De cerca | ENTREVISTA A GUSTAVO FERREYRA

«Me enamoré de la novela»

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Valeria Tentoni

A treinta años de la publicación de El amparo, llega a las librerías una colección que recorre toda su obra, con la que obtuvo importantes premios. Influencias, rutinas y planes.

Foto: Jorge Aloy

A treinta años de la publicación de la primera novela de Gustavo Ferreyra, El amparo, Editorial Godot la reeditará dando con ello inicio a una colección que recorrerá toda la obra del escritor nacido en Buenos Aires. Así, entre reediciones y estrenos, la bibliografía completa del creador de Piquito –un personaje que lo acompaña en varios de sus libros– quedará disponible para sus lectores, que muchas veces también son escritores: Martín Kohan, Mariana Enriquez o Elvio Gandolfo son solo algunos de los que lo han elogiado de modo enérgico, y entre ellos también se repartirán los prólogos que acompañarán sus libros. Bajo el título «Operación Ferreyra», el sello se propone «desandar el mundo novelístico de uno de los autores contemporáneos más prolíficos y talentosos de Argentina».

Formado como sociólogo, docente en la Universidad de Buenos Aires y en bachilleratos para adultos, durante estos años Ferreyra, además, ha publicado el libro de relatos El perdón y novelas como El desamparo, Gineceo, Piquito de oro, Dóberman, La familia, Los peregrinos del fin del mundo y El mamífero que ríe. Por sus libros ha recibido reconocimientos como el Primer Premio de Novela Édita de la Ciudad de Buenos Aires, el Premio Kónex o el Premio Emecé de Novela.

–El amparo se publicó por primera vez en 1994, ¿cómo recordás ese momento? 
–Tenía cuentos y poesías anteriores, pero casi todo inédito, y este fue el primer intento de novela. Cuando se publicó, yo estaba bastante asustado, en algún punto, porque prácticamente nadie la había leído. Se la llevé al editor, Luis Chitarroni, y le gustó. Yo era un poco un outsider del ambiente, venía de la sociología. Llegué a Sudamericana con el manuscrito, pedí hablar con él, me recibió y se lo dejé. Así salió.

–¿Por qué te inclinaste por la sociología?  
–Tengo un recorrido bastante atípico. Yo soy técnico en electrónica, hice secundario técnico porque, en principio, iba hacia la ingeniería. Una cuestión, no sé, de herencia. Mi papá no era ingeniero, pero se suponía que uno tenía que hacer algo práctico en la vida. Mi papá trabajaba en la Chrysler, una fábrica automotriz, y si yo me convertía en ingeniero se suponía que podría ubicarme ahí. Pero en cuarto año me di cuenta de que no me gustaba y empecé a escribir. A mí siempre me gustó mucho leer, era un gran lector ya de chiquito. Fui inclinándome hacia lecturas de filosofía, de historia, y a los 16 años ya sabía que no iba a hacer nada con la electrónica, pero decidí terminar el técnico y después ubicarme en algo más humanístico. En realidad, ya amaba la literatura. A los 16 años había empezado a escribir poesía y quería ser escritor, pero no quise hacer de eso un deber, una carrera, no quise seguir Letras. Me hubiera decidido por Filosofía, pero me pareció una osadía tan grande que alguien que no tiene plata estudie Filosofía, que pensé: Sociología, aunque sea das clases o hay algo por los ministerios, qué sé yo. Seguí Sociología por practicidad, aunque resultaba ser muy marginal igual, ¿no? Pero lo que me gustaba era más marginal todavía.

–¿En tu casa había libros?
–Mis padres eran lectores, pero no de buena literatura. Mi papá leía esas novelas de suspenso, cosas de política internacional o de espionaje. O sea, un pésimo lector. Y mi mamá leía a Morris West, lecturas más banales. Pero se recibía La Nación, y yo con el suplemento me iba formando un poco. De chico leía la colección Robin Hood, la colección Iridium, Salgari, todo eso que leían los chicos. Después empecé a leer a Borges, a Kafka, a Dostoievski, y la universidad me abrió a otras lecturas que me llegaban por algunos compañeros. En realidad, yo no tenía mucha relación con el mundo literario.

