5 de enero de 2024
La nueva edición del reality echa mano de arquetipos como «la vieja», «la gorda», «la loca», «la lesbiana» o «el marica» para despertar el interés del público.
Choque disidente. Juliana enfrenta a Isabel en uno de los momentos del ciclo más comentados en las redes sociales.
Foto: Captura
El ser, como un signo único; el mono-tema de cada persona es el rasgo inconfundible para distinguir al sujeto entre esa masa que no debería en ninguna ocasión devenir homogénea. Con identidades individuales reducidas a casos: así se preserva a la casa transparente de devenir en un corralón de situaciones insípidas como la vida misma. El espectáculo crece en cada «yo» que se dice desplazado, agujereado.
En un pequeño cisma que se destaca en el resumen del día, la minoría dice «presente» y captura en un instante algo de la militancia en las calles y redes, adecuándola a los requisitos televisivos del mainstream que lo vuelven digerible y, sobre todo, publicitariamente apto.
Aquí están «la vieja», «la gorda», «la loca», «la lesbiana», «el marica», de acuerdo a lo que ellos mismos eligieron visibilizar: su ser como concepto, su temor a desencajar en una grilla de varones y mujeres tensionados sexualmente –lo que ya se vio hasta aquí–, tan escindidos entre sí como, a su vez, de los disidentes dentro de la casa.
Las minorías liberan una conflictividad asociada a su identidad desde el día uno, sin la progresión de la intriga que caracterizaba a la primera generación de la saga, allá por 2001-2002. Si a alguno se lo nomina o se hace explícito un rechazo, se dice que es por «la falta de química» o «de afinidad»; jamás por su ser divergente en sí.
No ser hegemónico, en GH, significa estar para dar testimonio desde el minuto cero; para darse justificación argumental sin esperar a que pregunten, a sabiendas de un exigente casting que derivó en estos integrantes y no otros por «su interés particular para el programa» (dicho por Santiago del Moro). Isabel, tematizando su «ser distinta por edad», se vuelve un paralelo de Alfa, su equivalente etario de la edición pasada: demuestran el anclaje del casting con funciones de discurso antes que en torno a personalidades o subjetividades.
Deseo y decepción
Con el correr de los días televisados, se produce lo previsto: las minorías, cual cachorros hambrientos de una misma loba, se devoran entre ellas, como Isabel versus Juliana, referida como «esa loca», «la maltratadora» o «esa hija de puta». Las identidades divergentes, con todo su poder revulsivo que afuera llena plazas y copa Twitter en concentraciones que derivan en cambios de legislación y aceptación social, aquí se neutralizan en una puja de unes contra otr(x)s, funcionales al show del chimento, que los condiciona a ser un único signo, que por ahora arroja más estruendo que diálogo.
Autoconsciente, el arquetipo «la loca» le habla a la cámara: «No creo en reglas. Soy pelada, tatuada, gritona», con un radar magnífico para detectar que ya genera «vivas» de la tribuna excitada de los miércoles y los domingos, cuando se expulsa y se expresa la voz del «Soberano», ya adversa al grupúsculo de Isabel, Sabrina & Co, que cuchichea y la margina por su diferencia, dice.
Ninguno es demasiado consciente de que GH es puro gesto antes que discurso; es ícono antes que concepto. Y lo que no tolera el «Supremo», analfabeto e irracional, puramente empático, es ese núcleo reducido y compacto de personas, esa «célula», que en este caso se abroquela por oposición a Juliana/Furia; esos susceptibles escudados en la normalidad y las buenas costumbres que seguramente van a ser castigados con el pulgar para abajo, a juzgar por el historial del ciclo.
«Gracias por dejarme ser», dice la disidente mirando a cámara, cuando se despide en el Confesionario, nominada por los hegemónicos divinos de pectorales y culo mullidos. Difícil eso de ser un problema en vez de una persona, en un ámbito de emociones hipertrofiadas, donde un chisme pescado en un pasillo genera una crisis de ribetes épicos.
Innegable aporte le hizo este programa a la aceptación de antiguos «fenómenos» de circo que antes producían desinterés o rechazo, y hoy son ídolos populares, como Manzana, de cuerpo robusto y hablar finito, con su androginia sexualizada, como todo en GH, que gira en torno a torsos y partes íntimas como soles de una galaxia escrutada con un binocular.
Pronto, con el correr de los días, todos ellos se van volviendo un cuerpo colectivo no hegemónico: echado en el sofá y la cama, pulverizado y estudiado a través de planos que los confinan simplemente a gravitar como entes inertes.
La portentosa minoría empoderada de estos días, en el ciclo de Telefe, se gana a la tribuna a fuerza de aire naïf y victimización, frente a lindos que cultivan, según dicen sus miembros, el modo «divide y reinarás». En cambio, la minoría fuerte ofrece divertidos visos de irracionalidad, sacudones del cuerpo y desborde de la palabra, en duelo a voz alzada: así se hacen un lugar entre las preferencias que votan por WhatsApp.
En la casa transparente puede confirmarse el signo de la disidencia concebida como minoría insignificante, progresivamente expulsada, usada los primeros días para calentar motores, hasta que la trama se concentre en un núcleo de blancos y esbeltos hegemónicos deseantes, como pasó la temporada pasada, que en la plataforma Pluto ya se vende como serie alla Netflix.