11 de diciembre de 2013
Reconocido por su virtuosismo con las seis cuerdas, Juanjo Domínguez acompañó durante años a Goyeneche. Luego de un problema de salud, otra vez en carrera, planea lanzar un disco.
Las manos de Juanjo Domínguez son diestras y hermosas. Con ellas acaricia su guitarra y luego toca un tema de Piazzolla, con un sentimiento profundo. Está sentado en el living de su casa, un chalet de la ciudad de Burzaco donde hay pajaritos en la entrada y, en el interior, fotos de Carlos Gardel junto con retratos familiares y tres «violas».
Ya no es el mismo que hace un año. A los 61, renació de las cenizas. Estuvo al borde de un coma diabético que lo hizo perder 30 kilos, impactó su sistema neurológico y afectó su movilidad. «Creo que lo mejor que me funcionó durante ese lapso feo fueron la mente y las manos, aunque estaba tan débil que no podía levantar la guitarra. Tenía la expectativa de que iba a volver a tocar. Y gracias a Dios, así fue», dice con gesto sincero, acurrucado en un sofá.
Considerado un virtuoso de la guitarra –tanto por la ejecución como por su capacidad de improvisación–, ha grabado unos 30 discos como solista; entre ellos, Sin red, álbum con el que fundó su propio sello, Junín Music, en 2011. Además, suma alrededor de 130 trabajos entre colaboraciones con otros artistas y música para películas como Che, de Steven Sodebergh. Su versatilidad le ha permitido transitar por diferentes géneros, como el folclore, el jazz o el repertorio clásico europeo, pero es en el tango donde se ha movido a sus anchas, desde que cambió la música culta por la popular, cuando era un adolescente.
En realidad, el tango siempre estuvo presente en su vida. Domínguez recuerda que en el fondo de la casa familiar, durante su niñez en Junín, había una Sociedad de Fomento donde pasaban música. Sus padres se sentaban a escuchar y competían por adivinar qué tango era, qué orquesta tocaba o quién cantaba. «Y así “me hice en tangos”, como dice el recitado de Julio Sosa», comenta.
Al universo de las seis cuerdas también llegó de niño: tenía 5 años. Comenzó a tocar mientras su madre le sostenía la guitarra, que era de su padre. «Un día saqué algo que él no podía sacar y, cuando volvió del trabajo, se lo mostré», cuenta. Después de esa demostración, su «viejo» no volvió a tocar, y a Juanjo lo inscribieron en la Academia de Oliva, de Lanús.
A los 12 se recibió de profesor. «Era la primera vez que en esa academia se recibía un chico de esa edad, y con un examen de verdad, no como ahora, que todo es menos estricto», rememora. Luego lo becaron y pasó a la escuela Julián Aguirre, de Lomas de Zamora. De allí, decepcionado por las reglas y la burocracia del lugar, que le impedían avanzar a su ritmo –o sea, velozmente–, desertó antes de convertirse en concertista, para acompañar a cantantes como Alberto Echagüe, Armando Laborde, Carlos Acuña y Carlos Morán. En paralelo, también integró el conjunto de boleros y valses peruanos Los Antonios.
«Tenía 14 años cuando empecé con el tango. Es lo que más me apasiona. No soy historiador, pero sí un gran conocedor, no solamente de los cantantes sino del género», afirma con orgullo. En su extensa carrera, ha acompañado a Alberto Podestá, Ada Falcón, María Graña y Roberto Goyeneche, entre otras voces tangueras. Y también a artistas como Horacio Guarany y Armando Manzanero. Actualmente, está al frente de su propia formación, que completan Hernán Fredes (guitarra), Juan Avilano (guitarrón) y la cantante Majo Lanzón.
–¿Cuál ha sido la alegría más grande que te ha dado la guitarra?
–La de cosechar amigos y sentirme satisfecho cada vez que bajo de un escenario, porque nunca tuve que dar un golpe bajo. De pronto, me preguntan: «¿Juanjo, por qué vos no tenés más?». Porque nunca busqué ni el aplauso ni el disco fácil. En los momentos en que por ahí lo que vendía era «Estoy saliendo con un chabón», que podría haberlo grabado también, yo estaba tocando el «Moto perpetuo» de Paganini, que son 1.449 notas, en tres minutos. Y eso me pone bien, porque tengo el reconocimiento de mis pares por ser buena persona y honesto.
