24 de abril de 2013
Juan Carlos Copes llevó el tango a Broadway y tuvo gran éxito. Hoy integra el elenco de un show para turistas. El «bailarín del siglo» recuerda sus primeros pasos y critica el lugar actual del género.
En el café que lo recibe cada noche, los mozos lo saludan con afecto. Momentos después, con agilidad y elegancia envidiables, sube y baja las escalinatas del inmenso local donde de lunes a lunes funciona un show for export, a pasos del Obelisco. Allí se lo presenta como el «bailarín del siglo». Pese a la grandilocuencia del título, algo de eso le cabe a Juan Carlos Copes.
A sus 81 años, sigue defendiendo en la práctica y en el discurso el modo tradicional de concebir y bailar el tango, con un estilo que muchos imitan, otros transforman, pero ninguno iguala. El cuerpo de Copes no sólo resguarda los recuerdos de haber transitado por todas las milongas y teatros imaginables, sino que es el monumento vivo de quien fue uno de los pioneros a la hora de convertir el tango en un espectáculo teatral y, a partir de allí, hacer del género casi una marca registrada de la Argentina.
Aquellas primeras aventuras de transformar bailarines amateurs en estrellas escénicas comenzaron a mediados de los 50. Productores y periodistas colaboraron en darle reconocimiento y apoyo al emprendimiento. Esfuerzo, paciencia y buena estrella llevaron a Copes desde Villa Pueyrredón a Broadway.
Hasta comienzos del siglo XXI, continuaba invirtiendo para hacer nuevos espectáculos. Hoy, sin ocultar cansancio y frustración, ya no tiene su propia compañía por, según reclama, falta de apoyos. Tampoco quiere aparecer, luego de sucesivas y sonoras rupturas, ni en público ni en privado con María Nieves Rego, quien fue su emblemática compañera. Pero eso ya corresponde a un presente ingrato, que lo nutre menos que sus memorias de glorias pasadas.
–¿Cuál es su primer recuerdo con el tango?
–En mi infancia, como la televisión no existía, se escuchaba mucho la radio. Todo, incluyendo las radionovelas, tenía música de tango, así que mi mamá, mi papá, mi hermano, todos estábamos identificados con eso: el tango nos acompañaba en todo momento. Se bailaba en las fiestas familiares, lo mismo que el vals, el vals criollo y el jazz de las grandes bandas. Cuando estudiaba segundo año en el industrial, había un compañero que conocía un lugar en la esquina del Jardín Zoológico, por avenida Las Heras, que se llamaba Parque Norte, para ir a bailar y también para conquistar chicas que trabajaban como empleadas domésticas. Fuimos en banda y en plan de levante. Yo tenía 16 años, no dejaban entrar a menores de 18 sin libreta, pero como éramos un grupo grande, económicamente al local le convenía dejarnos pasar. Entré y me llevé la sorpresa y el shock de mi vida: la gente no vestía igual que nosotros, estudiantes de clase media baja con el traje como para que durara diez años, los zapatos como galochas y la corbata finita. Los milongueros usaban todo lo contrario. Lo que hacían me maravilló tanto, que me quedé pegado en una pared observando, mientras sonaba una orquesta típica y de jazz. Las chicas eran como las de Divito, las de Rico Tipo, con los peinados estilo Rita Hayworth; o estilo español, con el pelo tirante, pollera corta, zapatos altos, medias color carne. A partir de esa noche, no dejé de ir a ningún lugar: ni a los de cinco estrellas, ni a los de menos de cinco, en calles de tierra, de barro o pavimento.
–¿Cómo aprendió a bailar?
–No había maestros, ni nada. Sólo había una especie de consultorio, como los que se ven en el diario, que te dicen cómo te llevás con tu novia, o qué tenés que hacer para una conquista, en los que te enseñaban a bailar. Y en la milonga se aprendía mirando. En dos años ya había aprendido todos los códigos, especialmente los que se manejan entre los hombres, para no equivocarse con una mujer. Había mucho respeto hacia las chicas. Después descubrí que había clubes especializados, donde después de las ocho de la noche sólo bailaban entre hombres. Hay mucha mentira con eso de que el tango se bailaba entre los hombres. No, era sólo para practicar, para aprender. Las primeras cosas que aprendí me las enseñó Carlitos, el Negro Mota, que era más del jazz que del tango. Por otra parte, en esa época nunca se hablaba de drogas entre nosotros. Teníamos la plata justa para una entrada, así que gastábamos la noche bailando. Como en las milongas había intervalos, por ahí se tomaba una copa, si es que tenías dinero. El levante podía llegar o no, pero lo más importante era bailar.
