11 de mayo de 2023
Ariel Magnus (Buenos Aires, 1975) publicó entre otros libros Un chino en bicicleta (2007, Premio Internacional de Novela La Otra Orilla), Ganar es de perdedores y otros cuentos de fútbol (2010) y El desafortunado (novela, 2020). Es traductor literario y ha editado la antología de humor La gracia de leer y la de textos misántropos Oda al odio.
Pablo Blasberg
Para el trabajo final de la carrera de periodismo deportivo, Noah eligió ir tras los pasos de Raúl Horacio Antes, un célebre relator radial, activo en las décadas del cuarenta y cincuenta del siglo pasado, a quien su abuelo había seguido en su momento con unción, al punto de dejar de interesarse por el fútbol cuando aquel dejó de relatarlo. Entre las pintorescas características que el nono le había relatado a su nieto sobre los relatos de Antes, sobresalía la administración que este hacía de los superlativos, inflacionándolos y desinflacionándolos al ritmo de la economía del país: los goles pasaban fácil a ser golazos que luego eran superados por tremendos golazos y fabulosos tremendos golazazos y golazazazos y golazazazazos hasta que ¡zas!, como un ministro de economía que le recorta un par de ceros al peso, Antes volvía a revalorizar el goool simple y llano, alegría insuperable del fútbol, entre como entre. Por eso es que en todos los partidos que relataba Antes había goles, también en los que terminaban cero a cero, y aun en los que no contaban ni con el beneficio de esos cheques sin fondo que son los goles anulados. Raúl Horacio los gritaba igual, cuando la jugada lo merecía, para alegrar al público oyente y de paso templar la voz, siempre repitiendo que «gol» es el pretérito de «gala», que significa «cantar» en noruego.
En general Antes era de embellecer un poco los partidos, no solo con goles sino también con caños y sombreritos y pelotazos de cachetada que trazaban parábolas casi bíblicas, de tan divinas. Para Antes todas las salvadas dentro del área eran casi en la línea, cada pelota que sacaba el arquero era descolgándola de un ángulo y ningún remate se iba por el fondo sin antes besar galantemente algún poste. A las jugadas menos trascendentes o a los tiempos muertos los aprovechaba para rememorar el pasado de los jugadores, de quienes sabía cosas que ni ellos mismos debían recordar, por no haberlas vivido. Y no se detenía en los jugadores, antes bien (así se llamaba, dicho sea de paso, su programa de análisis después de los partidos) podía entretenerse del mismo modo repasando vida y obra de los árbitros, los directores técnicos, los dirigentes, los cancheros, los pancheros. A su indomable tendencia digresiva podían servirle de resorte incluso los objetos inanimados, y así ocurría a veces que se ponía a hablar de la confección de los banderines del córner, del tipo de trenzado de las redes de los arcos comparado con las del voley y otros deportes o actividades (la pesca de tiburones, por caso), de la historia de la técnica que se usaba para marcar las líneas de cal y de la cal misma (sus componentes, su procedencia, sus virtudes y defectos en este y otros usos).
–El fútbol es algo tan rico que meramente mencionar el apellido de los jugadores es casi como guardar silencio –decían que decía Antes.
En sus relatos, la cancha se expandía como las propias ondas que llevaban su voz a todos los rincones del país, y el juego que tenía lugar dentro de ella ocupaba también todos los espacios, como si nada dentro del estadio y aun fuera de él pudiese ser ajeno a lo que ocurría allí, una especie de agujero verde que se tragaba al universo, al menos por noventa minutos. Esto siempre según el relato del abuelo de Noah, que era prácticamente lo único que quedaba del relato de Antes, más allá de los involuntarios testimonios escritos que acaso perduren en algún que otro artículo de diario, redactado por periodistas que alegaron haber visto el partido en vivo pero que se limitaron a repetir lo que habían escuchado en sus transistores.
La idea de que un partido oficial pudiera desaparecer, más allá de los pocos datos estadísticos que contenían las planillas, acaso perdidas también ellas, desesperaba profundamente a Noah, que había crecido en un mundo dominado por las cámaras de seguridad y los celulares con camarita, y que ya de muy chico no podía pasar frente a un picado de plaza, por muy rotoso que fuera, sin detenerse y seguirlo hasta el final, a veces teléfono en mano, como si de él dependiera que ese improvisado partido fuera más que un resultado que a veces se olvida durante el propio encuentro. Ir tras las huellas de Antes era por eso como ir tras las huellas de un fútbol que ya no existía por partida doble, ni como pasado, por haberse perdido junto a las memorias de sus testigos, todos ellos ya muertos (incluyendo al abuelo de Noah y naturalmente al propio Antes), ni como posibilidad a futuro, por esto de que hoy ya casi no existe partido que no quede grabado desde cientos o miles de celulares, aun cuando esas imágenes tengan luego menos espectadores que un picadito de plaza.
Noah se preguntaba si también hoy, puesto que increíblemente seguía existiendo el relato radial, el estilo de Antes hubiera cosechado adeptos como su abuelo. Su pálpito era que sí. Difícil creer que los radioescuchas antiguos fueran tan inocentes como para dejar de intuir que lo relatado no coincidía necesariamente con lo ocurrido. Antes bien, esos oyentes de bien antes debían intuir que Antes contaba como quien recuerda, exagerando y embelleciendo las jugadas y los goles del mismo modo que lo siguen haciendo hoy los relatores de televisión, aun en contra de las imágenes que todos ven a la par que ellos. Antes aun podía plasmar plenamente algo de lo que hoy solo queda su nostalgia, a pesar de que fue nuestra propia técnica la que lo destruyó: no solo llenaba el espacio que iba desde el lugar de los hechos hasta el fin de las ondas radiales, sino también el tiempo.
–El mayor piropo que le escuché hacerle a un gol –le había escuchado Noah decir a su abuelo– fue decir que era un gol no para haber visto en vivo, sino para ya ser viejo y recordarlo frente a los nietos junto al hogar.
No queremos vivir, queremos recordar. Eso es lo que acabaron demostrando las tribunas repletas de espectadores prestándole atención a sus celulares más que al partido. Sabemos que aun con vida, si no dominamos nuestra memoria, es como si no existiésemos, que solo mientras recordamos estamos vivos, al punto de que nos bastaría con retener eso, nuestro espíritu, para perderle el miedo a la extinción física. Por eso el fútbol de Antes más que acercar los partidos a la distancia los traía de nuevo a la memoria, con todos los olvidos y tergiversaciones que eso implica; por eso el fútbol de Antes, a su curioso modo, nos hacía eternos.
Ahora bien, Antes no era filósofo, sino un teniente de corbeta que había sido exonerado de la marina a temprana edad, y aunque ambas cosas no eran incompatibles (bien podían haberlo dado de baja por su alta sensibilidad e inteligencia), Noah suponía que en ese evento, el primero y casi único que conocía de su vida, aparte del lugar y una fecha aproximada de nacimiento, debía estar la clave del giro que había tomado después. Poco preparado estaba, con todo, para enterarse de que el motivo de la baja, según constaba en las planillas respectivas que guardaba el archivo del ejército, había sido un accidente de trabajo que lo había dejado ciego. Aunque, bien mirado, eso explicaba tal vez por qué, para este Homero, el relato era algo bastante independiente de los hechos, y por qué prefería hacer menos hincapié en lo belicoso de la contienda que en lo bello y poético.