De cerca | VIGGO MORTENSEN

Perfil aventurero

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Gabriel Lerman/Desde Los Ángeles

Después de debutar como director con Falling, el actor protagoniza tres películas de próximo estreno. El recuerdo de sus padres y su infancia en Argentina.

Liselotte Sabroe/Ritzau Scanpix/AFP

Tiene la capacidad de transformarse cada vez que cambia de idioma, y no es el mismo cuando habla en castellano con un compatriota que cuando lo hace en inglés o en danés, lenguas que maneja con la misma fluidez. Viggo Mortensen tal vez adquirió ese talento cuando de chico partió de la Argentina a la frontera entre Estados Unidos y Canadá y tuvo que reinventarse por completo. Y más tarde lo ha usado para cambiar de personajes como de camisa, en una carrera como actor que le ha dejado tres nominaciones al Oscar y cuatro al Globo de Oro.
A los 63 años es un hombre orquesta que también ha incursionado en la pintura, la fotografía, la música y la literatura. El año pasado sumó a sus múltiples profesiones la de director de cine con el estreno de Falling, en la que además tuvo un papel protagónico junto a Lance Henriksen y Laura Linney. Sin embargo, sigue dedicando a la actuación la mayor parte de su tiempo: en los últimos meses terminó la nueva película de David Cronenberg, Crímenes del futuro; acompañó a Colin Farrell en la más reciente producción de Ron Howard, Trece vidas; y volvió a trabajar con Lisandro Alonso, el director argentino con el que había hecho Jauja.
–¿Cuántas cosas de tu propia vida aparecen reflejadas en Falling?
–El proyecto empezó a construirse con recuerdos sobre mi madre que apunté después de su funeral. Ahí comencé a escribir una historia usando estas remembranzas, más que nada sentimientos hacia ella, como así también momentos de mi infancia, mi adolescencia, del pasado más reciente relacionado con el tema de la demencia, de mi padre que falleció dos años después que ella, de mi padrastro y de mucha gente de mi familia. Hay detalles en Falling que vienen de mi vida, como por ejemplo una historia que sucede con un pato o frases sueltas que recuerdo habérselas escuchado a mi madre o a mi padre en algún momento. Hay ciertas cosas que mis hermanos Walter y Charles reconocerían y por eso se las dediqué, pero el 80 por ciento o más de la película es ficción.
–De todas maneras cuando uno mira Falling no deja de preguntarse por tu propio padre, porque alguien que se va de Dinamarca, conoce a su mujer en Noruega, se casa en Estados Unidos y después se traslada con su familia a Venezuela y a Argentina habrá sido un hombre muy aventurero.
–¡Totalmente! Dejó su casa cuando tenía 14 años, no terminó la escuela secundaria y se fue a trabajar en otra granja. Era inteligente e inquieto, siempre buscaba nuevos desafíos. Un día se fue de ahí a Copenhague, fue soldado y estudió un poco de agricultura pero se cansó de eso y partió hacia Noruega, donde conoció a mi madre. Se fueron juntos a Estados Unidos donde nací yo y después, por su crianza y por sus conocimientos, consiguió trabajo en Sudamérica, en el área de la agricultura, y aprendió a hablar castellano. Era un hombre ambicioso pero no en el sentido del dinero, sino por tener experiencias de vida. Supongo que heredé de él esa actitud de animarme a hacer cosas aunque me digan que no se puede y de mi madre tengo más el lado de la comunicación, de poner las cosas sobre la mesa y de discutir si hace falta, de hablar profundamente con mis amigos y con mi familia. Así soy, supongo que una mezcla de ambos. La comunicación es muy importante para mí, yo quería poner preguntas, no me gustan las películas que te dan respuestas, que te subrayan todo y te dicen lo que tenés que pensar y sentir. Me gustan las historias que te involucran como espectador y que te dan la oportunidad de participar a punto tal que, si te interesa lo suficiente, al final sea tan tuya o más que del director o del autor. En estos tiempos también hay mucha polarización, mucho conflicto social y la comunicación es muy pobre o nula entre campos opuestos ideológicamente, incluso dentro de las familias. Y eso lo veo como otra especie de pandemia y quería explorarlo.
–Tu papá era un hombre de campo, ¿cómo reaccionó cuando le dijiste que querías ser actor?
