10 de diciembre de 2014
Descubrió la actuación a una edad temprana y se abrió paso con su talento en ficciones televisivas, teatrales y cinematográficas. Este año, además, debutó como dramaturgo y director.
A Martín Slipak suele asociárselo con productos televisivos que abordan temas serios con delicadeza y profundidad. «Más allá de que no tengo televisor en mi casa, yo valoro mucho ese medio», afirma el actor, que dio sus primeros pasos en la pantalla chica. «La gran búsqueda es ser popular e ingenioso a la vez, y hablar de problemáticas sociales pudiendo llegar más directamente al público», agrega. A lo largo de este año, se emitieron en la TV Pública dos series en las que participó: Doce casas y Cuentos de identidad. En ambas, a través de conflictos individuales, se abordaban cuestiones sociales, con recursos formales y guiones poco frecuentes en el medio.
Su radio de actividad abarca distintos escenarios. Además de haber trabajado recientemente en la filmación de 4 películas que serán estrenadas el año próximo (Resurrección, Upa 2, Cómo ganar enemigos y Lulú), en 2014 protagonizó en teatro El principio de Arquímedes y debutó como dramaturgo y director, con Relato íntimo de un hombre nuevo, que se repondrá en la temporada 2015. Además, estuvo actuando en una miniserie sobre una adaptación de Los siete locos, de Roberto Arlt, y tiene un personaje en la nueva tira de Pol-ka, Noche y día.
Al repasar sus inicios, Slipak dice que tuvo el privilegio de iniciarse desde muy chico en lo que luego se definiría como vocación y profesión en la adultez. Ya a los 7 años empezó a estudiar actuación con Hugo Midón. Casi inmediatamente, otra maestra de teatro, Nora Moseinco, lo invitó a Magazine for fai, que él describe como «un programa de tele hecho por chicos que improvisaban disfrazados de grandes. Estimulaba el imaginario y la asociación libre, y me dio una base y un puntapié para componer personajes. Y eso se ligó con otras propuestas en televisión y cine». Su primer trabajo en un largometraje fue La sonámbula, la película de Fernando Spiner estrenada en 1998.
Antes de terminar la primaria, ya trabajaba con una constancia y una regularidad que resultaban cada vez más incompatibles con los horarios y las exigencias escolares. En la secundaria decidió dejar el colegio. Sin embargo, subraya que en esa época la actuación no apareció conscientemente como una salida laboral. «En los formularios siempre ponía que era estudiante», afirma. «No ponía que era actor, era una palabra demasiado grande para un chico. En realidad nunca tomé la decisión, las cosas se fueron encadenando naturalmente desde muy temprano. Y en un momento me di cuenta de que era algo que quería desarrollar porque al hacerlo sentía cada vez más pasión, comodidad e interés».
A los 12 llegaría uno de los grandes puntos de inflexión en su intensa carrera, con la emblemática Una bestia en la luna, esta vez en teatro. Luego vendría su primer éxito televisivo, la telenovela Resistiré, lo que trajo aparejado «ser reconocido, advertir cómo una historia se podía ir metamorfoseando y la repercusión en el público». Luego participó en el unitario Tratame bien, que le permitió «hacer una ficción en TV muy popular y con un nivel de búsqueda y de verdad que generaba una gran identificación». Y protagonizó su primera película, Sin retorno.
El principio de Arquímedes, la obra que encabezó este año en la cartelera porteña, es definida por él como «un texto controversial, extraño, complejo, que plantea una problemática difícil de abarcar, como es la acusación de un abuso sexual a un menor». En cuanto a Relato íntimo de un hombre nuevo, el monólogo interpretado brillantemente por Lisandro Rodríguez que marcó su debut como autor y director, destaca que superó sus expectativas. «Es un texto que surgió como una necesidad. Estaba haciendo una obra de teatro comercial en ese momento y, como tenía mucho tiempo libre en el camarín, me aburría, así que me puse a escribir. Estaba asistiendo a un curso de dramaturgia con Santiago Loza y apareció la imagen de un tipo en la playa», cuenta.
La escena sirvió como disparador de una historia verborrágica, presentada como una suerte de conferencia de un joven empresario. «Este hombre “de country” observa a su familia durante una semana en un Club Med de Brasil, con una especie de teoría en relación al sistema capitalista, al cuerpo supremo, al universo, a su rol específico ahí y a las fichas que él mueve. Hay un intento de control constante, que se va derrumbando a medida que pasan las horas y todo se va volviendo mucho más extraño».
Al presenciar la obra, se tiene la sensación de que se estuviese desplegando dinámicamente a medida que se cuentan o descubren los acontecimientos. La elección del personaje, explica, «tuvo que ver con que era útil a una voz. Me resultan interesantes los tipos muy jóvenes que de pronto se encuentran en situaciones de mucho poder: muestran que las viven desde un lugar de placer absoluto, pero deben sufrir y tener temor, porque hay mucha fragilidad».
«Toda esa línea que se desarrolla para sostener cierta irrealidad –la meditación, el arte de vivir, el gimnasio adentro de las empresas– es un juego divertido y perverso de la sociedad: te vas a meditar para después despedir a tus empleados», reflexiona. «La obra evidencia cierta artificialidad respecto del teatro y de la sociedad», dice. «Jugué mucho con la falsedad del teatro, me atrae que en él conviven dos lenguajes: uno es una necesidad inherente al ser humano de expresión, innata, genuina y verdadera, pero eso a la vez se transforma en un hecho falso».
—Victoria Eandi
Foto: Juan Quiles/3Estudio