–O sea, satisfacciones más «humanas».
–Sí, cuando estaba grave por mi problema de salud, tuve demostraciones de afecto que tal vez no esperaba. A Horacio Guaranay le hice los arreglos y la dirección de 12 discos; o sea, lo conozco muy bien. Todos saben que es cascarrabias, y me sorprendió porque me llamó por teléfono llorando. Ahí uno dice «hay afectos que están escondidos». Hace poco, me invitó Horacio Ferrer a su homenaje, porque cumplía 80 años. Aunque me costaba caminar, fui. Fue mi reaparición en público. Entonces vi el afecto y cariño con que me recibieron. Estaban todos: Guillermo Fernández, Jairo, Susana Rinaldi, Leopoldo Federico, Alejandro Dolina. Y ahí pensé: «Bueno, algo hice en la vida para lograr esto». Ahora, estas cosas también muestran otras: hay otra gente que se borra…
–¿Estuviste cerca de la muerte?
–Fue bravo. Yo pensaba que nunca me iba a tocar algo así, y me estaba muriendo sin darme cuenta. O sea, ya estaba en lo último, y un par de amigos médicos pusieron toda la voluntad para rescatarme. Y, bueno, ahora estoy otra vez en carrera.
Fascinación nipona
Como Domínguez no pensaba que iba a vivir de la música, estudió otros oficios: dactilografía, taquigrafía y peluquería. «Cosas que no me estropearan las manos», señala. En las giras a Japón, donde se presentó por primera vez en 1992, les cortaba el pelo a sus compañeros de ruta. «El primer corte fue a Raúl Lavié. Cuando vio que le quedó bien, después me convertí en el peluquero de cabecera de él y de todos», relata, entre risas.
Los nipones también lo reclamaron, pero en el escenario, ya que si bien Domínguez ha tocado en Europa muchas veces y también en países de Latinoamérica, Japón lo ha recibido con los brazos abiertos en once ocasiones. «Como conocedor de tangos, la primera vez fui sin preocupaciones. Llegué allá y pensé que querían que hiciera tango para turistas: “El choclo”, “Cuartito azul”. Y no. El tipo que nos contrató sabía. Me pidió “Flores negras” y música de Orlando Goñi, tangos que son para tangueros», subraya. «Los tipos saben, no es que les gusta por esnobismo. Me llevaron a un programa de tango como jurado. Yo empecé a hablar de Troilo, que este, que el otro. Todo bárbaro. Parecía un catedrático. De pronto, me dicen que empezaba. Al primer participante le preguntan el nombre del tercer violín de De Angelis en el 51. Y yo digo: “esto es joda”. Si yo no sabía cuál era el primero, menos el tercero. Y los tipos contestaban».
–¿De dónde nace la fascinación de los japoneses por el tango?
–Esa pregunta me la hago yo también. Busqué la relación de la música de ellos con la nuestra, y no tiene nada que ver. Y otra cosa rara es que les guste Piazzolla y también D’Arienzo. Normalmente, a la gente que le gusta uno, no le gusta el otro. Sí noté que a los japoneses les gustan los tangos en tono menor, que es más romántico que el tono mayor. La música en tono mayor es más «agresiva», más alegre, como los valses de Strauss. Ahora, por qué les gusta el tango, no lo sé. Son automáticos. Se cae una moneda en el piso, hace «pling», y te dicen qué nota es: un re. Tienen gran oído musical. A mí me rompió el mate eso. Lo que hacen, eso sí, no me llega al corazón. En una casa, vi un robot tocando a Beethoven a la perfección; una cosa impresionante, pero no había matiz: eso es lo que tiene que ponerle el músico. Cada artista, aunque toque la misma partitura, la va a tocar distinto. Eso es lo que vale.
–A propósito, ¿qué condiciones tiene que reunir un buen guitarrista?
–Primero, te tiene que gustar lo que estás haciendo. Yo aprendí a tocar porque amo la guitarra. A los que recién empiezan, siempre les digo: «Abracen la guitarra, quieran la guitarra, pero no aprendan a tocar para subir a un escenario, porque eso se da o no se da». En mi caso, se dio. Yo toco la guitarra porque lo siento, en realidad. Y si la gente disfruta con eso, me alegra, porque el primero que disfruta soy yo. Es como todo en la vida; si vos no demostrás el cariño, lo demás no sirve. Por eso yo escucho «Oblivion» –para mí, la obra cumbre de Piazzolla– y me dan ganas de llorar. Y creo que Ástor la hizo con esa intención. Si un músico no despierta eso, no sirve.
