De cerca | ENTREVISTA A GUILLERMO SACCOMANNO

«Yo no sé cuál es mi estilo»

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Valeria Tentoni - Fotos: Subcoop

A partir de una antología dedicada a su obra cuentística, el escritor recuerda sus años de formación, ilumina la trastienda de su oficio y reconoce su deuda con la poesía.

«Al reunir cuentos que publiqué desde los 80 hasta acá me pregunto quién era cuando los escribía, si estoy a la altura de los comienzos y lo que me prometía», leemos en el último libro de Guillermo Saccomanno. Es una antología de Seix Barral que reúne los relatos de este escritor, nacido en el barrio de Mataderos en 1948, que reparte su vida entre Buenos Aires y Villa Gesell y prefiere escribir por las mañanas. Objeto de reconocimientos como el Premio Democracia, el Kónex de Platino o el Dashiell Hammett de novela negra (¡dos veces!), también ha recibido el Premio Rodolfo Walsh por su crónica «Un maestro». No parece haber logrado poco: «Uno es el peor crítico de sí mismo», acierta.
Entre sus últimos libros aparecen Soy la peste y Los días Trakl. Autor de novelas como El oficinista, Cámara Gesell y Esperar una ola, entre sus grandes temas están la sordidez y la violencia (en su trilogía compuesta por La lengua del malón, El amor argentino y 77), la enfermedad, el amor filial y la figura del padre (como en Situación de peligro) y, en los últimos años, exploraciones a cuatro manos con la escritora Fernanda García Lao (como en Amor invertido y Los que vienen de la noche).

«No sé si soy un autor realista, porque parto de la realidad, pero lo que escribo es una ficción y hay algún cuento mío además que escapa al canon realista.»

Saccomanno ha escrito también guiones de historieta en colaboración con artistas como Enrique Breccia, Francisco Solano López o Durañona. Sin embargo, todo empezó con un libro de poemas, género al que regresa, en secreto, día por medio.
Partida de caza, de 1979, es tu primer libro. Es de poemas, pero nunca volviste a sacar nada en verso.
–De esa época también es mi primera novela felizmente escondida que no se reeditará jamás. Y sí, a pesar de que escribo poemas todavía, no me animo. Le tengo un respeto mayor a la poesía. Empecé publicando a través de la editorial de Rodolfo Alonso. Después empecé a publicar cuentos en las revistas Humor y Satiricón. Cuentos oscuros, cuentos negros. El libro de poesía tiene que ver con mis inicios. De pibe empecé leyendo literatura pero también era fan de Alejandra Pizarnik y Juana Bignozzi. Aunque, en realidad, la historia tendría que empezar en mi casa natal en Mataderos, en un barrio de calle de tierra, frigoríficos y curtiembres.
–¿Había libros de poesía?
–Sí, porque había una gran biblioteca. Mi viejo, militante socialista, era muy lector. Y yo tenía acceso irrestricto a la biblioteca. Ahí pude leer todo Balzac, Dostoievski, hasta las Memorias de una princesa rusa. Leía El Decamerón, a Espronceda, a Beckett. El gran impacto fue, sin dudas, Roberto Arlt con El juguete rabioso cuando tenía unos catorce años. Fue un rayo.
–¿Y cómo era compartir la biblioteca con tu papá?
–Con mi viejo teníamos una relación muy de duelistas. Mi viejo era socialista y yo era trotskista. Teníamos unos encontronazos terribles y creo que a través de la pelea lo que ocurría era que se sublimaba un afecto reprimido. John Cheever dice que no se arreglan en la literatura los problemas que no se arreglan en la vida, y en esa medida la cuestión del padre atraviesa mis cuentos en varios momentos. Lo hace de maneras furibundas, también compasivas. Un padre de esa naturaleza fue una marca. Yo lo idealizaba porque era un aventurero, hombre de tomar sindicatos a mano armada. Me crie en la violencia. Aunque me crie también entre mujeres: mi madre, mi abuela y mi hermanita.

