De cerca

Mirada comprometida

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Considerada una de las investigadoras de arte contemporáneo más destacadas del continente, tiene a su cargo la curadoría de la Bienal del Mercosur que se lleva a cabo en Porto Alegre. Historiadora, crítica y docente, despliega un arsenal de conceptos que cuestionan el canon y el patriarcado.

En los dos últimos años, Andrea Giunta trabajó denodadamente para llevar adelante la Bienal del Mercosur que tiene lugar cada dos años en Porto Alegre y que debería haber abierto a mediados de abril, pero que fue suspendida como el resto de la vida por la pandemia que tiene paralizado a todo el mundo. De todos modos, apela a recursos virtuales para difundir los resultados de esa investigación que habría dado lugar a una gran muestra llamada (Femenino)s. No se siente frustrada y atraviesa estos tiempos, probablemente como la mayoría de los aislados, con días de hiperactividad y con otros de parálisis.
Giunta es humana y humanista. Se ha convertido en lo que prometía mientras estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras, donde se doctoró: es una de las investigadoras de arte contemporáneo más respetadas, no solo en nuestro país, sino también en todo el continente. Su participación fue decisiva en la creación del colectivo feminista del mundo de las artes visuales, Nosotras proponemos, que en un día consiguió el apoyo de más de 1.000 agrupaciones, académicos y artistas de todo el mundo que fue fundamental en la escritura de su plataforma, centrada en la igualdad y la visibilidad del arte producido por mujeres. En 2016 dio vuelta la colección del Museo del Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) junto a su entonces director artístico, el español Agustín Pérez Rubio. Crearon un nuevo guion curatorial al que llamaron Verbo, que fue tan venerado como criticado. Dos años más tarde, junto con Cecilia Fajardo Hill montó en el Hammer Museum de Los Ángeles la muestra Mujeres radicales, una exposición que cambió el relato de la historia del arte para siempre. Allí visibilizó la obra de 120 artistas mujeres que fueron omitidas en el relato naturalizado de esa historia que, hasta entonces, construía una narrativa patriarcal, blanca y racista. La muestra luego se exhibió en el Museo de Brooklyn de Nueva York y, más tarde, se montó en la Pinacoteca de San Pablo, donde dejó un catálogo que es ya un aporte fundamental para la historia del arte. Fue precisamente esa exposición la que le abrió la puerta para ser la curadora de la Bienal del Mercosur.
Además de lo anterior, Giunta escribió, entre otros libros, Feminismo y arte latinoamericano (2018) y Contra el canon (2020), cuyos primeros ejemplares acababa de recibir al momento de este reportaje. Fue distinguida con el Premio Konex en tres oportunidades y ganó las becas Guggenheim, Harrington, Getty y Tinker de la Universidad de Columbia. Responde con precisión y le gusta fundamentar sus respuestas y pareceres largamente. Se muestra entusiasta y contundente. Ama lo que hace, cree fervientemente en lo que proclama, aun cuando se permite la duda.
–Si consideramos tu trabajo en la muestra Mujeres radicales y en la curaduría de la Bienal del Mercosur, ¿podríamos hablar de vos como una justiciera?
–Más que justiciera, historiadora de la cultura y del arte. Justiciera quizá es un poco excesivo. Mi trabajo proviene de la investigación en archivo y de la enseñanza en la universidad. Los proyectos curatoriales son una consecuencia casi inesperada de estas tareas. Es justamente la investigación la que revela que artistas mujeres cuyas obras tuvieron un reconocimiento en el momento que hicieron su trabajo luego, cuando se escribió la historia, fueron borradas. Utilizo la noción de «censura sistémica» para referirme a todo aquello que no podemos ver o conocer porque el sistema del arte no lo permite. Esto implica una pérdida en términos de conocimiento, en posibilidades de entender el mundo de maneras alternativas, lo que constituye una de las grandes contribuciones del arte.
–¿Qué te atrae de la investigación?
–Me interesa conocer aquello que ese sistema restrictivo no me deja conocer. El otro lado, lo escondido, oculto, enmudecido. El punto de partida es casi una rebelión personal respecto de un estado del conocimiento. Es cierto que siempre me interesó la representación igualitaria: esa es una decisión política sobre cómo quiero presentar una exposición. Pero como historiadora me fascina descifrar las razones por las que tanto arte y, especialmente, el que está hecho por mujeres, se nos oculta.
–Esta fascinación tiene que ver con que hayas elegido titular a la Bienal Femenino(s) en plural. ¿A qué refiere esa pluralidad?
–La «s» introduce una pregunta, una posibilidad, una apertura. Quería conocer qué arte habían realizado las artistas negras de Brasil, del Caribe, de la diáspora africana. Y encontré un universo hipnótico de radicalidad política, de procedimientos de la memoria, de exposición de los inconscientes sociales de la humillación que se ejerce cotidianamente sobre las mujeres negras. Tenemos que sentir vergüenza por nuestra ignorancia, por manejar estereotipos interiorizados, por no saber cuáles son las palabras correctas que no repliquen la humillación de varios siglos. Así comencé ese viaje. Además, que el sustantivo sea masculino también abre un cuestionamiento a lo biológico.
–Tanto en la Bienal como en Mujeres radicales se intuye y verifica un serio trabajo de investigación. ¿De dónde partiste? ¿Cuáles fueron tus descubrimientos?
–Podría hablar días sobre esto. El trabajo en el archivo fue demencial, con muchas entrevistas y horas de archivo. Solo así podés encontrarte con una obra que te enciende la imaginación, que ya no existe y que decidís investigar. Así fue todo el proceso de trabajo. Momentos intensos, las performances de Victoria Santa Cruz, la obra de Lea Lublin, el audiovisual Doña Concha de la enloquecida Marcia Schvartz, las fotos de Paz Errázuriz, a quien amo, y toda la muestra.
–En tu declaración, hablás de la Bienal del Mercosur como proceso y como lugar de interacción con la ciudad base: Porto Alegre. ¿En qué consiste ese proceso?
–Si bien Porto Alegre tiene espacios importantes dedicados al arte no es, necesariamente, una ciudad de grandes exhibiciones. Los presupuestos de arte son limitados. Buscamos interactuar con la ciudad desde un comienzo, porque en cuanto supe que sería la curadora, organizamos un evento con varios paneles, artistas, performances, al que asistieron más de 200 personas. Y durante 2019 Igor Simoes, que es el curador pedagógico de la Bienal, organizó talleres y debates que van a hacer de ella una esponja perforada para cruzarla de lado a lado. Por otra parte, fue fundamental para mí reponer términos como como proceso, interacción, democracia, en un contexto de urgencia como el que vive el Brasil con Bolsonaro, que enciende de furia al bien pensante, que te irrita la escucha. No puede comprenderse, cómo Brasil pretende, que allí no hay racismo: es completamente humillante. Invisibilizada, la población negra representa más de la mitad de la población y en el mundo del arte prácticamente no existe. Quiero aprender todo lo que pueda de lo que no sé. Todavía estoy en ello.