–A mi padre le gustaba el mundo de las artes pero no comprendía cómo yo era tan insistente cuando, en los primeros años, era obvio que no me estaba ganando la vida con eso. Como le sucede a la gran mayoría de actores que no tienen un éxito inmediato, empecé haciendo pequeños papeles en teatro sin recibir dinero. Iba a muchas audiciones pero para cubrir mis gastos trabajé en bares, restaurantes, vendía helados en la calle, hacía mudanzas, fui camionero, tuve trabajos de todo tipo. Lo que quería era participar en historias en cine y teatro, así que poco a poco fui aprendiendo cosas, en general a base de fallar reiteradamente, pero de vez en cuando obtenía un buen papel. Me fui educando en eso de contar cuentos, sobre todo en el cine, que es lo que más me fascinaba. La primera vez que fui al cine fue en Argentina y tenía tan solo tres años. Mi madre me llevaba mucho y después de ver las películas teníamos largas conversaciones, que en un principio eran muy simples pero luego se volvieron propias de dos cinéfilos: casi que hablábamos como guionistas. Después de adulto, cuando ya no vivía con ella y la visitaba, también manteníamos esa práctica de ir a ver películas.
–Se habrá sentido orgullosa cuando te convertiste en un actor conocido.
–Mi mamá siempre me apoyó, no le importaba si ganaba dinero o no. Obviamente quería que tuviera éxito, pero más le interesaba saber cómo era hacer una prueba o quién era el director con el que iba a trabajar, incluso muchas veces sabía más que yo de las biografías de ellos o de los actores, especialmente los mayores. En el año 2008 comenzaron a nominarme a premios importantes por mi labor en Promesas del Este, la segunda película que filmé con David Cronenberg. Y aunque ella ya estaba media flojita porque había comenzado con la demencia, me la llevé a la alfombra roja de los Premios del Sindicato de Actores y cuando veía a las figuras más experimentadas sabía todo lo que habían hecho. Una vez se levantó de nuestra mesa, se fue a sentar a la de John Travolta y desde ahí me señalaba y le decía que yo era el hijo.
–La trilogía de El señor de los anillos no solo te posicionó en el lugar de estrella de cine, sino que resolvió tu situación económica. Y después David Cronenberg te dio la oportunidad de demostrar tu versatilidad como actor. ¿A cuál de esos dos momentos de tu carrera estás más agradecido?
–No fue que de un día para otro tuve una oportunidad, fue algo gradual. Desde que fui al cine por primera vez con mi mamá hasta hoy, que estuve revisando el guion que escribí para la primera película que dirigí, todo es aprendizaje para mí. Tanto tus experiencias de vida como las del oficio te van enseñando e influyendo. Por supuesto que El señor de los anillos me abrió más puertas y fue sumamente importante, pero no es que un día me di cuenta que era otro, fue una cosa paulatina. A mí me llegó tarde porque cuando salió la primera parte de la trilogía en 2001, tenía 43 años y había tenido pequeños éxitos en papeles que había hecho previamente: muchos me decían que con eso iba a llegar a vivir bien, pero finalmente no ocurría. Como actor hay que tener paciencia y aguante, si es algo que querés hacer hay que sufrir muchas embestidas al ánimo y superar las decepciones. A Cronenberg le parecía que era el actor adecuado para Una historia violenta y él tenía la libertad para hacer ese casting y tomar esa decisión, pero seguramente que si no hubiera encarnado a Aragorn y la trilogía de Peter Jackson no hubiera sido el éxito que fue, no me habría tenido en cuenta para ese papel. La suerte también es importante, pero hay que estar preparado para saber qué hacer cuando ese momento llega, de lo contrario lo hacés mal. No me quejo, pude vivir de la actuación muchos años, 25 de los 40 que llevo en esta profesión. Y tuve la oportunidad de trabajar junto a excelentes directores, a muy buenos equipos técnicos y a grandes actores, con los que he hecho historias maravillosas.
–¿De qué manera cambió tu vida después de mudarte a Madrid?
–No sé si es diferente. En realidad uno cambia todo el tiempo, independientemente del lugar donde vive. He vivido y trabajado en tantos sitios, y en algunos como en Nueva Zelanda, donde me quedé bastante, pude comprobar que importa más cómo estás que dónde estás. Normalmente siempre viajo mucho, entonces paso más tiempo en Estados Unidos y en otros lugares que en Madrid. A España la conocía antes de mudarme porque ya había vivido un tiempo acá, así que tenía ciertos vínculos. Como cualquier país que he visitado, poco a poco voy conociéndola a fondo, a su gente, a su forma de ser, a su cultura. Acá también tienen problemas, revuelos, conflictos y polarización como en otros lugares, pero me siento bien y supongo que se debe a que me crié en un país hispanoparlante como Argentina, así que el idioma tiene algo que ver, aunque es muy diferente a Buenos Aires.