–¿Los libros habilitaron la salida de la casa familiar?
–Empecé a laburar muy pibe, a los quince, en una agencia de publicidad, la Walter Thompson. Un lugar muy parecido a lo que hoy vemos en la serie Mad Men, un delirio porque yo vivía en calle de tierra e iba a laburar con saco azul, pantalón gris, zapatos canadienses, corbata a tono. Era un extranjero en mi propio barrio: el mundo al que estaba accediendo, a mediados de los 60, era radicalmente distinto. En ese momento, las agencias de publicidad se armaban con escritores, pintores, poetas, directores de cine. Una agencia de publicidad era una escuela de bellas artes completa para un pendejo como yo, que empezaba a escribir. Orientado por algún redactor, empecé a leer a Henry Miller, Césare Pavese, Sartre, Simone de Beauvoir, Natalia Ginzburg, Salinger, Faulkner. También ese es el momento de eclosión de la literatura argentina y el cuento. Había gran cantidad de editoriales chicas, leía a Miguel Briante, Abelardo Castillo, Beatriz Guido, Marta Lynch, Amalia Jamilis, Liliana Heker. Todo eso estaba en los kioscos o en las librerías de calle Corrientes. Siempre iba al cine Lorraine, con la nouvelle vague, con Bergman y Pasolini. Era impresionante la oferta cultural, me generaba voracidad y hasta una adicción. Estaba el Instituto Di Tella, las galerías de arte, jam sessions todas las noches… Entré en la carrera de Letras. Y también me fui. Fue la época del surgimiento de Rodolfo Walsh, de Manuel Puig. Un día voy a trabajar y frente a la agencia, que había una librería, veo las vidrieras cubiertas de ejemplares de Cien años de soledad. Y después lo veo a Gabriel García Márquez, de lejos, con esa campera canadiense que tenía. O tenía que ir a la revista Primera Plana para llevar los avisos y veía a los monstruos, en la redacción me encontraba a Sara Gallardo. No me animaba a hablarles, pero era la fascinación permanente.

Realidad y ficción
Hay un arte poético delineado en uno de los cuentos del libro El sufrimiento de los seres comunes, más precisamente en «La búsqueda de Dios». Allí, Saccomanno alude al ejercicio de observación del entorno que debe mantener quien escribe. El cuento comienza con el viaje de un personaje de nombre G., en una terminal de ómnibus, cuyo pensamiento avanza a la par: «Se preguntó si escribir sobre los otros acaso no era, a su modo, una mínima caridad».
–¿Te reconocés como un escritor realista?
–No sé si soy un autor realista, porque parto de la realidad, pero lo que escribo es una ficción y hay algún cuento mío además que escapa al canon realista. La realidad trae cosas a mis libros. Por ejemplo, yo hice dos años la colimba en Junín de los Andes, y de ahí salió Bajo bandera. Está todo lo que cuento en el libro, y peor. También de esa experiencia vino mi libro El maestro.

«La publicidad o la historieta me enseñaron algo: que en vez de tenerle miedo yo a la página en blanco, prefiero que la página en blanco me tenga miedo a mí.»

–¿Y en esta antología en particular eso aparece?
–Primero me entusiasmé con hacer una antología, me debía este libro. Pero a medida que lo empecé a armar me disgustaba, me producía amargura. Todos los cuentos eran oscuros, sombríos, y tras una conversación con Ana María Shua entendí que claro, al no considerar a la literatura aislada de la realidad, como hecho autónomo, más allá de que uno escribe porque tiene ganas y escribir, como dice Sartre es un acto gratuito, no podés dejar de considerar que está la conexión con la realidad y no podés irte.
–¿Cómo creés que influyeron en tu literatura la escritura de publicidad o de guiones?
–Las llamadas «escrituras impuras», como la publicidad o la historieta, me enseñaron algo: que en vez de tenerle miedo yo a la página en blanco, prefiero que la página en blanco me tenga miedo a mí. Si vos estás en una agencia en la que te piden un anuncio para dentro de una hora, un guion para una publicidad de tampones o de latas de tomate, tenés que sentarte y trabajar. Y en la historieta escribís para vivir, lo mismo que la publicidad. En los 60 se creía que eso era vender la pluma, pero yo nunca pensé así. Lo tomaba como un ejercicio de aprendizaje. Además en la historieta aprendés a narrar, a secuenciar. Después qué hacés con eso es otra cosa.

