28 de agosto de 2013
Pionero de las nuevas tendencias del rock argentino, Daniel Melero fue nombrado personalidad destacada de la cultura porteña. El paso del tiempo, el ejemplo de Piazzolla y su admiración por Spinetta.
Es invierno en Buenos Aires, pero parece primavera. Como por arte de magia, no hay rastros del frío crudo que casi convierte a este 2013 en récord y nos devuelve a los porteños la fantasía de la nieve, aquella con la que muchos alucinaron en 2007. Daniel Melero nos cita en un restaurante de la Recoleta donde es local desde hace años. Ahí lo conocen todos. Entra, saluda primero a los mozos y después se manda de una a la cocina. Al ratito sale y se acomoda en una de las viejas mesas de madera del lugar.
Pide el almuerzo y, cuando la entrevista está a punto de empezar, se escucha un terrible estruendo: un parroquiano cae de su silla como si hubiese recibido un cross a la mandíbula de Mike Tyson. La copa de tinto que estaba tomando se hace añicos. Melero se levanta rápido para ver cómo puede ayudar. «Un soldado menos», bromea al volver. El noqueado se recupera pronto, se acomoda en la silla otra vez y todo vuelve a la normalidad. «Viene siempre, pero tuvimos la oportunidad de ver su primera caída: un hecho histórico», dice el músico. La anécdota sirve para dar cuenta de su sentido del humor, una de sus facetas menos conocidas.
Distinguido este año con justicia como personalidad destacada de la cultura por la Legislatura de la Ciudad, este músico de 55 años ha sabido desde siempre trabajar muy en serio, pero sin perder la chispa. Pieza fundamental del rock argentino post dictadura, fundador del mítico sello independiente Catálogo incierto, rueda de auxilio artística de Soda Stereo cuando a la banda de Cerati le sobraba más dinero que ideas, adorado por los Babasónicos y bombardeado con frutas de estación en el escenario de un festival B.A. Rock del 82 poco propenso a las innovaciones estéticas, Melero fue homenajeado en la Legislatura como él mismo hubiera querido: con un cajón de naranjas que sirvió para que los que estaban en el lugar recordaran aquel brote de intolerancia con una sonrisa.
Hoy, luego de la edición de Cuadro, un hermoso boxset financiado por sus fans y editado por el sello independiente Ultrapop que reúne los discos Cámara, Rocío, Piano y Tecno, Melero prepara un nuevo álbum. Trabaja en el legendario estudio Ion con un grupo de jóvenes músicos (Silvina Costa, Félix Cristiani, Tomás Barry, los mismos que junto con Diego Tuñón, de Babasónicos, grabaron en Supernatural) y la idea fija de llevar a cabo lo que él define como un «laboratorio musical». Melero llega al estudio con algún bosquejo de canción, intercambia ideas con sus compañeros y graba.
«Opero como un administrador de las mejores ideas que van apareciendo», explica. «Soy como el productor de una banda que se llama Melero. Es un despropósito trabajar de este modo en un estudio así, es carísimo. Pero me puedo dar el gusto, por suerte, aun en esta época en la que las cosas son tan distintas en relación a cuando empecé. Antes tocaba en vivo para apoyar la salida de un disco, y hoy el disco sale para apoyar los shows en vivo, que son nuestro medio de subsistencia. En un momento en el que los discos se hacen con menos plata, muchas veces de forma hogareña, nosotros estamos laburando en un gran estudio y vamos a componer ahí, a especular con los sonidos, a probar ideas. En el mejor de los casos llegamos con tres acordes, pero todos las veces que vamos terminamos grabando dos o tres temas».
Como es habitual, Melero se mueve en contra de la corriente: lo que siempre hizo, lo que siempre hará. Y no se limita a sus propios dominios. También se ocupa de la producción de los nuevos discos de Miguel Castro, ex Victoria Mil, una banda apadrinada desde siempre por él, y de Carlos Cutaia, talentoso tecladista de Pescado Rabioso que a los 71 años sigue en la ruta. Melero está siempre en acción.
–En toda tu carrera el foco estuvo puesto en el futuro. ¿Te costó decidir la edición de Cuadro?