–¿Y cómo empezaste a escribir poesía?
–Agarré un cuaderno de técnica y empecé. Mi primer poema fue escrito detrás del dibujo de un alto horno de hierro fundido. Ahí tendría 14 años, algo así. No era un buen lector de poesía, en realidad era mucho más lector de prosa, y pronto empecé a escribir cuentos. A los 26 empecé El amparo, que es lo que finalmente se publica primero. Por eso sigo escribiendo a mano, en hojas cuadriculadas; porque así empecé, en cuadernos del colegio secundario de electrónica.   

–En El amparo vemos un personaje que tiene después su contestación en El desamparo, dos novelas a su modo simétricas. ¿Cómo las diseñaste?  
–No lo tenía pensado, pero a medida que fui escribiendo El amparo apareció un poco como fantasma El desamparo en ese afuera de la casa del primer libro, la ausencia que estaba golpeando la puerta de la casa. Fue emergiendo El desamparo, una novela que me llevó mucho anímicamente. Es decir, me costó escribirla. Con El amparo tenía cierto grado de distancia o de frialdad. Cuando salió, releí El desamparo y me gustó mucho, me emocionó, pero me dije: es una novela muy terrible, esto quién lo va a leer. Después no la leí nunca más. Como yo termino una novela y se publica tres, cuatro, cinco años después, corrijo nada más que lo puntual en la frase, en el texto. Más vale no releerse a uno mismo.

–Ahora está en edición de Godot, pero El amparo además tuvo otra reedición antes, con Club Cinco. Es una primera novela que ha tenido muchas vidas.
–Sí, y apenas se publicó tuvo muy buenas críticas, salieron notas. Realmente fue una primera novela que tuvo sus lectores.   

–Fabián Casas habló de «realismo alucinatorio». Y él también formó parte después de un jurado que te premió otro libro.
–Sí, Dóberman. Martín Kohan es un poco refractario a que mis libros sean leídos como realistas. Sí que hace falta, a veces, poner algún concepto; por ahí después se rebaten. Fabián Casas fue muy generoso conmigo, escribió notas muy fuertes sobre mis libros, particularmente El desamparo. Creo que por ahí da para eso, para un realismo corrido de la nitidez, de lo que en general se llamaría el realismo clásico. De todas maneras no me pondría en ningún sitio en particular, incluso porque también las novelas se corren de uno u otro eje. Hoy en día es difícil, en realidad, ubicar autores en corrientes. Quizás por el poco peso específico de la literatura misma a nivel social. Estamos tan evanescentes que no damos ni para un ismo. Los escritores que a mí me gustan son muy viejos, incluso fallecidos. Kenzaburo Oé, por ejemplo, o J. M Coetzee. Creo que sus narraciones van a problemáticas que apelan un poco a cuestionar lo real. Y lo que pasa es que hoy día está todo muy corrido hacia Carver, el cuento breve; se supone que lo que estaría definiendo el mundo está en el iceberg, bajo el agua: no aparece, pero aparecen las consecuencias. En general, la literatura más carverista, o yo la llamo literatura por sustracción, se supone que no está tratando los grandes temas. O que aparecerían nomás sus reflejos, sus consecuencias. Yo he leído mucho a Sartre y Simone de Beauvoir también, todo eso, y sé que están en un menoscabo total hoy en día, ¿no? Pero a mí me han gustado, me siguen interpelando. Kafka también planteaba los grandes problemas del ser humano, un poco corrido hacia una narración más pura. Creo que en El amparo todo está más sugerido. Hay novelas donde Piquito es más expansivo en cuanto a poner en juego ideas o cuestiones sobre el mundo mismo, sobre la filosofía.  