–¿Cómo fue la experiencia escribiendo guiones de historietas?
–De chico yo leía historietas y tenía fascinación por Oesterheld, en especial por Sherlock Time y el Sargento Kirk. A los veinte, en la universidad, asistí a una especie de reivindicación de los géneros menores: esto de romper con la dicotomía entre géneros mayores y menores. Los guiones se los vendía a una editorial, salían en revistas como El Tony, D’artagnan, y para mí no era incompatible.
–¿Y qué se cuela de la poesía en tu narrativa?
–La poesía me enseña a ser más cortante. Yo no sé cuál es mi estilo, y creo que es lo mejor que le puede pasar a alguien que escribe. Si no, empezás con la máquina de hacer chorizos, producción en serie. Eso no va. Ahora mismo estoy escribiendo cuentos cortitos, cortitos, y no son microrrelatos. Pero desde que estoy en Gesell, desde los 90, empecé a leer mucha filosofía. Sin reparos, pasando de Heidegger a Derrida, haciendo escala en Kierkegaard y Wittgenstein, Spinoza. Cuando no entiendo, sigo adelante. Sigo leyendo, como si fuera poesía. Porque creo que hay una conexión profunda entre la filosofía y la poesía. Por ahí en el poema, en un verso, relampaguea una idea que a un filósofo le lleva medio tomo.
–Hay algo que siempre aparece en tus intervenciones públicas, esto de que «toda literatura es política». ¿Por qué?
–La teoría literaria es teoría política, eso lo plantea Terry Eagleton, un crítico marxista escocés. Porque no lo podés sacar del texto-contexto, el contexto determina. Por más que vos escribas un texto de ficción, siempre se presta a una lectura política. La literatura es una interpretación de la realidad. A través de la evasión, del realismo o de lo que quieras. Yo creo que mucho más debe analizarse desde esta perspectiva a la llamada literatura del yo.
–Escribiste también que «toda literatura es literatura del yo». 
–Sí, porque escribís con tu cuerpo y con tu historia. Escribís con tu deseo, con tus frustraciones, con tus fracasos, con tu alegría. No lo podés elidir. No podés suspender eso.

«No hay nada más atractivo para quien escribe que entrar en el secreto de los otros. El escritor es curioso: si voy a la casa de alguien, espío el botiquín.»

–Está esta idea de que quien escribe tiene que aprender a mirar.
–No hay nada más perturbador y atractivo para quien escribe que entrar en el secreto de los otros. El escritor es un curioso: cuando voy a cualquier parte, si voy a la casa de alguien, por ejemplo, espío el botiquín. Tenés que estar alerta. Yo ando con papel y lápiz todo el día. No sabés dónde puede pasarte una cosa. Y no creo en el descanso. Este es un oficio full time, desde que te despertás hasta que te acostás. No digo que todo el tiempo estoy escribiendo o con la libreta, pero todos los días escribo algo o trato de escribir. Llevé diarios durante años y los quemé. Una parte la quemé, la otra la tiré en un volquete.
–¿Por qué?
–Porque pensé en diaristas como Franz Kafka, Castillo o Ricardo Piglia, y me di cuenta de que ninguno de ellos había tenido hijos. Yo sí tengo. Y los diarios son una herencia muy pesada. Goethe dice, según Kafka, que solo un diarista puede entender a otro diarista, pero admitamos que un diario es un registro, una bitácora de frustraciones también. Un lugar donde vos te descargás con todo tu resentimiento contra la incomprensión del mundo. Sin embargo, es cierto que el diario funciona a veces como ensayo. En la pandemia empecé a llevar un diario de lecturas y eso no lo voy a tirar. Con o sin diarios, la escritura es un trabajo de veinticuatro horas. Antonio Dal Masetto me enseñó que un día sin escribir es un día perdido. Que lo que no escribiste hoy se fue, ¡se fue!

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