marcó como a todos los argentinos, solo que por distintos motivos algunos no lo reconocen. Cuando escribía esa novela, le pregunté a varias personas cuándo se habían enterado acerca de los bebés robados y, exactamente, nadie lo sabía. No me gusta hablar de mí, pero yo era militante.
–¿En cuál organización militaba?
–No importa, en ninguna organización armada. Mientras estudiaba y tenía hijos, trabajaba en el Pami, donde fui delegada gremial. Y me metí en la política no por la Facultad sino por esa militancia gremial. Tampoco diría que era un cuadro político, aunque estaba politizada y creía en eso, pero también era algo más que hacía entre muchas otras actividades. Sin embargo, yo me siento sobreviviente. No estuve en un centro clandestino de detención, pero pude haber estado. Tuve participación y creí.
–¿Hay algo de esa militante que usted fue en La capitana, su novela sobre Mika Feldman?
–Bueno, yo admiro a aquellos que luchan. Suelen relacionar con mi propia vida A veinte años, Luz, porque refleja una época que yo viví. Sobre todo afuera, donde pueden llegar a decir: ahí viene la mujer a la que le robaron el hijo. Y yo les decía: no, es pura ficción. De todas maneras, soy militante de derechos humanos, aunque hoy no estoy ligada a ninguna organización. Sí estuve vinculada con los juicios de Garzón, en Madrid, que influyeron mucho en la justicia de la Argentina. Por supuesto que las organizaciones argentinas de derechos humanos me conocen. A veinte años, Luz se publicó en 28 países y eso Estela de Carlotto no lo ignora. Pero yo escribo porque escribo y no para enseñar algo.
–Sin embargo, alguna inclinación política hay en su obra.
–Sí, pero políticamente he cambiado en los últimos años, y no estoy afiliada a nada. Sin duda, admiro la lucha de muchos organismos de derechos humanos que no han cejado un solo día, soy militante de derechos humanos. Me alegro infinitamente que hoy podamos hablar de los crímenes de la dictadura, de que se juzgue y se condene a los reponsables. En realidad, creo que la literatura ha ayudado mucho a ello. Lo que me fascinó de Mika Feldman, una mujer que combatió en la guerra civil española, es que no pertenecía a ningún grupo político. Era como una revolucionaria pura a la que, más que otra cosa, le interesaban las ideas y la lucha. Su historia debería ser tan conocida como La Pasionaria, que la conoce todo el mundo, pero eso no sucede porque justamente no pertenecía a ningún grupo político. Su vida me parece increíble.
–La actual reedición argentina de Cielo de tango, publicada en España en 2006, muestra una novela de temática distinta a La capitana, que es posterior, y también respecto de A veinte años, Luz, que es anterior. ¿Cómo fue eso?
–Bueno, en principio estoy muy contenta con la reedición de Colihue, porque Planeta Argentina la tenía como muerta. La novela es una historia de Buenos Aires a partir de una saga familiar y no es muy distinta de A veinte años, Luz. Así como esta novela se obsesiona con la identidad de una persona, Cielo de tango se obsesiona con la identidad social. En ese sentido, la novela plantea que somos el abrazo de las diferencias. Por eso el tango, yo creo, nos representa, porque nace con la inmigración y el abrazo con los que no estaban aquí.
–¿Baila tango?
–Sí, ya bailaba en una época que no estaba de moda. Fue como una especie de locura, porque me metí en unos ambientes que no tenían nada que ver conmigo. Por entonces estaba casada y mi marido, que me acompañó a esos lugares, no entendía nada. Pensaba que estaba loca. Pero escribí algunos argumentos sobre el tema para una miniserie, que quedaron ahí, y más adelante los retomé. Es una historia que va de 1897 a 1930, donde se interrumpe, y luego aparecen unos personajes del presente. En gran parte, Cielo de tango es una novela histórica, aunque los personajes de la saga familiar no son históricos. En realidad, como me dijo un español, es como un culebrón ennoblecido. Dejé de bailar viviendo en Europa, pero volví a bailar cuando regresé a la Argentina. Hoy a veces voy a bailar al Salón Canning, que lo conocí investigando para la novela, o a Grisel. Y sí, me gusta mucho bailar tango.

Rubén H. Ríos
Fotos: Horacio Paone

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