20 de abril de 2024
Aclamada por una buena parte de la audiencia, la participante impone condiciones en el reality con un histrionismo y una agresividad que reflejan el clima de época.
Dueña y señora. Furia recorre la Casa como una actriz experimentada que gesticula para sus seguidores.
«Me chupa un huevo, gila. Mirá cómo te salta la ficha; mirá todo lo que me estás diciendo. ¿Vos eras mi amiga?». Las peleas se reiteran bajo similar patrón. Su estallido es repentino, nunca progresivo, y siempre feroz. «¿Mente maestra o demasiado confiada?», se pregunta Estoesdatta, entre tantos sitios satélites nacidos para informar o interpretar todo sobre Furia, de Gran Hermano 2024, el personaje más disruptivo que haya producido el género reality desde su surgimiento.
Ella es perfectamente consciente de su notoriedad en el mundo exterior, tan compacta su máscara que no se quiebra –todo lo contrario, se entusiasma con usarlo a favor «del juego»– cuando debe abandonar la casa temporalmente, sin romper el aislamiento, por «unos valores que no dieron del todo bien» en unos análisis. El misterio sigue –al cierre de esta edición– sobre la patología detectada y los estudios que se le prescribieron «en un sanatorio», allí en el reality donde todo lo que irrumpe desde el afuera y trasciende el encierro es anhelado como maná. La apoya un fandom, que es la multitud física de antaño devenida en un ente digital.
¿Qué hizo de Furia –inscripta como Juliana Scaglione– esta bestia histriónica? Gran proveedora de centelleos, exhibicionista, fue la participante más desinhibida a la hora de dar el consentimiento e intimar con el autodefinido «Tincho» (Mauro); y rápidamente lo feminizó unos días después del primer coito, al susurro con su banda de «Ahí va mi puta», lo que generó una inocua escena de reproche de parte de él.
Contra las teorías que se replican sobre su encarnación de un modelo de mujer guerrera forjada en las barricadas de las plazas feministas; y contra su ligazón a una amazona contemporánea que representa a un colectivo social exterior a la Casa –y pese a haber proclamado «Soy mujer» en un sinfín de duelos con sus compañeres– Furia reivindica los valores del macho al estilo de Alfa, participante de la edición pasada, a quien nombró su mentor honorífico.
La «pelada» –como la bautizó la tribuna contraria, que hinchaba por Catalina– dice de sí misma que «tiene huevos»: cultiva el avasallante tono patoteril del grupo de varones rústicos, de ámbito carcelario o del tablón; suele salir con bombo (un tacho) y vozarrón a reclamar su voto positivo, acompañada de Emma Vitch, ese hombre amujerado, como bastonero; y le habla a su soberano personalísimo, ese fandom que ella misma alumbró con sus dichos: «Vamos gente, gracias, la puta madre». Más sacada, imposible.
Signos de dominación
Su grito apunta a un único objetivo: tapar, intimidar a los otros participantes, que asisten en silencio a sus explosiones. La expolicía Agostina se escapó de ahí adentro, llorando, en forma intempestiva, bajo «amenaza de muerte», según declaró. El tono alto de Furia calza fácil a la metáfora del presente social y político, como si hubiera sido buscado premeditadamente por un castinero avezado en representaciones. ¿O será efectivamente eso lo que está sucediendo y estamos ante un síntoma espontáneo de época: un concentrado de sentido que representa un imaginario colectivo, un estado de las cosas?
«Yo me quedé en pija mal», recuerda, emocionada, cuando en la intimidad con algún elegido repone su triste pasado, la condición que fundamenta al líder negativo: la razón, su porqué, su vulnerabilidad originaria. «Siempre seguí entrenando. Comía arroz y huevo. Y competía igual. No tenía para comer. Por eso cuando la vieja de mierda esta se queja, no me gusta», decía la atleta de crossfit por Isabel, hoy «la Queen», durante los primeros días del encierro.
Queda exculpada –y aclamada– en la sinceridad: ese calculado estar en «esencia de verdad», aunque esta sea actuada o guionada, como algunos sospechan. No ser hipócrita; no pertenecer a ningún grupo; cortarse solo; avasallar con el volumen de la voz y la proximidad corporal. «Hola Furiosos, no me rajen de acá por favor», le dice al público. Un gesto antes que palabras; un ícono que ya se hizo reconocible en su cabeza rapada, su gestualidad intensa, su tonalidad blanquecina, antes que un símbolo o un texto.
Se reivindica como «una laburante» de este juego (o esta cloaca), en el que la traición y la simulación están a la orden del día y se dignifican como «habilidades» o «dones». Entra «la traidora», por estos días, de la edición pasada (Coty Romero) y ya ni la producción ni el conductor disimulan que todo gira en derredor de Furia. No alcanzó con el repechaje de Cata (su adversaria, desde la entrada de Alfa), ni con el crecimiento de Virginia (su pasada oponente), y Coty, ya desde el «no-saludo» inicial a Furia, decretó burdamente la jugada en busca de show-off.
Señalada como bruja blanca (de carácter maléfico, la que dejó a Narnia en un largo invierno) por sus detractores, Furia demuestra una capacidad sorprendente para manejar el valor más preciado de la tevé: el timing. Se la ha visto en escenas corridas, en secuencias completas, prácticamente sin edición, desplazarse cambiando de interlocutor (del «fandom» al «Big»), y de la hermana a algún exparticipante cuyo amorío le duró poco, en monólogos gancheros a fuerza de violencia y amenazas. Siempre presenta la inalterable afirmación escénica, cual actriz experimentada, y el poder de penetrar la cámara con la mirada clara, y una agresividad inherente a cada músculo en tensión y cada inflexión forzada de la voz.
Su foro es la Casa, por la que va y viene gesticulando, como en un gran anfiteatro televisado del cual es dueña y señora, y se lo hace notar a sus compañeros con un argumento calcado una y otra vez: «Soy la protagonista. Me tenés envidia». «Oh, mother fucker. ¡Holaaa!», fue lo primero que dijo cuando entró al estudio hogareño. «Soy mucho para esta Casa». De ahí en más no paró de representar su papel: ahí está el signo de su dominación, en su capacidad de sostener la actuación atrayendo la cámara con una composición crispada con banda sonora de rap-soul. Aro en la nariz cual mohicano, manchas azules sobre el pelo platinado y «a pelear el día a día».
Furia es lo raro, lo nuevo: que un personaje semejante entre y se masifique, que se salga de los moldes del «outsider» o el «mediático» de turno –esos perfiles degradados de la tevé vetusta– significa para ella eludir las maneras antiguas de la disfuncionalidad. Exaltada, opositiva, capaz de ganarse el repudio del 100% de los expulsados, Furia disloca –como la política– los criterios binarios del siglo XX, hoy que nada está demasiado mal y se acabaron las dicotomías de una moral previa, que al menos en este formato ya no regula el deber ser, ni lo que está bien, ni lo que no.