–¿Cómo surgió la idea de convertir todo este universo en material escénico?
–Por un lado, nos invadió la música extranjera y se murió el tango; avanzaba todo lo que venía de Estados Unidos, Inglaterra, la cumbia de países latinos; la nueva generación la aceptaba y la imponían por televisión. Por otro lado, con la llegada de la televisión, se necesitaban nuevos elementos. Entonces, me presenté a un concurso en Canal 7, cuando estaba recién inaugurado por Yankelevich, en Ayacucho y Posadas. Ahí los vi a Pinky, al Negro Brizuela Méndez… Puse algo para el escenario, con discos de pasta, entre ellos «Contrabajeando», de Ástor Piazzolla, tocado por Troilo. Y gané ese concurso. Mientras tanto, seguía trabajando en el Ministerio de Educación y como electricista, pero por las noches me escapaba a bailar.
Buenos Aires Hora Cero
Por la misma época en la que gastaba las suelas de sus zapatos en la pista de locales y clubes varios, quedó fascinado por los pasos que ensayaban dos estrellas en la pantalla de los cines porteños: Gene Kelly y Fred Astaire. Y, a partir de semejante espejo, comenzó a madurar su idea de trasladar el universo de la milonga al lenguaje del mundo del espectáculo. «Me sorprendió profundamente lo que hacían. Fred Astaire era para mí la aristocracia, el intelectual en el baile; Gene Kelly representaba al pueblo: un marinero. Un americano en París fue la que más me gustó. También vi West Side Story. Yo, que veía todo eso y ya era un bailarín hábil, reconocido, me preguntaba: “¿Por qué no lo podemos hacer nosotros con el tango?”, que se había vuelto una cosa totalmente vieja, perimida. Y así fue como empezó todo».
–¿De qué manera fueron progresando sus creaciones?
–Estuve como un año y pico presentándome con mi grupo en Brasil, Caracas, Cuba; me costó mucho llegar a Nueva York. Diez días antes de que entrara Castro en Cuba, antes de irnos a El Salvador, brindamos todos, sin importar el color ni la patria, por primera vez con un Cuba libre. Después estuve con contratos en México por diez meses. Un representante se enteró de que yo venía subiendo, consiguió pasaje y me dijo: «Venite para Nueva York». Eran comienzos de los 60. Desde Puerto Rico hicimos un espectáculo con Piazzolla, que estaba autoexiliado en Nueva York. Cuando nos presentamos juntos allí, yo creía que ya había tocado el cielo con las manos. Tenía en mi nómina a Piazzolla, a Santiago Ayala, a Norma Viola, un grupo de tango y de milongueros impresionante. Éramos diez: cantantes, bailarines, y Piazzolla como director musical. Nos presentamos en televisión. Teníamos en contra que ya estaba triunfando el twist, el rock, el boogie-woogie. Pero el misterio del triunfo del tango en el mundo entero está en el abrazo: no había danzas en que la pareja se abrazara.
–¿Cómo era recibido por los medios y el público estadounidense?
–En el New York Times y en otros medios nos hicieron muy buenas críticas, y todos resaltaban el instrumento: decían que veían por primera vez al bandoneón y que les resultaba un instrumento parecido a la concertina, pero con distinto sonido. Después, en otros momentos, más allá de mi propia compañía, con la única que compartí mi trabajo fue con la de Tango Argentino: ahí fui coreógrafo y protagonista, pero sólo cobraba como protagonista. Fue algo hecho por seis días y se convirtió en un boom mundial que duró diez años. El triunfo en Broadway fue total, a tal punto que en los colectivos, por todos lados, se veían nuestras imágenes. Las mujeres iban a comprarse sombreros siguiendo nuestro vestuario… Una cosa increíble. Todo eso repercutió en la Argentina. Primero vino Piazzolla, estuvo en Canal 9 y se armó la gran podrida con los conservadores musicales de siempre. Y yo hice muchos espectáculos. Cuando salí de acá en 1958, pensaba que si demostraba que lo mío era una verdad, iba a recibir apoyos y sponsors, pero nada. Igual, me gustaba la idea de Salgán, cuando sacó A fuego lento: fue el primero que lo montó para los barrios, no soñando con Nueva York ni con París, sino con la idea de mostrar que se podían hacer cosas y que había muchas puertas y ventanas para abrirle al tango, porque no era una cosa de delincuentes o mal parida, como hasta hoy creo que se piensa.