–Los guitarristas más famosos, ¿son necesariamente los mejores?
–Paco de Lucía, por ejemplo, es único en su género. Tiene el virtuosismo de los flamencos: las escalas vertiginosas, la velocidad y, además, el toque sagrado ese del que hablaba recién. Un tipo que me sorprendió fue el inglés Julian Bream. En el medio de un concierto, creo que en Alemania, dejó la guitarra española con la que estaba haciendo el «Concierto de Aranjuez» y agarró una guitarra eléctrica. Y empezó a hacer jazz.
–¿Vos admirás a alguno?
–Mis referentes son de otra época: el venezolano Alirio Díaz, y Agustín Barrios Mangoré, paraguayo y autor de «La catedral» y tantas cosas que hoy son bis para músicos clásicos. Díaz te hacía un concierto, pero tenía el toque de músico popular, y eso no lo podés esquivar. Por eso yo dejé de hacer música clásica, porque tenés escritos hasta los matices. Y yo no le quiero faltar el respeto a la música, pero tampoco quiero hacer algo que está fuera de mis sentimientos. Ellos también hacían lo que sentían.
–¿Y de los guitarristas actuales?
–Actualmente, en la música clásica hay buenos guitarristas de academia, nada más. No hay grandes aportes. Y en la música popular carecen de personalidad, porque están copiando constantemente. Todavía, después de tantos años que murió Roberto Grela, en el tango hay montones de imitadores. Y yo, para escuchar imitadores, prefiero escucharlo a Grela. Si no, son los que se pasaron de vuelta: quieren hacer un tango antiguo e imitar las guitarras de Gardel, y lo ridiculizan.
–¿Qué pasa con tu sello Junín Music? ¿Sigue andando?
–Sí. Cuando uno empieza en esto, siempre está el productor y la burocracia de las discográficas. Ahora no, yo soy mi productor; entonces, grabo un disco cuando quiero, lo hago distribuir cuando lo decido y, si quiero, lo regalo. Pero el esfuerzo mío es mío. Tengo discos grabados por sacar, uno con temas de Chabuca Granda, otro con los de Alfredo Zitarrosa, y otro más con material de los Beatles. También lo que grabamos con el grupo 2000, con los arreglos orquestales que yo había armado para cinco guitarras. Y el último, en guitarra, se llama Volver, por mi «vuelta». Hago un recitado al comienzo, que es de Roberto Galarza, un tipo al que admiro mucho y que tuve la suerte de que tocara en mi disco Tiempo de guitarras (2005): «Cuando me aleje para siempre de este mundo, sólo un deseo al Dios Supremo yo le pido, un imposible pero sé que es tan profundo: que se transforme en un árbol mi alma entera. Y cuando troce mi madera un carpintero, en vez de muebles se dedique a hacer guitarras, para estar junto a mis amigos en las farras, con acordeones y un rasguear chamamacero».
–¿Querés grabar con otros artistas?
–No, yo no grabo más con otros artistas. Sólo si me gustan demasiado. Si no, no. Me han pedido cantantes, pero ya no tengo ganas.
–¿Cómo te llevas con la composición?
–No soy un compositor dedicado, porque me aburre agarrar la lapicera. De vuelta de un viaje de Japón me propuse un disco, Eterno, porque los japoneses me decían «Juanjo, el eterno». No soy mucho de grabar mis temas, pero ese disco tiene cosas mías, como «De Berlín a Buenos Aires», que le gusta mucho a Lalo Schiffrin. Hay tangos, valses, temas medio españoles.
–¿Y cuál es el tango que más te gusta tocar?
–No tengo uno en especial. Antes de un concierto, por ahí, en el auto, voy pensando con qué abro. No me gustan las cosas armadas. Es como mi disco Sin red. Es un trapecista que se larga y, si le yerra al trapecio y hay red, no hay expectativa. No tiene que haber red. Y bueno, si se cae, se mata. Ese es el disco que hice yo. Llegué a grabar sin nada definido y le dije al técnico de grabación que pusiera la máquina. Y salió lo que salió. Me gustan esos desafíos.
—Francia Fernández
Fotos: Juan Quiles