GILLENEA/AFP/DACHARY

–¿Por qué Argentina es el lugar con el que más te conectás, habiendo vivido en tantos lados?
–Creo que porque los primeros años te forman mucho y no sé si el hecho de que me arrancaran un poco de raíz a los 11 años también tuvo un efecto. Yo me adapté a vivir en el país y en el pueblo de mi madre, ubicado en el nordeste de Estados Unidos, pero me quedé con algo. Y aunque pasaron muchos años, mis dos hermanos y yo hablábamos castellano. Me acostumbré al lugar hasta llegar a sentirme como uno más de los chicos de ahí, pero me quedó algo. Y eso que hubo una ruptura total, porque en esos tiempos, por supuesto, no había nada, ni internet, ni cable. Descubrí el hockey sobre hielo porque los Montreal Canadiens tenían los mismos colores que San Lorenzo y los hinchas eran como latinos, así que me aficioné a eso. Perdí totalmente el contacto, solamente tenía mis figuritas de fútbol, unos cómics de Patoruzú, una vieja copia del Martín Fierro y una remerita de San Lorenzo. Y con eso conviví. Me sorprendía cada vez que escuchaba hablar español, que era muy poco. Me acuerdo de unos soldados que estaban en el pueblo caminando y eran de Puerto Rico. Sentí el idioma pero rarísimo, no sabía que se hablaba de otra forma que en la Argentina. Entonces los seguí y les pregunté: «Che, ¿por qué hablan así? ¿Son de Córdoba?». Porque los cordobeses tienen ese acento en la erre. Ellos se rieron y me dijeron: «¿Qué es eso de “Che”? Nosotros somos de San Juan». Estaba como muerto de hambre por escuchar el idioma. Recién después de muchos años, cuando llegué a Nueva York, volví a escuchar a gente hablando castellano otra vez. Era una cosa que estaba ahí, dormida, latente. Y cuando volví, más de 20 años después, a la Argentina, ya en el avión, escuchando toda esa gente hablando como yo, fue maravilloso. Y aterricé y claro: había cambiado Buenos Aires. Había McDonald’s y cosas que no estaban antes, pero algo en los olores, en la temperatura, en la humedad y en el hablar, sobre todo, en la forma y los gestos, no se habían modificado para nada. Los hijos de la gente que conocía se reían de mí porque yo tenía un vocabulario y unas palabrotas de un niño de 11 años que vivió en los 70, entonces me decían: «¿Pero qué palabras usás? ¡Hablás como mi abuelo! ¿De dónde sos?».

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