–Ya que hablás de Piquito, ese personaje plantea otra tanda de producción. Va por otro lado, se separa esa serie de tus otros libros.
–Sí, comienza con Piquito de oro, que igual no tiene la explosividad que tendrá en los libros que sigan. Es un desquicio, yo ahí encuentro esa voz narrativa que me permite entrarle a las cosas por otro lado, que no se corresponde tanto con mi yo. Con Piquito sentí que se me iba, o sea, sentí que yo me iba tras la voz narrativa de Piquito. Disfruté mucho escribiéndolo, y hasta sentía la enajenación de esa voz narrativa.  

Foto: Jorge Aloy

–Su tono enérgico recuerda un poco al Ignatius Reilly de La conjura de los necios
–Sí, yo creo que hay algo ahí, un cruce. También un poco de Céline, que tiene esa voz narrativa más desquiciada y admirativa, mucho más que Piquito. Incluso Gombrowicz. Son un poco parientes. Cuando escribí Piquito a secas, terminaba y me sentía desorientado. En teoría, la saga ya está cerrada. Escribí Piquito de oro y luego agarré todo un período piquitense, que fue Piquito a secas, Piquito en las sombras. Yo ahí juzgaba que terminaba la saga, me fui yendo un poco en las sombras de Piquito y realmente terminé sin espalda. Me parecía que quizá no iba a escribir nada más. Estaba muy, muy, muy deprimido cuando terminé Sin espaldas, que está incluida en Piquito en las sombras

–¿Te daba miedo no poder escribir más?
–No sé si miedo, pero me sentía ciertamente resignado. Después apareció el personaje de Bruna y me rescató. Es la discípula de Piquito y aparece en Los peregrinos del fin del mundo. Más desquiciada todavía. Me costaron bastante a nivel mental esas novelas.

–¿Cómo son tus procesos de escritura?
–No es solo sentarse a tipear. Yo por ahí escribo dos horas por día, más o menos, y el resto del día estoy en otras cosas, pero en el fondo siempre hay algo ahí atrás en la cabeza. Como yo no voy releyendo lo que escribo, tengo siempre la novela en mente. Hay novelas que me llevan tres años, con idas y vueltas, por ejemplo, como La familia. Voy escribiendo los capítulos a mano, paso los manuscritos a mi computadora y ahí releo, corrijo, imprimo y sigo. Después la leo toda entera y le doy los últimos toques. Termino tan pegado a la novela que no tengo mucha distancia crítica. Cuando empecé, era prácticamente de escribir sobre el pucho, no tenía casi plan más que uno muy vago, general. Escribía diez renglones del personaje y me lanzaba a la novela. Terminaba una y ya tenía en la cabeza la otra. Pero ya no. Por ahí me tomo dos, tres meses, para armar un cierto plan, personajes, escribo algunos párrafos sueltos que después se meten en la novela. Pero de todas maneras siempre llega un punto en que la novela navega sola, se va con los vientos, digamos, y aparecen cosas imprevistas, personajes que no estaban. 

–Editorial Dualidad reeditó tu libro de cuentos, ¿cómo te llevás con ese género?  
–Y, ya casi no me llevo. Todo lo anterior a El amparo eran cuentos que quedaron ahí, inéditos, y seguirán ahí. Y en El perdón retomé el cuento porque en cierta forma hubo un cuentista anterior. Yo tenía más imaginación de joven. Es más fácil escribir cuentos cuando uno tiene una imaginación más viva para crear situaciones y personajes. Además, la verdad es que yo me enamoré de la novela. En realidad, yo soy un lector mucho más de novelas que de cuentos. Leo cuentos, desde ya que leo toda narrativa y hay cuentos maravillosos, pero soy un lector de novelas. Y, como lector de novelas, me encontré escribiendo novelas. Cuando escribí El perdón, me gustaron los cuentos, pero uno está muy inseguro y terminé pensando que eran los cuentos de un novelista. No sé por qué. En última instancia algo fallaba ahí en los cuentos. Después renuncié: es decir, no tuve más el impulso. Uno escribe por pasión, por impulso. Y bueno, no tuve más, no tuve más cuerdas. Pienso, quizás, cuando envejezca y ya no me dé la cabeza para una novela, escribiré cuentos, algo corto, no sé. Pero por ahora, mientras pueda, estoy en la novela. 

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