De cerca

«La ciencia es divertida»

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Biólogo, investigador y profesor, Diego Golombek escribe sobre neuronas y religión. Apasionado por la divulgación, también conduce un programa de TV y dirige una colección de libros.

 

Es de aquellos científicos que asoman la cabeza fuera del laboratorio. Y lo hace con gusto. Diego Golombek se ha dedicado a difundir las «maravillas» de la ciencia, a través de la escritura y la televisión. Dirige la colección «Ciencia que ladra» de la editorial Siglo XXI, que suma 50 títulos, desde que se creó, en 2002. Conduce el programa Proyecto G, que va por la sexta temporada, en Canal Encuentro. Y también es columnista de La Nación Revista. Licenciado y Doctor en Biología de la UBA, fue presidente de la Sociedad Argentina de Neurociencias. Actualmente es profesor titular de la Universidad de Quilmes, donde encabeza el Laboratorio de Cronobiología, e investigador principal del Conicet. Recibió, entre otras distinciones, el Premio Nacional de Ciencias Bernardo Houssay, la beca Guggenheim y un Konex (2007). Ha publicado más de 100 trabajos de investigación en revistas internacionales y un puñado de libros, como Cerebro, últimas noticias, El cocinero científico: cuando la ciencia se mete en la cocina y Sexo, drogas y biología (y un poco de rock and roll). Además, ha escrito ficción: los cuentos de Así en la Tierra (Premio Fondo Nacional de las Artes) y la novela Cosa funesta, sobre Mariano Moreno.
Aunque nació en una familia científica (con un padre químico, un hermano astrónomo y otro médico), siempre cohabitaron en él las inclinaciones artísticas. Estudió guitarra clásica en el conservatorio e integró diferentes bandas de rock en la adolescencia, además de tomar clases de teatro. «Soy un queso actuando», reconoce quien, en otros tiempos, fue director de la compañía Mascando Gillette de la facultad de Ciencias Exactas de la UBA. «Ahora quiero utilizar al teatro como un vehículo para la divulgación científica», cuenta. «Hay muchos proyectos dando vueltas. Estoy compilando un libro de obras breves de teatro científico, que pueden ser muy útiles para el aula», agrega este hombre de ojos grisáceos, que es ágil al pensar y al hablar.
La música ocupa un lugar importante en su vida: escucha desde Mozart hasta Fito Páez. En realidad, Golombek es un amante de las artes en general. «Me siento muy afortunado, en ese sentido, porque al haber encontrado un camino en la divulgación puedo juntar dos pasiones aparentemente irreconciliables: la ciencia y las distintas formas de contarla. Así, dos cosas que parecen tan inconexas tienen un punto de contacto», sostiene.
–¿Dónde se juntan, por ejemplo, la literatura y la ciencia?
–Tienen mucho en común. Son actividades intensamente creativas y, al mismo tiempo, muy rutinarias. Vos hacés un experimento y lo tenés que repetir, varias veces. Y no sale, no sale hasta que, en algún momento, algo pasa. Estás escribiendo algo, tenés que corregir, repetir, pulir, hasta que finalmente algo ahí ocurre. En esto coinciden, más allá de la comunicación bidireccional de utilizar la ciencia en la literatura y aprovechar la literatura para contar la ciencia.
–¿De qué se ríen los científicos?
–Contrariamente a lo que se cree, de todo.  Se ríen mucho, comen mucho, beben mucho. Algunos hasta bailan, y no es mi caso. No tiene que ver con la imagen hollywoodense del científico con guardapolvos, con anteojos y moscas en la cabeza, que abre la boca y salen fórmulas. No es cierto eso. Sí tenemos particularidades como en cualquier otra profesión: un lenguaje específico, unívoco, elegante, conciso.
–Y difícil.
–Particular. Yo no lo llamaría difícil, porque cuando en ciencias naturales querés decir algo, querés que el otro lo entienda exactamente. Y no sólo eso, sino que además esa otra persona pueda repetir lo que vos hiciste y que el resultado sea el mismo. En las ciencias sociales, la riqueza está en la multiplicidad de interpretaciones que tenga el lenguaje. A partir de un párrafo de El capital de Marx, por ejemplo, se pueden hacer muchas tesis. En un laboratorio, en cambio, a partir de un paper se puede repetir un experimento determinado. Fuera de eso, la pregunta de un científico tiene que ser entendible. Puede ser que no entienda los detalles de lo que está viendo o hacia dónde va, pero su pregunta, lo que lo entusiasma para salir corriendo todos los días hacia el laboratorio, tiene que ser clara.
–¿Por qué a la gente le cuesta tanto acercarse a la ciencia?
