6 de agosto de 2022
El desenlace del reality protagonizado por celebridades e influencers locales introdujo algunas novedades dentro de los parámetros propios del género.
Convivencia forzada. El ciclo abrevó en las técnicas del documental y los propios participantes se convirtieron en narradores de la experiencia.
Foto: RSfotos
Ay, esa vocación del reality show por ser el ombligo del mundo. Quedará para los historiadores de la TV conocer cómo logró simular la vida y reproducir un sentido de moralidad expresado, sobre todo, en tres dicotomías: la contraposición «bondad-maldad», la oscilación «castidad-sexo», y la confrontación entre el ocio (aquí, los huéspedes) y el tiempo productivo (aquí, el staff). Sin embargo, El hotel de los famosos inauguró una nueva fase del género: nunca había estado tan cerca ni se había movido con tanta destreza en la ficción como aquí, donde forjó personajes y fuerzas en conflicto articulados por la grieta «la Familia» versus «Los Sanguinarios».
Desde el cine (The Truman Show) a la TV (El hotel…) amamos que vivan ahí adentro, porque iluminan zonas de lo cotidiano que nunca habían estado visibles en los medios de masas; era una parte eludida del relato que nos contaban la ficción y la no ficción, y la revolución del reality cambió la manera de narrar y le dio nueva y poderosa atención al detalle de las acciones rutinarias. Pero El hotel… tuvo un mérito aparte: su capacidad de metatextualizarse, de hacer debate y proveer segmentos autónomos como el «Íntimo con Pampita», terapia de grupo con José María Muscari, pruebas físicas del tipo El juego del calamar, como una caja de mamushkas de géneros. Cuando se agotaba la telenovela de Alex Caniggia y Melody Luz, empezaba un capítulo sobre la minucia del mantenimiento de un sitio de alojamiento temporario.
Capítulo aparte fue Pampita: nuestra Gioconda, la máscara que encubre un misterio, y que en este programa afinó su capacidad de escucha y su intervención precisa para hacer soltar un vigoroso llanto en el otro. Pampita «tiene algo» coincidían huéspedes y staff, colaborando con el mito alrededor de la exmodelo devenida conductora. Múltiple y polimorfo, El hotel dejó que cada uno desplegara un carisma: por ejemplo, Chino Leunis fue un relator al estilo deportivo que, con su tono alto, jerarquizó competencias fijas semanales como «El Laberinto» o «La H». Gabriel Oliveri, el gerente, fue anfitrión y juez al estilo del Reality profesional y de «antes y después», con algo de las maricas de Queer Eye pero con la sobriedad de un maestro de ceremonias tipo años 50.
Nueva notoriedad
Marcado por el rugido de las redes sociales, por momentos El hotel se asemejaba a un experimento social en torno del veredicto de la masa anónima; fue una morbosa plataforma de consagración y destrucción de influencers al ritmo del ánimo de una multitud de odiadores nombrados pero jamás mostrados. Se supo que Ella (Emily) habría perdido los contratos y que Él (Martín) habría sido barrido de la más reciente troupe de Tinelli, por haberle hecho bullying y fantasmeo al personaje cándido de Locho, al que a su vez denunciaron por jugar sucio. Para los famosos (del título), la nueva notoriedad se mide en cantidad de seguidores y repudios en Twitter e IG, nunca tan cercano el reality a su prima hermana, la red social, donde al menos las stories deciden un modo más activo de construcción de la imagen.
La final confirma la incorrección: si durante todo el ciclo El hotel dio vía libre a sus componentes narrativos de signo negativo –como la rosca, el complot, la traición, la extorsión, que ya no se impugnan como en el viejo Gran Hermano–, el premio va a parar al niño rico, al ostentoso heredero del linaje de Mariana Nannis. Aquí es donde se cocina la torta del mainstream como metáfora de «cosa pública»: antítesis de los añejados montos que se destinaban a «la casita de mis viejos», hoy el premio va al derroche antiinflacionario que deja explícito, el winner, cuando dice que lo usará para viajar por el mundo con su flamante consorte, Melody.
El neo-reality entrecierra la puerta a los seres comunes; hace un llamado a la preservación de «la Casta»; es la utopía de un mundo perfectamente autosustentable, al cual no ingresa la realidad exterior, más que a través de sus participantes que vienen y van más libremente que en otros formatos. El magnetismo sigue estando en verlos tener que convivir entre desconocidos. El plus estuvo, aquí, en el ingreso más explícito de técnicas del documental, como también sucede en MasterChef: los propios participantes tienen su momento a cámara en el que, cual cronistas inmersivos, van narrando el desdoblamiento (eso que son en el presente/ eso que vivieron hace instantes), todavía manchados de barro si acaban de competir, apenas salidos de una H o un Laberinto.
Ese «ir diciendo» marca una distancia: hace de cada «famoso» un narrador y un personaje a la vez, dando prueba de un género que evoluciona y es capaz de incorporar recursos como la ironía, el humor negro, la caricatura paródica, que en la etapa inicial del reality no eran contemplados. El hotel de los famosos dio prueba de su eficiente verosímil en tanto se hizo noticia: por sus efectos en las redes sociales, por sus expulsados y sus ofendidos. Fueron puro fulgor, y los celebró e insultó la hinchada; se declararon un éxito, que hoy empieza a ser pasado, tan efímero como su género, el reality show.