–Cuando se editó mi último disco, Supernatural, ya estaba la idea de esta caja. Fue una propuesta del sello y la acepté porque esos discos ya no se conseguían. La condición que puse es que no se remasterizaran, como es común en estos casos. Me parecía mucho mejor conservar el sonido original, la mácula de la época en la que fueron grabados. A veces escucho ediciones remasterizadas de algunos discos y es otra música, es algo que falla, que no ocurre. Se busca definición donde antes no la había, y eso no me gusta. Volviendo a Cuadro, hacía años que no escuchaba estos discos, tenía una falsa memoria de lo que habían sido. Ahora volví a escucharlos y hasta incluí en mis shows algunas canciones que no tocaba hacía mucho tiempo. Las versiones que nos salen ahora de esos temas sí son distintas. A mí nunca me resultó atractiva la nostalgia.
–Cuando repasás tu carrera, ¿tenés algún disco favorito?
–Operación escuchar me parece el mejor. Cuando lo hice, estaba en un estado de descreimiento total. Ahí llegué a las mitocondrias de la música. Me acuerdo de que cuando salió, Juan Di Natale lo definió como «un suicidio público». Y yo creo que en realidad ese disco me refundó. Había hecho Travesti con la idea de que sea un clásico, lo había diseñado estratégicamente de ese modo. Con Operación escuchar terminó lo que yo llamaría mi estrategia juvenil. Ya desde la época de Los Encargados me planteé ser como Piazzolla, ocupar un lugar como el que él ocupó en el tango pero en el ámbito del rock: es el plan más largo que me propuse. Y creo que se está llevando a cabo. Este reconocimiento de la Lesgislatura para mí significa algo de ese orden. El «plan Piazzolla» empezó con Operación escuchar. Y hay señales de que lo puedo cumplir. Acá, en este restaurante, hay una plaqueta que recuerda a Astor porque venía a comer seguido. Todo va cerrando (risas).
–¿No te resultó solemne la cuestión del premio?
–No, para nada. Si hubiera sido un Grammy, sería la señal de que estoy en el rumbo equivocado. Pero este premio me parece otra cosa. Por otra parte, no vino del PRO ni del kirchnerismo, sino por iniciativa de Rafael Gentili, un legislador de un espacio político más chico, Proyecto Sur. Eso de algún modo fue un alivio. Lo viví como un gran halago para mí y para la gente que me quiere. Lo único que sostiene a un hombre cuando llega a la vejez es una vocación, decía Bioy Casares: eso para mí es clave. Los premios de la industria no me importan. Los artistas que quedan atrapados en la telaraña de esas distinciones y de la venta de discos parecen kiosqueros. A mí me resultan muy aburridas las estrellas. Y la mayoría de nuestros ídolos han sido o son estrellas. No hay vocación que los sostenga. No sé qué le pasa a esa gente cuando se acuesta a dormir. Yo sé cómo es el techo de mi habitación, y ahí no hay fantasmas.
–Decías que no te atrae la nostalgia, pero igual te invito a pensar en la historia del rock argentino. ¿Destacarías alguna época?
–Pienso que la mejor época del rock en general, acá y afuera, fue en los 70. Aunque parezca raro, yo viví los 80 como una época chata. Hoy no pienso lo mismo, pero en aquellos años me pasaba eso. En los 70 iba a ver a Pescado Rabioso, a Color Humano, y sentía que el rock era una cultura. En los 80 eso se diluyó bastante. A mí me gustaba la época en la que parecía que el rock podía cambiar las cosas. Eso claramente no sucedió, es obvio que existe el cambio pero no la revolución. Igual, creo que pronto diremos que no hay rock como el de los 90, es algo generacional. Lo que sí me parece notorio es que el advenimiento del DJ como nueva estrella del mundo de la música le quitó canción a la banda de sonido de la gente.
–Pero vos has trabajado bastante en la investigación sonora, más allá de la canción, y en la aplicación de nuevas tecnologías en las grabaciones.
–Sí, pero nunca me gustó la cultura de la adoracion de la tecnología. Siempre sentí que podía perder todos mis instrumentos y que aún así iba a poder seguir haciendo música. De hecho, en los 80 tuve que vender todos los que tenía porque no tenía plata ni para el colectivo. Grabé Silencio con Los Encargados gracias a Andrés Calamaro, que me regaló unos cuantos instrumentos. Calamaro ni se acuerda de eso, lo que me parece absolutamente genial.
–Es conocida tu admiración por Spinetta. ¿Qué sentiste cuando te enteraste de su muerte?
