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Francotirador

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Escribió novelas, poesía, teatro y ensayos, pero fue a través de sus cuentos que alcanzó un lugar central en la literatura argentina. Al frente de revistas emblemáticas, también promovió la obra de nuevos autores y estimuló el debate de ideas.

Oficio. Se interesó por el aspecto técnico y la función social de la escritura. (Juan C. Quiles/3 Estudio)

No creía en los géneros literarios, pero su obra los comprendió prácticamente a todos: Abelardo Castillo escribió novelas, cuentos, poemas, teatro y ensayos críticos. A través de medio siglo de producción constante y de intervenciones en la vida cultural caracterizadas por el cuestionamiento de estereotipos e imposturas, representó como pocos la figura del escritor. Su muerte, a los 82 años, puso nuevamente de relieve el lugar que ocupa en la literatura argentina y su contribución no solo a través de los textos propios, sino también mediante los que promovió en otros autores a partir de su lectura y sus enseñanzas.  
Nacido en 1935, pasó su adolescencia en San Pedro antes de radicarse en Buenos Aires. En 1961, premiado en distintos concursos, publicó la obra de teatro El otro Judas y los cuentos de Las otras puertas, donde se encuentran algunos de sus relatos más conocidos, como «El marica» o «La madre de Ernesto». Si desde entonces los reconocimientos lo situaron una y otra vez en el centro de la escena, Castillo supo mantener la distancia de las instituciones y de las corrientes predominantes en la cultura, para preservarse como una especie de francotirador que nunca bajaba la guardia.
Editó El grillo de papel (1959-1960), El escarabajo de oro (1961-1974) y El ornitorrinco (1977-1986), revistas que abrieron nuevos espacios para el debate de ideas y la difusión de escritores, todavía más valiosos en los momentos de censura y de represión en los que circularon. En un ambiente donde con frecuencia se cultivan las buenas maneras y se rehúye la discusión, Castillo nunca dejó dudas respecto de sus opiniones ante las cuestiones artísticas y los problemas de política. Polemizó con David Viñas sobre el compromiso en literatura –el gran tema de los años 60–, rescató a autores marginales y construyó a través de sus textos un diálogo sinuoso con sus grandes antecesores, de Roberto Arlt a Julio Cortázar y de Ernesto Sabato a Jorge Luis Borges, donde el homenaje y la reescritura no excluyeron la crítica y la observación mordaz.
Fuertemente preceptivo, incluso sentencioso al modo de los maestros («un buen cuento es una historia contada de la única manera posible»), mantuvo abiertos los interrogantes del oficio no solo en su aspecto técnico sino también por su función social. «Tengo tan pocas certezas sobre la literatura como cuando era adolescente», confesó en Ser escritor (1997), donde reunió textos breves, reflexiones sobre ética literaria y política y apuntes de lecturas. Por entonces había publicado, entre otros libros, las novelas El que tiene sed (1985), que añadió a su aura de escritor maldito el tema del alcoholismo, y Crónica de un iniciado (1991). También reunió su dramaturgia en Teatro completo (1995).
El cuento, con sus requisitos de extrema precisión y economía, representaba para Castillo la cifra del arte de escribir. Los mundos reales fue el título con el que recopiló su producción en el género, y también un indicador del sentido de totalidad con el que pensó su obra y del cuidado con el que desplegó sus reversiones y agregados, como mostró con la publicación del primer tomo de sus Diarios (2014), cuidadosa exposición de la intimidad de su trabajo. Citando a Paul Valéry definía la corrección como «una empresa espiritual de rectificación de uno mismo», y a la vez su escritura era una interpelación a los lectores porque la entendía como un intento de modificar el mundo.
El escritor, decía, toma partido por el habla de su época, contra el uso canónico de la lengua, y su práctica no puede alienarse a los mandatos del entretenimiento o las modas intelectuales. En su biblioteca personal siempre estuvieron a mano autores poco valorados por la academia y el periodismo, como Bernardo Kordon, Juan José Manauta o Bernardo Jobson. En última instancia, su lucha se planteó contra «la cultura del poder, de la eficacia inmediata y del sálvese quien pueda». Una batalla en la que la palabra de Abelardo Castillo seguirá presente.

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