Vuelta de hoja
El bailarín encuentra críticas a casi cualquier aspecto de la actualidad del tango. Como quien conoce sus orígenes y forjó el camino hacia su éxito nacional y mundial, sabe que tiene conocimientos y derechos que lo avalan en su postura. Desmiente que se pueda hablar de un boom del tango, ni que existan apoyos para esta expresión cultural. Sus objeciones alcanzan a la cultura argentina en su conjunto. Y dispara: «Como en los 60, ahora estamos invadidos de nuevo: no hay artista extranjero que no pase por Buenos Aires a recoger dólares. Viene Madonna, Luis Miguel, Julio Iglesias, Tony Bennett. Yo creo que ni juntándonos todos los tangueros podamos llenar un Luna Park».
–¿Pero qué decir sobre el Festival y Mundial de Tango, que efectivamente llena varios Luna Park?
–En el fondo, no hay apoyo para el tango, no importa si es el Gobierno nacional o de la ciudad. Solamente se dieron cuenta hace dos o tres años de que existe el tango, entonces hacen el campeonato famoso cada agosto, porque recogen muchos dólares, con la gente de todas partes del mundo que viene. Los locales que participamos cobramos ese sueldo muy tarde, y después de hacer una de trámites que no te podés imaginar. Yo fui partícipe en varias ediciones. Pero renuncié a ser juez, porque nunca sale la verdad. Siempre hay una trampa: gana el caballo del comisario. Si conviene que gane Japón, gana Japón. Si conviene que gane Rusia, gana Rusia. Y si conviene que gane un argentino, aunque venga de una provincia que no tiene nada que ver con Buenos Aires ni con el tango, gana el argentino.
–No podrá negar que a usted se lo homenaje y respeta.
–Acá soy el patriarca. Me rodean chicos que tendrán, máximo, 30 años. Si yo les pregunto si saben el autor de lo que están bailando, lo dudan. No saben historia: así es la cultura argentina. Si hoy a un chico le pedís que te cante el himno a la bandera, no sabe la letra. Somos completamente apátridas, nos gusta ser como un norteamericano, un inglés o un francés. Nadie les enseña a esos chicos que hacen tango quién fue D’Arienzo, Ángel Villoldo, la revolución de Piazzolla. Por ahí vienen del clásico, del contemporáneo o del folclore, y se arriman al tango porque se ganan un peso, o se les abre la puerta al extranjero. Julio Bocca, Maximiliano Guerra, Iñaki Urlezaga… hoy en día todos hacen tango. ¿Por qué? Porque van afuera y ganan plata. Pero el tango danza no tiene magistratura. A mí me dicen maestro, porque hace «taaantos» años que yo estoy con el tango. Pero no hay magistratura: yo tengo mi sistema, vos tenés el tuyo. Hay demanda de gente extranjera, turistas; cada local hace su show y cobra 150 dólares o más. El pueblo argentino no puede ir.
–Pese a las dificultades, hay numerosos bailarines y músicos nuevos en el género, algunos muy talentosos.
–No tienen difusión. ¿Dónde están? ¿En televisión, en radio? Existe la radio 2×4 y nada más. Los programas no les dan bolilla. El tango no tiene sponsor. Pero claro que hay músicos talentosos. Mederos está haciendo un capote tremendo. También está Leopoldo Federico como una cosa tradicional. La misma Susana Rinaldi. El que está haciendo mucha fuerza es el pibe Ariel Ardit: se puso la orquesta como de los 40 y canta como en ese tiempo, lo que es muy difícil. Sin embargo, ¿quién vende discos de tango? Gardel, Piazzolla y punto. Carlos Morel canta maravilloso, pero para sacar un disco se lo tuvo que hacer él mismo, pagado por él. ¿Sabés todos los «no» que recibí en mi vida, en mi patria?
–¿Cómo es su vida cotidiana?
–Vengo a hacer el espectáculo todas las noches y, tres veces por semana, ensayo en un estudio en la calle Corrientes. El año que viene empiezo a ensayar con una nueva chica, porque mi hija Johana, mi actual compañera, quiere abrirse, ser independiente. Perfecto. Pero le digo: «Te equivocás. Además, me falta tan poco para irme… ¿Qué vas a hacer sola? Vas a tener que pelear mucho, como yo, que tuve éxitos, tuve fracasos, tuve medios».
–Ha dejado ver sus críticas a los espectáculos de tango for export, pero usted forma parte de uno de ellos. ¿Por qué participa en él?
–Yo siempre tuve mi compañía, pero ahora no puedo. Bailar en este espectáculo todos los días es una forma de sentirme vivo.
—Analía Melgar
Fotos: Juan C. Quiles