–Me enteré mientras estaba en la Rock & Pop haciendo una nota. Aunque sea esperada, la muerte siempre te toma por sorpresa. En ese momento pensé que se estaba yendo una parte mía, pero después entendí que era al revés, que ahora me quedé solo con mi parte de Spinetta y que estoy contento con eso, con el hecho de que haya sido una influencia importante para mí. No fui amigo de Spinetta, para mí él es su obra, una obra importante, crucial. Lo de Vélez, aunque no fue organizado por eso, fue una gran despedida. Y ahora está el Flaco Spinetta ahí, podés abrir ese libro si querés. Siempre me interesó lo que decía en las entrevistas, también. Las leía aunque ya no escuchara sus discos, porque siempre había ahí algo útil para la vida. Ahora me acuerdo de la primera vez que lo vi, fue en el club Comunicaciones, yo tenía 12 años. Me lo crucé cuando estaba tocando Manal y él iba para el escenario para subir después. Todavía conservo los vales para una hamburguesa y una gaseosa que incluía la entrada a ese concierto. Me metí en el backstage y me puse a correr alrededor de él, como un perrito, mientras él caminaba hacia el escenario con su novia. Me acuerdo de todo, de la ropa, las zapatillas, el pelo largo. Ya a esa edad significaba algo muy grande para mí.
–¿Y cómo llegaste a Spinetta?
–Yo nací en Flores, y en ese barrio se tocaba mucho, había muchos lugares para las bandas. Yo tenía 12 años, pero andaba con pibes de 15 que escuchaban a Spinetta. En Flores estaban el cine Pueyrredón y el Coliseo. ¡Había recitales a la mañana! Un sábado a la mañana fui a ver a Almendra, que estaba por separarse. Después del último bis, que fue «Hermano perro», cuando se estaba cerrando el telón, vemos que Spinetta cae. Había quedado con medio cuerpo colgando fuera del escenario y vimos cómo lo arrastraban hacia atrás, con guitarra y todo. Después me enteré que estaba todo armado, que era parte del show. Un genio.
–Cuando decidiste dedicarte a la música, ¿cómo lo recibieron tus viejos?
–No querían saber nada. Era muy común en esa época la idea de «m’hijo el dotor», sobre todo en un barrio como Flores. Pero llegaron a ver que pude vivir de la música dignamente, que progresé socialmente, incluso. Igual, la plata me interesa muy poco, lo que me importa es el estilo. Y desde muy chico aprendí que tener estilo es económico, no cuesta mucho dinero: lo caro es la moda. Cuando vi la reacción de mis viejos, cursé algunas carreras universitarias para disimular (risas). Hice cuatro años de ingeniería y uno de derecho. En el medio hice la conscripción, en plena época de la dictadura. No la pasé tan mal porque fui mayordomo de un vicealmirante; ahí aprendí el protocolo para servir una cena, por ejemplo. Sin duda, el de la colimba fue un tiempo perdido. Cuando salí de la instrucción, después de dos meses de encierro, me acuerdo que llegué a casa, puse un disco y me derrumbé, me puse a llorar. Extrañaba eso como un loco.
–¿Te acordás qué disco fue?
–Vendiendo Inglaterra por una libra, de Genesis.
–¿Pensaste alguna vez en retirarte de la música?
–Siempre jodo con la idea del Senil Tour, una gira con varias bandas de viejos. Me dicen «Daniel, cantá tal tema». Y yo canto otro. La gira es auspiciada por una marca de pañales para adultos (risas). Hablando en serio, para mí el retiro es la pérdida de la vocación y la repetición. Pero también hay gente como Scott Walker. Sus últimos discos son difíciles de soportar, pero sin duda son distintos. Yo extraño que no cante como antes, como cantaba «Boy child», pero se nota una pasión por la música en lo que hace que me asombra. Pero si hay algo en lo que pienso todos los días, desde hace un tiempo, es en la muerte. Desde los 40, más o menos. Tengo una relación interesante con la muerte. Ya en Vaquero (2001) empiezo a reflexionar sobre eso. Yo creo que pensar en la muerte jerarquiza el tiempo. Cuando sos joven tenés tiempo para perder, pero ya no estoy para eso: ya lo hice. El tiempo es el bien más valioso que tengo, porque se achica todos los días.
—Alejandro Lingenti
Fotos: Kala Moreno Parra