–Por muchos motivos. Por un lado, la educación en ciencias es muy deficitaria. En la primaria no hay o hay muy poco de ciencias naturales. Y en la secundaria, aunque a veces hay excelentes docentes, se enseña algo que yo no llamaría ciencia, sino hechos de la ciencia: no se enseña a pensar científicamente. Uno se queda con la idea de que la ciencia es despertar un día con una idea fabulosa, hacer un experimento y cambiar el mundo. Y lo que es peor, los chicos que tienen un cierto interés por el tema, en general no se vuelcan hacia esas carreras, porque está el mito de que son para genios. O bien que no van a tener trabajo o no les van a pagar dignamente, y eso también es falso.
–¿Has logrado darle una impronta más divertida al tema?
–No lo centraría sólo en mí. Hay un movimiento de gente que tiene ganas de mostrar la ciencia de otra manera, y concuerdo plenamente con eso. Es algo que nos ha dado buenos resultados, no necesariamente con los colegas, pero sí con el público. El error, cuando uno hace un libro o un programa de ciencia, es que se queda colgado con la parte científica y se olvida del formato y de su función. O sea, un objeto de literatura es para que la gente lo lea, así como un programa es, finalmente, entretenimiento. Por supuesto, vos hablás de ciencia y tenés que ser riguroso, pero tenés que aprovechar al máximo los recursos: la tele y los libros te dan ficción, humor, personajes, historias, analogías, metáforas. El formato típico de un programa de ciencias es un escritorio, una planta, preferentemente un potus, y dos personas hablando, que es un embole. Nadie quiere ver eso.
–¿Y qué opiniones recibís de la gente?
–El comentario general es: «Yo pensé que la ciencia era otra cosa». Eso viene de que cuando se comunica ciencia, en la mayoría de los casos se trata de  investigación profesional. Lo hace un maestro como Adrián Paenza, y está muy bien. A mí, en vez de comunicar la investigación, me interesa sacudir a la naturaleza a «preguntazos». Hacer experimentos cotidianos. Y eso no es para científicos. Es para cualquiera que se hace preguntas.
–¿Por qué no les ha ido tan bien con los propios científicos?
–Cuando uno saca los pies del plato de la profesión, se lo mira raro. Yo soy científico profesional, pero me expongo mucho también. Destino buena parte de mi tiempo a la comunicación de la ciencia, y eso se mira más o menos. Para algunos hay límites que no se deben franquear, porque, dicen, la ciencia es una actividad apasionante, pero no divertida. Y yo creo que sí.
–¿Eso te ha traído críticas?
–Sí, en general veladas. En algunos casos han salido artículos o libros que me atacan específicamente. Cuando los colegas ven la respuesta que se da en el público, tienden a apoyarlo un poco más.
–El Gobierno Nacional creó el Ministerio de Ciencia y Tecnología y ha implementado una serie de medidas en el área. ¿Qué falta?
–Simbólicamente, estamos en un nivel sin precedentes. La ciencia ocupa el mismo lugar que la educación, la economía, la defensa. No sólo eso: el ministro Lino Barañao es un científico, no un burócrata. Fue profesor mío: es un tipo que sabe mucho, al que le va a encantar tanto si le contás sobre el último experimento como sobre un modelo de negocio de una empresa basada en tecnología. Esto no es poco… Nuestro país tiene su fuerza en la llamada ciencia básica, con tres premios Nobel, o dos y medio, porque al otro medio, César Milstein, lo echamos a patadas a Inglaterra. A nosotros nos forman en esa escuela: el descubrimiento, el conocer más la naturaleza. Y el mundo está yendo en otra dirección: entendamos el mundo y después veamos qué hacemos con eso. Para nosotros es un cambio cultural importante, y el ministerio está tratando de llevarlo adelante, con altibajos.
–¿En qué se nota?
–Seguimos siendo un país periférico. El nivel de inversión, tanto en salarios como en infraestructura o en subsidios de investigación, podría ser más alto, pese a que ha subido muchísimo. Sin embargo, quienes trabajamos en ciencias básicas estamos un poco relegados con respecto a otras áreas. Pero hay que verlo en un conjunto, porque se ha dado un cambio tremendo en las ciencias y la tecnología en los últimos años, que han pasado a ser discurso y política de Estado. Marcelino Cereijido, un científico argentino que vive en México, dice: «A los políticos les encanta hablar de apoyar “a” la ciencia. Lo que hay que hacer es un cambio de preposición: no hay que apoyar “a”, sino apoyarse “en”  la ciencia». O sea, para solucionar los problemas que vos tenés, recurrís a los científicos. Y, en mi vida, es la primera vez que eso está sucediendo.