–Además de curadora, sos académica y docente. ¿Cómo se transmite el conocimiento del arte?
–Como decía al comienzo soy profesora, incluso en relación con el feminismo, ya que prefiero las pedagogías que las confrontaciones. Los cursos que enseño en la Universidad de Buenos Aires de grado, de arte latinoamericano moderno y contemporáneo y de arte internacional. En este segundo curso estamos buscando modificar radicalmente la perspectiva desde la que se lo enseña. La historia del arte moderno es la historia de lo que sucedió en unas pocas ciudades de Europa y en una de Estados Unidos. Gran parte del planeta, si ponés a los artistas en un mapa, queda vacía. Me interesa poder pensar la historia del siglo XX desde otra perspectiva, como una historia de colonización y descolonización, de momentos artísticos que, fundamentalmente desde la segunda posguerra, involucraron a muchas ciudades de Asia, de África, de América Latina. Me interesa introducir también en esa historia procesos culturales geopolíticos. Una historia del arte que no radique solo en las biografías o los ismos, sino también en las exposiciones, las instituciones, las políticas de las imágenes. Todo lo que hicieron los países no alineados, travesías de las imágenes que no fueron regidas por el orden de los estilos que nos han repetido como el único camino para conocer el arte del siglo XX. No quiero, por supuesto, dejar de lado esa rica historia, pero busco pensar con los estudiantes que esa es una historia, no la Historia, y poder comenzar a contar otras historias como simultáneas, intensamente creativas, portadoras de nombres con los que los artistas se identificaron. El arte se vincula a la diplomacia, a la guerra fría, al poder de las imágenes. Esa textura es también parte de la Historia. Los procedimientos analíticos que hemos aprendido, tendientes a diferenciar movimientos, a establecer sus características, responden a una lógica formalista excluyente, que deja de lado procesos dinámicos de las imágenes.
–¿Sos fan de algunas artistas?
–Me conmueve y me deslumbra la obra de Ana Gallardo. No solo desarrolla obras de una complejidad narrativa absorbente, como la historia de su subocupación en trabajos múltiples para poder hacer su obra, la historia de sus mudanzas, de los proyectos para la vejez, la economía del conocimiento que propone, sino que también lo hace con la mano sobre el papel en unos dibujos que te dejan sin respiración. Su exposición en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Un lugar para cuando seamos viejos, o la última en la galería Ruth Benzacar, son apabullantes. Salís de esas exposiciones sin poder escapar del mundo. Ella traza un surco entre el dibujo, el video, la cinta con la que pega sus muebles; el negro absoluto de sus dibujos sobre la violencia hacia las mujeres en Guatemala es un episodio en la historia de la violencia hacia las mujeres en el mundo. A esta altura del año han muerto más mujeres por femicidios que por el coronavirus, pero la distancia en el tratamiento del tema en los medios es inmensa. Por razones completamente opuestas me deslumbra la obra de Marcia Schvartz. Ella despliega un archivo implacable, que produce risa cuando recordamos las revistas de deportes de los 90. Marcia retrata la Argentina del poder, también el del mundo del arte. Y también retrata a personajes anónimos que plasma con una línea, con un dibujo exacto, brutal. En la escena internacional mi interés está en este momento en dos artistas: Rosana Paulino, en Brasil, con sus costuras e impresiones, que aborda una historia escondida, camuflada, la de la esclavitud, desde la mujer negra y desde los archivos fotográficos «científicos» del siglo XIX. Introduce un pensamiento feminista que implica una reflexión crítica sobre lo humano superior a lo animal, con una imagen que los iguala: representa mujeres insectos, mujeres capullo que se desenhebran. No podrá ya esconderse ni borrarse su obra. Sus últimas exposiciones convocaron públicos que hasta hace unos años no pertenecían al mundo del arte. Por otra parte, me interesa mucho la obra de Esther Ferrer, la artista vasca, ácrata, feminista, que vive en París. Desde los años 70 su trabajo con la performance y con proyectos depurados, de líneas de cuerda que recorren el espacio, sus jornadas de poesía caminada por las calles de París y todos los proyectos que recientemente realizó el Guggenheim de Bilbao, que nunca se habían hecho. Una tarde en el taller de Esther en París es una marca en tu vida. Demasiada inteligencia. Reconstruimos uno de sus proyectos en el espacio en la Bienal.

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