Hábitat natural. Golombek en el Laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Quilmes, su lugar de trabajo cotidiano.

–¿Es cierto que estás escribiendo un libro titulado Las neuronas de Dios?
–Sí, aún no lo puedo terminar: es la neurociencia de la religión. Ahora está muy de moda el ateísmo militante de tipos realmente grosos como el británico Richard Dawkins, a los que les encanta demostrar cómo las bases están equivocadas o son tan irracionales. A mí, más que hablar de la ciencia versus la religión, me interesa entender por qué, después de tantos siglos, con el progreso y la tecnología de por medio, la gente sigue creyendo en Dios y en preceptos religiosos. Y algo tiene que ver con la evolución, con el cerebro. No puede ser casual que sea una actividad voluntariamente tan aceptada por todo el mundo, cuando no se basa en la razón. Me interesa contar si hay partes del cerebro que tienen que ver con lo religioso y lo sobrenatural, si hay algo que se te «prende» cuando estás rezando.
–¿Es así, hay partes del cerebro que se encienden?
–Por supuesto. Si uno lee las descripciones de las visiones y síntomas que tenían los más famosos místicos de la historia, como Juana de Arco o el indio Juan Diego, muy posiblemente eran epilépticos de ciertas áreas del cerebro: el lóbulo temporal, que se sabe que si se estimula te da una visión religiosa o la impresión de que te ves desde arriba, adonde hay una experiencia cercana a la muerte. Y en cuanto a lo sobrenatural, seguramente nuestro cerebro viene cableado, ha sido seleccionado para creer en ello. Si vos estás en la selva y se mueven mucho las hojas, mejor que creas que hay algo ahí y salgas rajando. Porque si no, decís «es el viento», y resulta que había un tigre y fuiste. Al tipo racional se lo morfaron, mientras que el otro sobrevivió.
–Pareciera que los hombres de ciencia no suelen ser creyentes, aunque Einstein hablaba de Dios.
–Einstein, más allá de que decía algunas cosas para el público, como que había que quererse unos a otros, en sus cartas decía otras: «Yo no tengo evidencias para creer en algo sobrenatural. Soy físico, no me hinchen». Es cierto que hay un conflicto, aunque hay científicos muy religiosos. Uno puede convivir en la superficie, pero cuando intenta que la ciencia y la religión se toquen, choca, porque las bases son completamente diferentes. La base de la religión es la fe. Y nada en ciencia puede ocurrir por creencia o por fe. Yo soy ateo, pero me interesa saber cómo funcionan los cerebros. Ser ateo es ir un poco contra el cerebro, contra la idea de que está cableado para ello. Hay preceptos que vienen desde afuera. Y desde dentro, también. A partir de una lesión, una persona puede dedicarse a concurrir a ciertos locales nocturnos. Por lo visto, el cerebro tiene partes morales: es fascinante. En último término, es «conócete a ti mismo». Y de eso se trata la ciencia, también.

Francia Fernández
Fotos: Walter Sangroni

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